Como cada año, doy mi lista de mejores películas de 2012 en colaboración con buenos
cinéfilos (por orden alfabético: Noel Ceballos, David Leo García, Mercè
Ibarz, Vicente Molina Foix, François Monti, Pablo Muñoz, José Ramón Ortiz) con
los que hay tantos acuerdos interesantes como jugosas discrepancias. Es una
forma como otra cualquiera de ofrecer una visión plural (nadie puede abarcar
todas las películas producidas en un año) y prismática que es la que más
corresponde a lo que el cine es en el siglo XXI. Un arte diversificado y
múltiple, donde no caben ni los dogmas demasiado estrechos ni la falta de
criterios. Se impone la negociación permanente en todos los órdenes. El juicio
de gusto, sin duda, la crítica estética, pero también la atención a los
desarrollos culturales y tecnológicos contemporáneos. Si el gusto está bien
formado, lo segundo va de suyo. No hay sensibilidad formada que no sea
receptiva con la novedad artística, que incluye siempre todas esas dimensiones
(novedad cultural, tecnológica, social y, por supuesto, estética).
La idea
del “ojo que goza” la tomo del magnífico libro homónimo de Jean-François Rauger
(L´oeil qui jouit), uno de mis
descubrimientos críticos del año. Es un concepto estético que define una
relación con el cine que se vincula sobre todo a grados de excitación ocular, a
visiones transgresoras o perturbadoras, a imágenes insólitas, a la capacidad
del cine para alterar las coordenadas racionales de la imagen y trastornar lo
que se da por sabido con demasiada facilidad, y que representaría la evolución
lógica del cine que, a pesar de la camisa de fuerza y las constricciones de su
tiempo, amaron hasta la locura Antonin Artaud y Robert Desnos y muchos
surrealistas y que vuelve a las pantallas con fuerza cada cierto tiempo, aquí o
allá, sin respetar demarcaciones culturales, geográficas o estéticas.
Sin más
preámbulos, mis doce de dos mil doce son:
1.
Cosmópolis
(D. Cronenberg)
Fausto
(A. Sokurov)
Guilty
of Romance (S. Sono)
Holy
Motors (L. Carax)
2.
The Master (P. T. Anderson)
3.
Prometheus
(R. Scott)
4.
Killer Joe (W. Friedkin)
6.
Shame (S. McQueen)
7.
Salvajes (O. Stone)
8.
Cabin in the Woods (D. Goddard)
9.
Moonrise Kingdom (W. Anderson)
10.
Take Shelter (J. Nichols)
Las cuatro
primeras empatan por el primer puesto (el lenguaje es lineal, mi gusto no, por
fortuna, con lo que me veo obligado a traicionar mi gusto al clasificar las
cuatro primeras en orden alfabético, lo que produce un efecto de prioridad
inexistente). No distingo entre películas estrenadas o no, esta categoría me
parece hoy subsidiaria (de hecho, si no incluyo Las malas hierbas, The Yellow
Sea o Casa de tolerancia es porque las incluí ya en mis listas de años anteriores, cuando
aún no se habían estrenado en España, y no forman parte de mi paisaje
cinematográfico de este año).
Si tuviera
que dar una razón única para la inclusión de mi sucia docena de elegidas sería
esta: me han hecho gozar y me permiten reafirmar una idea del cine basada en el
placer visual que es la que más me interesa hoy por hoy. Donde no hay placer
del ojo (léase Amour) no hay placer de la mente. La ley del cine es inflexible.
El placer del autor no es siempre el del espectador (y vicioversa). Es cierto
que no todas mis elegidas son igualmente gozosas o fruitivas o placenteras. El
cenit festivo, erótico y grotesco a un tiempo, lo representa, por razones obvias, Guilty of Romance. Pero
si alguien quiere hacerse una idea exacta del estado contemporáneo de las
imágenes (sin preguntarle a Nanni
Moretti) no tiene más que revisar Cosmópolis y Holy Motors, ahí está
todo lo que necesita ver para saber qué coordenadas estéticas definen la esfera
visual en el presente. Entre la cirugía ocular más radical y la libre
asociación y licencia de las imágenes. En función del placer y nada más.
Si añade
dos suplementos ópticos, lo verá con más nitidez en el estilizado segmento del
rascacielos de Shanghái en Skyfall y en la impresionante visualización de la
operación contra Bin Laden en Zero Dark Thirty (cuando vi esta vigorosa aventura
de Bigelow en el territorio de la información y la representación ya tenía
acabada mi selección de películas y no quería alterarla, si su recuerdo
sobrevive estará en la lista de 2013).
