[Bram Stoker, Drácula, Alianza Editorial, trad. Francisco Torres Oliver, 2020, págs. 608]
Dracula is thus at once the final product of the bourgeois century and
its negation.
-Franco Moretti, “The
Dialectic of Fear”-
En plena cuarentena vírica, y va para largo, por
desgracia, nada mejor que leer la reedición más reciente de un clásico perturbador
como el “Drácula” de Stoker. Un clásico, por cierto, desfigurado por las tentativas
de adaptación a otros medios, las incontables secuelas e imitaciones que, lejos
de desvirtuarlo, solo han conseguido revalorizarlo aún más con el paso del
tiempo. Si Drácula, la criatura infernal, el rey de los vampiros, el hijo de la
noche, conoció la condición inmortal de manera limitada hasta que sus enemigos
londinenses acabaron en la ficción con sus días de sueño lúgubre y noches
sangrientas sobre la Tierra; “Drácula”, la novela asombrosa que lo consagró
como mito popular, se ha ganado la inmortalidad literaria. Pero, cuidado, no es
lo mismo leerla en 1897, como advierte David J. Skal, experto en la materia oscura
de esta falsa novela gótica, que en 2020, año horrible.
Múltiples rasgos de “Drácula”
fascinan aún en una lectura contemporánea, más allá de todas las teorías y
análisis con que se ha pretendido explicar su fabuloso éxito. Para empezar, la
estructura narrativa. El extraordinario dispositivo de veintisiete capítulos
más un epílogo feliz en el que se suceden los diversos narradores para
conformar una de las tramas novelescas más originales de todo su siglo. Los personajes
principales (Jonathan Harker y Mina Murray, Lucy Westenra, los doctores Seward
y Van Helsing) se reparten la función de contar sus experiencias en primera
persona a través de cartas, diarios ológrafos, taquigráficos o mecanografiados y
grabaciones fonográficas transcritas. Más tarde, una mano maestra ha procedido
a seleccionar los documentos imprescindibles y combinarlos con telegramas,
recortes de prensa, cuadernos de bitácora y cartas episódicas y ha ensamblado la
compleja polifonía como una unidad para conferir sentido a la inquietante narración
y acrecentar el efecto inconsciente sobre el lector.
Es cierto. No hay novela decimonónica más
tecnológicamente al día que “Drácula”. Sin hablar de viajes en ferrocarril o en barco, descritos con rigor científico, Stoker es el primer novelista que redacta
su novela en una máquina de escribir y la gran heroína de la misma, no por
casualidad, la mujer santificada que inspira el amor y la protección de los
representantes masculinos del Bien, y el afán de posesión carnal del Príncipe
de las Tinieblas, es Mina Murray, experta mecanógrafa que transcribe una parte significativa
de los documentos recopilados para que sus amigos puedan disponer de valiosa información en
la cacería de Drácula. Y Drácula, como presencia nefasta y ausencia insidiosa
que merodea bajo formas mutables por los límites de la oscuridad y los márgenes
de la invisibilidad, es tanto un efecto como una causa en las páginas de la
novela. Porque Drácula es el causante, en efecto, de que todos los protagonistas
se conviertan en escritores metódicos y en lectores aterrados de lo que escriben
los otros, como le ocurre a Van Helsing cuando visita el castillo de Drácula
teniendo en mente todo el tiempo la lectura intensa de las extrañas vivencias
en él de Jonathan Harker registradas en su Diario
con escritura alucinada y alucinante.
Y no me olvido, no, de los fastos grandiosos de la mascarada
ocultista puesta en escena por Stoker con exactitud de relojero irónico. El Mal, encarnado por la amenaza polimorfa o bisexual, según las interpretaciones, del vampiro seductor y su cohorte de vampiras voluptuosas, resulta más
atractivo y poderoso que el Bien, mientras este, entendido a la rigurosa manera
victoriana, solo demuestra superioridad moral en la lucha encarnizada contra su
antagonista más peligroso. Pero “Drácula”, leído hoy, desborda este planteamiento
de signo maniqueo e invierte así, con violencia, las categorías ideológicas de
la novela gótica. El Mal simboliza, sobre todo, las creencias primigenias y las
mitificaciones ancestrales de la especie y el dominio feudal fundado en el
linaje de la sangre. Como Julio Verne, Stoker fue un positivista integral que
creyó en el triunfo histórico de la razón sobre la sinrazón, la victoria aplastante
de la ciencia y el progreso sobre la superstición, la ligazón servil y la
veneración folclórica, la instauración de la modernidad (capitalista, burguesa y
cristiana) sobre el régimen parasitario de los grandes señores de tierras
estériles y castillos en ruinas.
Tomándose todas las licencias históricas y
artísticas que consideró necesarias (véase cualquier edición anotada para
comprobarlo), Stoker perpetró, como creador genuino, una obra maestra que
sobrevivirá, al escritor y a su infausta criatura, muchos siglos más.
La primera obra
maestra de la literatura pop, como escribió Cabrera Infante.
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