miércoles, 28 de octubre de 2020

CARNE MEDIÁTICA


[Iván Gómez, Videodrome, Shangrila, 2020, págs. 212]

            Con el paisaje del mundo global infectado por la covid, el cine kafkiano de David Cronenberg alcanza una actualidad intempestiva. Como si ahora sus películas de los años setenta y ochenta hallaran un marco de comprensión mucho más literal y realista y abandonaran su condición, hermética para muchos, de grandes metáforas sobre la existencia humana bajo el capitalismo tecno-científico. Como dijo Fredric Jameson en “La estética geopolítica” (1992), la inteligente estrategia de Cronenberg para infiltrarse en el mundo posmoderno, al que describía como un cartógrafo visual de sus entresijos públicos y privados, fue escapar de los signos de la alta cultura y el arte prestigioso. De ese modo, como productos provenientes de los márgenes de la cultura audiovisual, sus propuestas lograron conquistar el imaginario de la época y convertirse en documentos que nos hablan del presente histórico y el futuro especulativo sin apenas diferenciarlos.

El interés del ensayo de Iván Gómez, teórico de la era digital, radica en colocar en el foco de su análisis un artefacto tan complejo y enigmático como el “Videodrome” (1982) de Cronenberg, una de sus obras emblemáticas, y abordarlo desde múltiples perspectivas mediante un discurso transversal que incorpora las exégesis del cuerpo posmoderno, la interpretación mcluhiana del medio televisivo, el ideario computacional del transhumanismo, las ciencias cognitivas y la neurobiología, sin desdeñar el análisis fílmico y los estudios culturales. Como una criatura mutante digna de su creador, “Videodrome” sale con vida renovada del experimento, como si la autopsia a la que se ve sometido incrementara su fuerza artística, en lugar de disminuirla, hasta producir un nuevo ser: un texto frankensteniano compuesto de partes que funcionan como un cuerpo revigorizado.

            Cronenberg es el cineasta que más ha indagado en las pulsiones freudianas de vida y muerte y el extraño deseo, inscrito en la carne, de gozar de la vida hasta el exceso. En su cine el deseo se vuelve masa monstruosa, carne tecnológica y tecnología cárnica, como modo de trascender los límites impuestos al cuerpo por el orden social y los dispositivos de control de la biopolítica (como “el sex-appeal de lo inorgánico” definido por Mario Perniola en el tratado homónimo). No hay, sin embargo, director menos utópico y más inmanente. Es en “Videodrome”, precisamente, donde se confiere un designio mediático a estos originales planteamientos creando la noción de la “nueva carne” para referirse a la metamorfosis del cuerpo humano en simulacro televisivo, encarnación de una (in)mortalidad catódica.

“Videodrome” es, de todas las películas de Cronenberg, la que más claves atesora sobre el presente digital. Los síndromes que “Videodrome” escenifica en torno de la señal y la pantalla televisivas, la pornografía sadomasoquista, la tecnología óptica y el poder corporativo valen, con más razón, para los tiempos de internet, las redes sociales, los videojuegos, el porno expandido y los múltiples dispositivos tecnológicos. Si “Videodrome” era en los ochenta una respuesta creativa a los rigores de la era Reagan y el neoliberalismo emergente, hoy, en pleno período de digitalización y globalización del mundo, cuando el mercado neoliberal es la segunda piel de la realidad y el dominio corporativo es tan omnímodo como ineludible, “Videodrome” constituye una lúcida anticipación de la distopía contemporánea, comparable a novelas clásicas como “Nosotros” (1924) de Zamiatin, “Un mundo feliz” (1932) de Huxley o “1984” (1948) de Orwell. Por si fuera poco, sirvió de inspiración a David Foster Wallace en la fabulosa invención del cartucho de vídeo asesino y el film terminal de “La broma infinita” (1996).

Como concluye Gómez su estudio con acierto: “El futuro imaginado por Cronenberg nos aboca a un mundo siempre al borde del caos, regido por corporaciones que han ocupado el espacio de gobiernos y administraciones, con sujetos en constante redefinición y obligados a negociar su identidad por la presión de los medios de comunicación, la ciencia médica, la propia biología o la virtualización de la experiencia”. 