Fausto
representa la culminación del cine según Sokurov, la más alta empresa de
preservación de la alta cultura europea en su período terminal de acoso y
derribo, liquidación de existencias y subarriendo de espacios, y ha conseguido
superar al Fausto de Murnau en audacia formal y demostrar que las obras
canónicas pueden servir aún de inspiración a un cine creativo que de verdad
rivalice con la literatura, la pintura y la filosofía como plasmación estética
de ideas sin renunciar a renovar el potencial de las imágenes. Ese es el
desafío del cine europeo en este momento. Que después de dos años siga sin
estrenarse Hors Satan, de Bruno Dumont, es muy mala señal. El cine creativo
europeo lo tendrá cada vez más difícil. El desdén del público más joven e
inquieto hacia Fausto me parece sintomático de la bancarrota cultural que
padecemos. Qué fácil es echarle la culpa de todo a la maldita crisis económica
cuando hay un malestar cultural endémico…
Veo con preocupación un fenómeno
reciente: la nolanización de los blockbusters. La estimulante Skyfall es una
de las más gravemente afectadas. Ese fenómeno epidémico acabará desvirtuando lo
que de mejor tiene el blockbuster: su capacidad de representar el estado de
funcionamiento de la maquina hollywoodiense de representación como alegoría de
la tecnología de producción capitalista. Ya dije lo que tenía que decir sobre El caballero oscuro, uno de los
focos principales de esta plaga de la ficción cinematográfica. Los vengadores
ha escapado de milagro a esa influencia nociva y por eso, a pesar de mi
hartazgo actual respecto del cine de superhéroes emblemáticos del ideario neoliberal post 11-S, es una película que goza de
mis simpatías estéticas. No obstante, como paradigma del blockbuster de máxima
gratificación visual prefiero con mucho Prometheus, ese cruce improbable de ingenua fábula cosmicómica,
pesimismo mitteleuropeo y ciencia ficción pulp.
Ignorada por la mayor parte de
los medios cinéfilos, la muerte de Tony Scott, quizá el mejor director
comercial de los últimos quince años, no puede sino agravar la situación. Tony
Scott supo entender como nadie el devenir de las imágenes en el siglo veintiuno
y acoplarlo a la maquinaria hollywoodiense con estimulantes thrillers
hipervisuales como Enemigo público, Déjà vu o Domino (estas últimas se encuentran entre mis
experiencias más vibrantes y avasalladoras en salas de la pasada década). Al
suicidarse, por razones aún no del todo aclaradas, es como si todo un modelo de
cine posible se enfrentara a la aporía de su existencia. Ni totalmente válido
para unos (los dueños de la pasta y el negocio) ni atractivo para otros (los
señores de la opinión y el gusto). Es lógico que los defensores del autorismo a
ultranza no se den por enterados. No les concierne. Se dan por contentos con
sus pequeños jardines de invernadero prefabricado, donde no brilla la luz
artificial de las imágenes ni hay otro aire que el enrarecido por la
respiración jadeante de unos cuantos egos al límite de la agonía febril y la
consunción.
Así mismo,
la muerte en 2012 de dos transgresores políticos, estéticos y sexuales como Koji
Wakamatsu y José Benazeraf [y hoy mismo de Nagisa Oshima, a quien Wakamatsu, no
por casualidad, produjo El imperio de los sentidos] pone el dedo en la llaga,
una vez más, sobre la extinción de todo proyecto de liberación por el cine.
Este arte sufre desde hace dos décadas una regresión libidinal de la que solo nos
salva el regreso a obras del pasado como la de estos y otros cineastas que
forzaron con sus imágenes los límites de la representación. Guilty of Romance,
de todas las películas recientes que he visto este año, es la única que me
devuelve la ilusión de que este cine transgresor sigue siendo posible en la
actualidad. Sion Sono es uno de los escasos directores contemporáneos que aún
cree en el poder revulsivo y perturbador de las imágenes. Corolario europeo: Una
sociedad (o una persona) que se cree liberada puede ser mucho más peligrosa o
dañina que una sociedad (o una persona) que se sabe reprimida.
A pesar de
todo lo dicho, mi mayor placer de este año pasado, lo reconozco sin prejuicios,
procede de las revisiones y los hallazgos del cine del pasado. Muerto el
clasicismo, no hay nada que extraer ya de él, no nos queda sino ese período
glorioso del manierismo fílmico en que el mismo lenguaje cinematográfico se
puso en cuestión y, al mismo tiempo, expresó la verdad de los géneros, las
imágenes y las relaciones con el público. Sobre todo en el cine italiano así
llamado popular (o cine bis) y, dentro de él, en el género más heterodoxo y
provocativo, el único género cinematográfico que parece engendrado para
encarnar una morbosa idea de Georges Bataille
(“la muerte misma participaba en la fiesta, en tanto que la desnudez del burdel
reclama el cuchillo del carnicero”, Madame Edwarda). Me refiero al
llamado giallo, ese subgénero pulp de matriz italiana que tiene su inspiración seminal
tanto en Las diabólicas de Clouzot y La vida criminal de Archibaldo de la Cruz, del gran Buñuel, como en Psicosis de Hitchcock y que desde Seis
mujeres para el asesino de Mario Bava no hizo sino declinar todas las
combinatorias imaginables del eros y el tanatos, la belleza y el esplendor de
la carne y el horror del crimen cometido contra ella, en imágenes de una gran
fuerza plástica y un gran poder de perturbación emocional. Con todas sus
diferencias, no hay duda de que Mario Bava y Darío Argento son los genios
reconocidos del género (ambos, por sus extraordinarios méritos artísticos, se
encuentran a la altura de los más reconocidos autores italianos), pero no muy
alejados les siguen refinados maestros del shock visual y visceral como Lucio
Fulci y Sergio Martino y sutiles artesanos de talento como Aldo Lado, Umberto
Lenzi, Massimo Dallamano y tantos y
tantos otros (Paolo Cavara, Fernando di Leo, Giuliano Carnimeo, etc.). Si añado
a este contingente inagotable las joyas neogóticas revisadas este mismo año de
Mario Bava (Operazione Paura), Riccardo Freda (El horrible secreto del Dr.
