Como estaba previsto, Nanni Moretti se ha comportado presidiendo el jurado de Cannes como un pontífice caprichoso y narcisista, imponiendo durante la depresiva ceremonia de clausura un reino de mediocridad ética y estética en una selección oficial que ya dejaba bastante que desear. Como no podía ser de otro modo, ese reino de infecciosa insignificancia es consonante con los valores más mediocres, signos de una grave bancarrota ideológica, que proliferan hoy en el mundo cultural europeo: el gregarismo, la tibieza, el conformismo, el consenso de baja definición, la corrección política, la condescendencia y la demagogia, el humanitarismo, la cursilería, el academicismo y, el peor de todos porque es el efecto colateral del dominio de todos estos, el tedio, sí, el tedio o el aburrimiento. Un cine de y para asistentes sociales, que es en lo que acabaremos convertidos todos los ciudadanos de las sociedades occidentales si alguna catástrofe (un desastre real que nos convierta por una vez en verdaderas víctimas y no en lacrimógenos testigos del mal ajeno) no lo remedia pronto. Moretti, cineasta que respeto hasta cierto punto pero cinéfilo que detesto sin concesiones, se ha sumado con su actitud prepotente al coro transnacional de idiotas que han denigrado la película de David Cronenberg Cosmópolis basada en la espléndida novela de DeLillo (la estimulante rueda de prensa, donde Cronenberg y DeLillo se sientan codo con codo a defender la propuesta de la película, puede verse aquí). Cosmópolis es una de las pocas películas de toda la selección que, en la situación crítica presente, se atrevía a enfrentarse cara a cara con el mal contemporáneo: el capitalismo dominante y sus secuelas nefastas y secuaces abyectos en todos los niveles. Ponerle pegas morales o estéticas a su discurso, como habrá hecho en privado el bueno de Nanni para enmascarar de nobleza y buenas intenciones su falso gesto de repulsa humanista, en pro de artefactos biempensantes y académicos como los de Haneke, Mungiu, Garrone y (¡horror!) Loach, me parece no solo un gesto de una inoportunidad vergonzosa sino de una ramplonería de miras indigna de un festival de esta categoría. Solo obras artísticas de esta clase polémica y provocativa pueden decir la verdad, sí, la verdad, aunque sea sesgada, o parcial, o plagada de errores y de confusión, de excesos y defectos. No importa, no es el momento de volverse puntillosos, no están los tiempos para perderlos poniendo objeciones a los que se arriesgan y se atreven sin miedo donde otros, por conformismo o cobardía, van sobre seguro y solo saben pulsar los nervios consensuados de antemano. La verdad es oscura y perturbadora y no el radiante anuncio publicitario de una ONG financiada por la generosidad del estado o algún multimillonario filántropo. La verdad hiere nuestras más profundas convicciones y creencias y no estos productos anestésicos de un humanismo subvencionado, huero y estéril como el promovido por el beato Moretti y su troupe de turiferarios (patéticos Gautier, McGregor, Arnold, Kruger y demás cómplices del yerro fenomenal). Los siniestros potentados que han sumido al mundo en la actual depresión se ríen a carcajadas de cromos melifluos y emotivos como los recompensados por su santidad Moretti, con los que se nutre de buenos sentimientos y mala conciencia a la desorientada ciudadanía para entontecerla y someterla aún más…
Así que, para desagraviar en lo posible a DeLillo y, de paso, a Cronenberg, recupero lo que escribí en Quimera sobre la novela del primero en el momento de su aparición y que bien puede servir de presentación, a pesar de los cambios esenciales introducidos por el cineasta, de la única película que en este momento me excita ver (por fortuna, en menos de tres semanas podré satisfacer ese deseo en París, donde ya se ha estrenado).