“Videodrome” es la imagen del mundo en que vivimos.

miércoles, 21 de octubre de 2020

SUMISIÓN


[Publicado ayer en medios de Vocento]

             Nadie te protege, no te engañes. Ni los poderes del Estado ni tus compañeros o vecinos. Como se te ocurra actuar con libertad, te cae la maldición. Rushdie la padeció en sus carnes. Y ahora este profesor francés, Samuel Paty, ha perdido literalmente la cabeza por usarla con lucidez para expresar sus opiniones en un aula escolar. Una clase donde estudiantes musulmanes escuchaban con odio el discurso democrático que salía de su boca. Lo denunciaron a sus padres y, como pasa cuando la tribu teocrática dicta la sentencia de muerte, apareció enseguida el carnicero para ejecutarla con la crueldad de que son capaces los sectarios del dios único. Los enemigos de la libertad de pensamiento. Y la corrección política, sin embargo, predomina en los mensajes oficiales de condena del atentado. Es un acto de extremismo radical, tuitean los tibios para no ofender. No dirán más por cobardía. Típico de una época mojigata.
         Este crimen se comete por causa de una religión intolerante y la comunidad que la profesa como agresiva seña de identidad. No valen ahora argumentos atenuantes sobre la difícil condición del inmigrante. Hace tiempo que ciertos cenáculos intelectuales perdieron la orientación y comenzaron a culpar a su propia cultura, laica, ilustrada, liberal, y a disculpar las aberraciones ajenas. Ese complejo multicultural está haciendo mucho daño político y hará pronto insoportable la convivencia social. Espero que los docentes tomen buena nota de lo acontecido y conviertan las clases en insolente expresión de libertad en contra de los verdugos. La armonía de las tres culturas del libro es un mito progre. Esas tres religiones son las que más sangre derramaron en la historia, antes del nazismo y el estalinismo, en nombre de su dichoso texto sagrado. Ahora que está bajo control el potencial destructivo de cristianos y judíos, solo el islam invoca aún la guerra santa como exterminio del descreído.
           Escribo desde la indignación y la rabia, desde luego, y las echo a faltar en lo que otros están diciendo y en la reacción sentimental de siempre. Ganan el estupor y el miedo colectivos. El miedo al dedo acusador de la corrección política y al cuchillo sanguinario de los yihadistas. El gesto crítico te podría costar la cabeza, te dicen los que te quieren para refrenarte. Para qué sirve una cabeza, digo yo, si no se mantiene erguida contra los enemigos de la inteligencia. Estos fanáticos, amenazando con decapitarnos, solo pretenden que agachemos la cabeza en señal de sumisión.

jueves, 15 de octubre de 2020

CIBORGIANO


     [Germán Sierra, El artefacto, De Conatus Publicaciones, págs. 94] 

Germán Sierra es un excéntrico personaje. Un cruce exitoso de neurocientífico y escritor, un híbrido perfecto de ambas vocaciones obtenido en ese laboratorio formidable que es el proyecto de tener una vida propia al margen de gustos masivos y tendencias mayoritarias. Sierra es autor de cuatro novelas (El espacio aparentemente perdido, La felicidad no da el dinero, Efectos secundarios, Intente usar otras palabras y Standards) y un libro de relatos (Alto voltaje) que lo colocan en la vanguardia de los narradores de nuestro presente y también de nuestro futuro.

El mundo es una máquina de ficción. Y Sierra conoce sus mecanismos. Publicidad, cine, moda, televisión, fotografía, música, internet. Sí, todo eso y mucho más. Las fantasías, los sueños, los deseos. Imágenes, historias, fantasmas, sensaciones, espectáculos, relatos. Eso es el mundo. Eso ha sido siempre y eso es ahora, más que nunca, antes y después de la pandemia, cuando la tecnología más sofisticada y las pantallas ubicuas suministran a los usuarios multitud de imágenes del mundo en un flujo incesante, monótono, repetitivo. En obras anteriores, la combinación de mirada científica y experimentación literaria servía a Sierra para mostrar la fascinación del neocórtex cerebral por el azar, el devenir y la incertidumbre como procesos de un mundo en mutación radical. El mundo, como el cerebro, se compone de redes, de nodos neurológicos, de puntos interconectados que no solo intercambian información, sino que la transforman, transformándose a su vez en núcleos narrativos que expanden la red con nuevos contenidos.

En esta nueva novela, escrita originalmente en inglés, Sierra sintetiza sus modos de dicción y de ficción para registrar la génesis de un extraño pliegue deleuziano instalado en la frontera entre la realidad biológica del cerebro humano y el dominio cibernético de los circuitos y algoritmos de una máquina diferente, un híbrido milagroso de tejido celular y corteza computacional. Una máquina singular que, en correlación con el cerebro que la ha generado, no aspira ni a la inteligencia ni a la divinidad absoluta. Una máquina poética, un “artefacto”, como la novela misma.

