domingo, 13 de febrero de 2011

ANATOMÍA DE UN PRESIDENTE



Hace unos meses Beatriz Preciado nos ofrecía un brillante retrato de Hugh Heffner, el fundador de Playboy, uno de los representantes más destacados no tanto de la masculinidad, en cualquiera de sus acepciones, como del ideario vital actualizado del macho alfa de la especie, ese espécimen viril que siente como una misión biológica y un mandato natural, además de un placer incomparable, la conquista sexual de un sinnúmero de mujeres.
Ahora el escritor inglés Jed Mercurio[i] completa la caracterización de esta figura decisiva en la genealogía de la cultura patriarcal ascendiendo a la cima del escalafón sociopolítico y atreviéndose a practicar una anatomía forense y morbosa de la vida del presidente americano más envidiado y seductor de la historia. Me refiero a Kennedy. Me refiero al célebre JFK, el primer presidente católico de los Estados Unidos, el mujeriego impenitente que soñó con mandar al “hombre” a la luna (la "mujer", para variar, se quedaba en casa, a ser posible en la cama, aguardando su regreso) y con poner fin al racismo jurídico y político que padecían los afroamericanos mientras le apuntaban a la cabeza, al mismo tiempo, los misiles soviéticos y cubanos y los exuberantes pechos de Marilyn Monroe. Lo que acabó con su vida, sin embargo, no fueron sus excesos carnales, ni las tensiones diplomáticas y geoestratégicas de la época, sino una de las conspiraciones políticas más abyectas de que se tenga noticia.
Después de leer este espléndido libro uno sabe que quienes descargaron los cañones de sus rifles de mira telescópica contra el cuerpo de JFK no lo hicieron sólo en nombre de valores reaccionarios y oscuros intereses militares y económicos. Lo hicieron también, como Ballard supo intuir en tiempo real, cuando aún estaban frescas las huellas del crimen colectivo, porque un presidente apuesto y rico y encantador que además aportaba esperanza a un pueblo necesitado de ella tenía que morir como el mesías laico de un mundo mejor. Todos los poderes fácticos del país, les iba la vida en ello, se conjuraron para evitar su advenimiento utópico. [Conviene leer, para entender todo esto, "El Asesinato de John Fitzgerald Kennedy considerado como una Carrera de Automóviles Cuesta Abajo", incluido en La exhibición de atrocidades, ese manual imprescindible sobre la vida, el amor y la muerte en la segunda mitad del siglo XX.]

No obstante, lo prodigioso de esta biografía biopolítica de Kennedy reside en su inteligente amalgama de documental y ficción, combinando el dato factual recabado en el archivo y la licencia artística en la recreación, a veces audaz o ingeniosa, otras indiscreta y cotilla y hasta obscena, como no podía ser menos tratándose de una figura mundana de estas características especiales. Un ejemplo gráfico, referido a sus escandalosas relaciones con el icono sexual de su tiempo: “Marilyn quizá haya absorbido el veneno de su mordedura de serpiente, pero la serpiente sigue viva y le chupa la ponzoña por medio de una ósmosis sutil que afecta a las glándulas suprarrenales reducidas y a la próstata tumefacta”.

Como se ve, otro rasgo original del estilo de Mercurio es el dominio profesional del lenguaje médico, el conocimiento clínico que exhibe como instrumento de análisis para desnudar con precisión las debilidades somáticas del personaje. Porque el presidente Kennedy era un enfermo crónico. Alguien con tantos problemas de salud que hasta su violenta muerte tuvo que ver con otras dolencias y achaques incidentales: la rígida faja que lo mantenía erguido ante el público le impidió agacharse y esquivar las balas que, irónicamente, pusieron fin a su vida y, con ella, a sus múltiples males (problemas de columna, de riñones, de próstata, malformaciones e infecciones diversas, etc.). JFK era ese hombre que confesaba tener espantosos dolores de cabeza si pasaba tres días sin contacto íntimo con una nueva mujer, a ser posible atractiva y joven. Era el hombre que se deprimía si no vivía alguna aventura sexual, que palidecía hasta extremos mórbidos y se sentía tan endeble que necesitaba continuas inyecciones de testosterona para ejercer el poder con autoridad y convicción (ingería su diaria dosis de virilidad farmacológica para tomar el mando del gobierno, enfrentarse a los militares y al sector más crítico del senado). JFK era un "hombre" porque no podía ser otra cosa frente a sus enemigos (también masculinos aunque quizás menos dopados).

Es fascinante redescubrir, contadas con la incisiva sutileza de Mercurio, algunas de sus anécdotas frívolas más conocidas. Cómo sedujo a Jacqueline, la futura viuda de América, la futura Jackie O, cómo le fue infiel cada vez que tuvo ocasión y, sin embargo, fue la única mujer a la que realmente amó hasta expirar entre sus brazos en Dallas. Su perversa relación con Sinatra, su gran cómplice sexual cuando lo invitaba a las orgías en su casa de Palm Springs y actuaba como proxeneta proporcionándole todas las actrices de Hollywood que JFK pudiera desear, hasta el día en que con la grosería propia de un patán engreído se le ocurrió, para afirmarse frente al presidente, que era más alto y apuesto y poseía un pelo envidiable, mostrarle con descaro su verga desmesurada. JFK se sintió insultado, además de humillado, y eso acabó prácticamente con su amistad y relación.

Sin duda, la parte más jugosa del libro corresponde a mi amada Marilyn, la única actriz seducida por JFK que fantaseó en serio, entre polvo y polvo de diamantes y glamour, con ocupar el privilegiado puesto de primera dama. No lo consiguió, a pesar de su empeño y entrega ardientes, pero suicidarse al saber que JFK prefería no volver a verla da una idea de hasta qué punto deseaba casarse con el poder integral (clase, fortuna, educación, cultura, familia, política). Se le negaba la posibilidad de encarnar el mejor papel de su vida. La película que la pobre Marilyn, en sus confusas fantasías de chica proletaria, creía haber nacido para protagonizar con dignidad y estilo ante el mundo. La opulenta pin-up transfigurada, como en un cuento de hadas para adultos digno de las (de)satinadas páginas de Playboy, en princesa del más alto standing mundial. La muerte de ambos, con un año de diferencia, sellaba el principio del fin de una gran era. La de los sueños imposibles. Y el origen de otra, donde acabaría triunfando la vulgaridad, en la política y el espectáculo. Con el espectáculo apropiándose de la política, invirtiendo sus categorías, corrompiendo la realidad. Ahí estamos todavía.


[i] Jed Mercurio, Un adúltero americano, Anagrama, 2010.

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