UNA VIDA DEMASIADO CONTEMPORÁNEA
Desde las páginas de Millenium People, la nueva novela de James Ballard, nos asalta este comentario provocativo: “El ataque al World Trade Center en 2001 fue un valeroso intento de liberar a América del siglo XX”. Un designio análogo se ha propuesto Don DeLillo en Cosmópolis (Seix-Barral, trad.: Miguel Martínez-Lage, 2003), partiendo de la convicción de que vivimos hoy en las ruinas del futuro y “la narrativa del mundo se halla en manos de terroristas”. Y precisamente a la extracción de las consecuencias literarias derivadas de esta afirmación programática ha consagrado el acto terrorista de escribir una novela que consuma la filosofía narrativa subyacente a sus otras obras: “la destrucción forzosa” como principio vital que comparten, acaso sin saberlo, la experimentación capitalista, el terrorismo y, por qué no, la creación artística menos complaciente. De ahí también, quizá, la estupefacción, la repulsa y hasta el menosprecio que ha suscitado en ciertos críticos, reacios a percibir la vuelta de tuerca circense a que DeLillo ha sometido sus materiales habituales. En todo caso, lo que nadie podrá negar es que esta desafiante novela confirma de nuevo, aunque la academia sueca siga ignorándolo por razones espurias, la maestría suprema del novelista italo-americano al hacer legible la cacofonía primordial del caos contemporáneo (“su irrenunciable compromiso con los desafíos culturales y tecnológicos de nuestros días”, según Germán Sierra).
El gran aparato narrativo de DeLillo se soporta esta vez sobre tres pivotes centrales: el diseño irónico y alegórico de los personajes y la trama, el tratamiento cuántico del tiempo y el espacio, y la integración determinante de la tecnología en los dispositivos de la narración. Es sabido que DeLillo ha perfilado con los años una pragmática singular del personaje narrativo, una estética warholiana de la identidad como gran superficie desafectada y lisa, ligada a la lógica cultural del capitalismo tardío, esto es: los flujos del capital financiero globalizado y la información, la digitalización de lo real, la fugacidad de las modas y el consumo, el espectáculo masificado y las ficciones corporativas de la publicidad.
El protagonista absoluto de este accidentado viaje en limusina al fin de la noche artificial americana es Eric Michael Packer: un excéntrico millonario de diseño, un artista de las finanzas que vive instalado en el futuro, la personificación hiperbólica de todo lo que el sistema exhibe de seductor y estúpido, mezquino y fascinante, radiante y miserable, erótico y cínico, inteligente y patológico, admirable y repugnante, excesivo y mediocre, etc. A su alrededor, la trama unificada de la novela congrega un elenco de afanosos secundarios que lo restituyen al presente o al pasado: el jefe de seguridad, el chófer desfigurado, la directora financiera, el médico adjunto, el analista de divisas, la experta en teoría, la amante galerista, la guardaespaldas y también amante, el peluquero de la infancia, y, sobre todo, la esposa, Elise Schfrin, hija de familia millonaria y poeta, que no tiene nada, excepto dinero y clase, de lo que Packer pueda desear. De hecho, uno de los recursos vertebrales de esta novela tragicómica lo constituye la serie de encuentros y desencuentros de la dudosa pareja, cada uno más esquivo e inútil que el anterior, en los que Packer comprueba en vivo la triste condena de los parias de la tierra: el dinero no es el talento, ni la belleza, ni la sensualidad, ni el amor, pero vale por todos ellos, aunque no pueda comprarlos. Desde La fiesta de Gerald de Robert Coover (o, si se prefiere, desde su amarga revisión en John´s Wife) no se había vuelto a deconstruir con tanto humor e inteligencia la célula madre del desmadre matriarcal americano: la preservación de la atadura monógama en un entorno permanente de aventuras adulterinas. La imposible unión final de los esposos, cuando Packer y Elise se reencuentran totalmente desnudos y postrados, actuando como extras improvisados en medio de una multitud anónima de cuerpos igualmente desnudos y amontonados durante el rodaje de la última escena de una película de argumento desconocido que se ha quedado sin presupuesto, y acaban haciendo el amor desesperadamente contra una pared antes de despedirse para siempre, es uno de los momentos novelísticos más logrados de toda la obra de DeLillo (y uno que no habría escrito en ningún caso el autor de American Psycho, novela que algunos han querido emparentar en vano con ésta).