Los componentes de ficción y los compuestos de tecnología producen en esta novela una amalgama estilística como este pasaje donde poesía y ciencia se acoplan con insólita belleza: “la vida no es, a fin de cuentas, casi nada, solo un pequeño remolino en un Universo maravillosamente inorgánico; un vórtice diminuto, un estremecimiento microscópico en una mota de polvo quemada por las estrellas y arrastrada por el gran grito”.

Por desgracia, en un contexto cultural tan tecnológico como el presente, no abunda la ficción cibernética, la ficción que aborda las cuestiones esenciales sobre las relaciones entre la computación de la información y la realidad, los procesos cognitivos en el cerebro biológico y en las redes neuronales de fabricación artificial. Esta curiosa omisión se debe, sin duda, a la actitud de la mayoría de los lectores que, como los peces, prefieren seguir nadando en el agua sucia sin pensar mucho en la composición de esta.

Este brillante texto de Sierra, en su textura verbal, en su combinación del lenguaje de la ciencia y las metáforas más audaces de la literatura, con ciertos ecos del ciberpunk, no demasiados, y ciertos deslices en el ensayismo especializado y la comunicación científica de nociones experimentales, transmite al lector una cartografía abstracta de las líneas y relieves del mundo contemporáneo en toda su vastedad ciborgiana, esto es, cibernética y borgiana a partes iguales. El sujeto protagonista es, precisamente, un ciborg, un individuo que pierde un brazo orgánico tras un accidente de automóvil causado por un dron y le implantan una prótesis inteligente que lo pone en conexión íntima con el mundo cibernético, primera transición en el complejo devenir de la trama.

            Esto supone el principio del fin de lo humano y el comienzo de algo nuevo que no sabemos nombrar aún. Ese instante creativo, descrito por Deleuze, en que las fuerzas humanas se alían con otras fuerzas (las partículas, el cosmos, el silicio, etc.) y dan lugar a una nueva forma, que ya no es humana ni biológica, en el sentido clásico, pero tampoco puramente artificial.

jueves, 8 de octubre de 2020

TRAPACERÍAS


[Publicado en medios de Vocento el martes 6 de octubre]

 Cuando se gobierna a fuerza de trapacerías se consigue esto. Este caos y esta tristeza. Un país agostado por un virus que produce más incompetencia que muerte. Una infección que agrava la hostilidad entre partidos y gobiernos. Una pandemia que acaba atacando a los que la niegan. Este virus parece concebido para dejar a todo el mundo en evidencia. La derecha y la izquierda, el poder central y el autonómico, los ecologistas y los negacionistas, los papanatas y los fanáticos, los voceros y los taimados. A todos retrata con crudeza, de todos se mofa sin piedad, a todos desnuda de máscaras y adornos. Quien lo haya diseñado es un estratega diabólico, un genio socarrón.
        Ni me pregunto ya si el primigenio transmisor tenía los ojos rasgados o la panza desgarrada. El origen del mal es menos intrigante que las secuelas de su irrupción en el escenario mundial. Todo mandatario solo aspira ahora a explotar el pánico de la pandemia en su provecho y así perpetuarse en el poder. El marketing político es clave para lograr ese objetivo. En medio andan los ingenuos votantes que ya no tienen a dónde mirar sin sentir bochorno ético. Al grito de pandemia y cierra España, nos quieren confinar otra vez por causas inexplicables. Restringir la libertad invocando cómputos abstrusos. El coronavirus no puede ser la coartada perfecta para todo. Esa gestión abusiva generará reacciones imprevistas. Esto no es un juego. No todo vale en nombre de los intereses de unos cuantos. El capitalismo prospera en el desastre como la ambición de algunos gobernantes oportunistas.
        En esta situación, las elecciones americanas, gane quien gane, confirman los peores augurios. Dos candidatos disputándose con desmaño senil una presidencia desprestigiada por los desmanes y amaños de la campaña electoral dan una pésima imagen del país. La política del mal menor ya no sirve con Trump postrado en un hospital militar con síntomas inciertos. Al energúmeno Trump lo noquea el virus que negó hasta la ceguera patológica mientras al robótico Biden los chutes vigorizantes y el pinganillo dialéctico le mantienen las constantes vitales. Cuentan que el virus se infiltró como un intruso indeseable en la Casa Blanca hace dos semanas. El nexo entre la reelección de Trump y la expansión global del coronavirus es tan íntimo como el de una madre de alquiler y su feto. La infección de Trump podría ser otra argucia electoral para no abandonar la presidencia. Todo es posible bajo el nefasto imperio de la covid y la mascarilla totalitaria.