Hitchcock) y Antonio Margheriti (Danza macabra) resulta evidente que el cine
italiano fue, entre los europeos, el más potente de los años sesenta y setenta
en cualquier género (y no me olvido de Leone, Corbucci o Sollima y su brillante
contribución al western y el policíaco, o de las comedias de Risi, Monicelli o
Germi). Y el único capaz, a su nivel, de rivalizar con Hollywood.
En los ochenta, agotado el caudal
del género, Darío Argento prosiguió su singular obra con films magníficos como
Inferno, Tenebrae y Terror en la ópera (esta última, por cierto, de una complejidad teórica fascinante y una belleza
barroca fastuosa, a la altura del memorable cine de los Greenaway y Ruiz de aquellos años), y
en los noventa con portentosas vueltas de tuerca como El síndrome de Stendhal y
perversas variaciones sobre clásicos como El fantasma de la ópera. Así prosiguió hasta La
terza madre, de 2007, culminación alicorta de su trilogía sobre el matriarcado maléfico
comenzada treinta años atrás con la sublime Suspiria. En comparación con este
esplendor inusitado, el nuevo Drácula 3D de Argento, limitado de presupuesto y
de ideas, me produjo más nostalgia que alegría, menos placer que tristeza, a
pesar de algunos destellos geniales.
Por otra parte, tras revisar Las
diabólicas, el descubrimiento de dos cintas maravillosas como La Vérité (con
una Brigitte Bardot exuberante y rebelde) y La prisonnière, su última película,
me obliga a reconocer dos cosas: primera, H. G. Clouzot es uno de los grandes
directores del cine europeo de los años sesenta, y, segunda, la nouvelle vague,
que hizo mucho bien en muchas cosas, también perjudicó la visión de algunos
directores y géneros, estrechando el margen de lo visible en vez de ampliarlo.
La decadencia contemporánea del cine de autor (digan lo que digan los defensores, más o menos sectarios, de una idea caduca del cine que celebran nimiedades como los últimos estertores
de Coppola, Allen, Oliveira, Ferrara o Hong Sang-soo) es una demostración de que el
cine no necesita ya esas camisas de fuerza teóricas para ser creativo y
excitante. Al contrario. Ahí radica de nuevo el desafío estético. Atender a las
imágenes y olvidarse de los programas castradores.
Excepto Boss, no he descubierto
este año ninguna teleserie que supere en adicción a mis preferidas de otros
años: las nuevas temporadas de Breaking Bad, Mad Men, Boardwalk Empire y Juego
de tronos siguen contando entre lo más innovador y sugestivo de la oferta
televisiva. La ficción generacional de Girls no me convenció tanto, a pesar de
sus méritos objetivos y la generosa publicidad de su lanzamiento, y acabé
abandonándola a la mitad. Y mantengo con la simpática Louie una relación
furtiva, lo confieso, hasta errática, pero me basta con eso por ahora. Me
cansan mucho, eso sí, los nuevos bobos del audiovisual, cómplices de la penúltima
tontería del medio, que se lo saben todo de teleseries y presumen de consumir hasta
las más banales, sin plantearse nunca como problema serio las estériles rutinas
del formato televisivo, y no tienen, sin embargo, ninguna curiosidad por el
cine, incluso por películas como The Master, Killer Joe o Take Shelter que dan
lecciones visuales de alto nivel a muchas teleseries, revalidando el valor del
montaje y la intensidad narrativa.
Me preparo ya para el estreno de
Django Unchained, una confirmación de que el ojo que gozó hasta extremos
indecibles en los años sesenta y setenta no ha muerto en absoluto y regresa
reciclado, cabalgando como el jinete fantasma de la leyenda, dispuesto a
vengarse de todos los que trataron de normalizarlo.
1 comentario:
Deja sin aliento este gran texto.No puedo estar más de acuerdo contigo,amigo.No veas lo que aprendo en este espacio,sí,sobre todo cuando estamos sumergidos en "la banca rota cultural que padecemos.Qué fácil es echarle la culpa de todo a la maldita crísis económica cuando hay un malestar cultural endémico".Tremendas palabras llenas de una gran verdad.Cultural,moral,ética.
Un abrazo.
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