Pero el riesgo artístico que ha corrido DeLillo al escribir esta fábula posmoderna afecta principalmente a la instancia narrativa. La extrañeza procede, en este caso, de la conflictiva concepción del tiempo que la sustenta, el choque de temporalidades discordantes dentro del mismo sistema (“necesitamos una nueva teoría del tiempo”, anuncia la experta en teoría). La cronología cosmopolita, dislocada y repetitiva, la determina el hecho de que el capital nunca duerme ni descansa y el futuro se adelanta a su verificable advenimiento (de ahí los numerosos nombres y objetos percibidos por Packer como desfasados). Una temporalidad urbana sobrecargada de acontecimientos, por tanto, donde la novedad aparece institucionalizada y la idea de cambio constante se apodera del funcionamiento general sin introducir, al mismo tiempo, ninguna verdadera transformación. Así, Cosmópolis se constituye en un mundo espaciotemporal complejo que la limusina y su ocupante principal atraviesan, de la mañana a la noche, en una sola jornada alegórica, en estado de trance hipnótico, casi visionario. En gran parte de la novela Packer se comporta como un espectador partícipe de un circuito de imágenes que aglutina los recuerdos, las fantasías, las vivencias y las visiones en un tiempo espacializado y cristalino (el sistema de cámaras y monitores instalado en la mónada de la limusina convierten a Packer en un telespectador omnímodo de su entorno íntimo y del mundo exterior).
La maliciosa sabiduría de DeLillo como novelista de costumbres se demuestra, sin embargo, en la intuición del paradójico deseo de extinción que acaba contagiando a los privilegiados agentes del sistema en su trato promiscuo con el capital (el sangriento asesinato de un colega visto una y otra vez en televisión sería una de las muestras anecdóticas de esa obsesión autodestructiva). Y esta misma es la lógica catastrófica que trama la deriva suicida de Packer y lo conduce a encontrarse, no por azar, con el resentido personaje de Richard Sheets (o Benno Levin, su seudónimo como escritor extremista de un equivalente actual de las Notas del subsuelo: “Quiero escribir diez mil páginas que paren en seco al mundo”), un vengativo empleado de su empresa despedido por ineficiente y refugiado ahora en un edificio ruinoso y abandonado (y es en las delirantes escenas de este duelo dostoievskiano entre Packer y Sheets donde Cosmópolis, imprevisiblemente, acierta a formular una alternativa axiomática al nihilismo de diseño de El club de la lucha). En otro nivel de análisis, sin embargo, la gran interrogación política que DeLillo parece proponer al lector de esta descripción paroxística de tópicos contemporáneos es por qué la perversión del sistema consigue extraer toda su fuerza efectiva de ese mismo anhelo de autodestrucción; o bien: cómo entender que la misma desmesura y violencia que lo alimentan a diario son las que podrían aniquilarlo de una vez por todas.
Por esta razón, es en la manipulación creativa de la tecnología en su conexión con la muerte donde DeLillo alcanza un virtuosismo inigualable. Más allá de la omnipresencia de sofisticados gadgets y aparatos electrónicos de todo tipo, la invención suprema de la novela radica en el momento del tránsito de Packer, narrado a través de una ingeniosa prolepsis: estratagema retórica con la que la narración se impone sobre la ficción para señalar esa muerte individual y transformarla en utópica cancelación del sistema. Es más que irónico que Packer contemple la escena anticipada de su asesinato a través de la esfera de su reloj de pulsera reconvertido ahora en una minúscula pantalla donde el tiempo se ha terminado y sólo se proyectan imágenes fragmentarias de las postrimerías. Tiempo muerto en estado puro, un futuro vacante tras la detonación liberadora.