Jonathan Lethem califica Todavía no me quieres (Mondadori, 2008), una historia de amor ambientada en la escena artística y musical alternativa de Los Ángeles, de comedia romántica. En principio concibió la historia con Amy Greenstadt para una película que no se hizo. Volcó en ella sus recuerdos como músico juvenil de una banda a comienzos de los noventa y su conocimiento íntimo de la California más bohemia. Posteriormente, se propuso consumar el proyecto en solitario y modificó el formato narrativo, en un proceso que resumiría perfectamente su idea de la literatura. El año pasado, precisamente, Lethem publicó en Harper´s un espléndido artículo (“The ecstasy of influence: a plagiarism”) donde bromeaba con el plagio creativo y la paranoia actual sobre los derechos de autor y reivindicaba sin tapujos, pervirtiendo a Bloom, la política del “éxtasis de influencias”, el remix, el “sampleado” de temas y la cita tácita como estrategias estéticas de efecto estupefaciente sobre el lector o el espectador contemporáneos (de hecho, el apéndice final incluía todas las referencias literales con que había construido su discurso a modo de strip-tease literario de desvergonzada intención e indudable eficacia crítica). En este sentido, esta novela coetánea jugaba ya con las ideas paradójicas expuestas en el artículo: toda creación individual es producto de la colaboración desinteresada o involuntaria y el éxito artístico radica en el potencial de apropiación de los motivos colectivos que flotan en el aire cultural de cada época[i].
Citando a Shakespeare, a Dylan y a Tarantino como paradigmas de artistas singulares que se han nutrido de referencias ajenas en sus creaciones, Lethem concibe ahora una ficción en la que un grupo de rock debutante acaba canalizando algunas ideas originales cuyo origen mismo es confuso. A través de elocuentes canciones como “Ojos monstruosos” o “Comida de astronauta” esta banda californiana de nombre también incierto consigue expresar, sin embargo, la soledad, el desarraigo, el narcisismo emocional y la falta de amor de sus cuatro atolondrados componentes y de un público joven aletargado por las modas culturales, la anomia vital y la carencia de referentes sólidos.
Por otra parte, esta divertida novela es una comedia sexual, a causa, sobre todo, del alto voltaje erótico que despide su protagonista, Lucinda, la bajista del grupo. Ella sola focaliza la trama circular con su peregrinación amorosa de un amante más joven (Mathew), el solista ensimismado de identidad algo desleída, a otro amante más maduro (Carl), el misterioso “hombre de las quejas”, un adulto excéntrico de quien se enamora tanto por su pericia sexual como por su inteligencia verbal. De hecho, el barrigudo Carl es un cerebro privilegiado y vive de inventar eslóganes por los que le pagan sumas extraordinarias. Uno de ellos seduce a Lucinda hasta el punto de que se apropia de él, como se inspira de otras ingeniosas ideas de Carl para las canciones del grupo. Con ese eslogan fascinante, como resumen de su espíritu provocativo, concluye la novela: “No se puede ser profundo sin superficie”. Lethem se ha permitido escribir este divertimento instructivo sobre algunos de los temas más serios del presente (los entresijos más insospechados de la creación y la cultura, el plagio y la inspiración, las ilusiones y desilusiones existenciales, el afán de fama o el problemático y turbulento “eros” contemporáneo, etc.) en el estilo chispeante y desenfadado de algunas teleseries de moda (Californication, Weeds, Big Bang Theory o Nip/Tuck, por citar las primeras que se me ocurren).
Como anuncia el título de su magnífica colección de ensayos y artículos, Lethem es un consumado “artista de la decepción”. Y esta novela ligera y menor entre las suyas representaría quizá la superficie más brillante y perecedera de su arte de ilusionista desencantado. La reivindicación de una alianza creativa del plagio, las modas y las artes de superficie[ii].
[ii] Precisamente, Gilles Deleuze dedicó uno de sus mejores libros, Lógica del sentido, a la superficie y los efectos de superficie: el sentido, el lenguaje, el arte, los afectos, el juego, el humor, la literatura, etc., corresponden a ese orden de realidades (simulacros, simulaciones o artificios) que sólo se manifiestan en la membrana, la piel, la textura, el tejido, la película, etc. Convocaba Deleuze en él un canon de auténticos artistas de la superficie, entre los que hoy, salvando todas las distancias, podríamos contar a Lethem: los cínicos, los epicúreos, los estoicos, Lucrecio, Lewis Carroll, Nietzsche, Klossowski, Robbe-Grillet, Valéry o Tournier, entre otros. De Valéry, el autor de ese "Fausto" superficial que es Mi Fausto, procedía uno de los eslóganes filosóficos del libro: “Lo más profundo es la piel”. Y de Tournier, el autor de esas dos obras maestras de consagración de la superficie como dimensión recalificada de la existencia que son Viernes o los limbos del Pacífico y Los Meteoros, esta otra consideración afín que sirve perfectamente para entender la intención de Lethem al escribir esta novela y algunos aspectos incomprendidos por una parte de la crítica (siempre tan inoportunamente severa y falsamente profunda) acerca de la trama, los personajes y hasta el designio de la misma: “Extraña postura, sin embargo, la que valora ciegamente la profundidad a expensas de la superficie y que quiere que superficial signifique no de vasta dimensión, sino de poca profundidad, mientras que profundo signifique por el contrario de gran profundidad y no de débil superficie. Y, sin embargo, un sentimiento como el amor se mide mucho mejor, me parece, por la importancia de su superficie que por su grado de profundidad”.
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