lunes, 27 de agosto de 2018

V. NABOKOV (1): LOLITA INMORTAL


[Vladimir Nabokov, Lolita, Anagrama, trad.: Francesc Roca, 2018, págs. 389]

A pesar de las dos Alicias, a pesar de Peter Pan, a pesar de todos los pesares pedófilos y la pederastia galopante, Lolita es el mito genuino de la era neovictoriana y la cultura infantilizada…

Abandonemos todos los prejuicios. Actuales o antiguos. Si no, es imposible hablar hoy de “Lolita”, una obra fabricada por su autor con género delicado o escandaloso y supremo virtuosismo artístico. Este agosto se cumplen los sesenta años de la primera y exitosa edición norteamericana (solo tres años posterior a la editio princeps parisina), durante el llamado “verano de Lolita”, de la novela magistral que cambió para siempre la visión de la infancia y el abuso infantil que tenían los adultos.
Todo escritor inventa un objeto de deseo para poder escribir la obra que consuma su relación. Este personaje imaginario, una suerte de fantasma afrodisíaco, es el que lo guía como una obsesión a lo largo de las distintas estaciones del proceso creativo. Si Dante y Petrarca eligieron a sendas niñas (Beatriz y Laura) como pretexto amoroso para elaborar obras fundacionales como la “Divina Comedia” y el “Cancionero”, Nabokov asumió, en un doble juego especular, la máscara romántica de Humbert Humbert, pedante pedófilo y narrador nada fiable, para plantearse la verdadera ecuación estética y sexual que inquietaba a su cerebro. Nabokov tradujo al ruso la “Alicia” de Carroll con tanto amor, hacia la literatura que contenía y la lengua en que estaba escrita, que acabó escribiendo “Lolita” para desentrañar el misterio freudiano de ese amor excepcional: el amor de la niña maravillosa y la inteligencia andrógina cifrado en los jeroglíficos ingleses del texto carrolliano. Y se le ocurrió escribir este libro memorable que palpitaba en su cabeza desde hacía años (desde los tiempos de sus devaneos equívocos con algunas alumnas especiales del Wellesley College) para albergar esta idea delirante: qué pasaría en el mundo si el “Sombrerero Loco” (encubriéndose bajo la máscara psíquica de Poe) cortejara y sedujera a la juguetona Alicia con el consentimiento inicial de la niña impúber.
“Lolita” no es, por tanto, la historia de amor de un adulto y una niña, ese horror derivado de la necesidad patriarcal de controlar la virginidad y la reproducción, sino la historia de toda una corriente artística de una cultura como la occidental tan fascinada con la inocencia como con la experiencia, tan sublime e idealista como realista y pragmática. Nabokov, un escritor demasiado inteligente para su tiempo y quizá también para el nuestro, antepuso a la narración central de los amoríos transgresores del poeta y profesor emigrado Humbert Humbert y la nínfula Dolores Haze un prólogo tranquilizador, firmado por un apócrifo doctor en Filosofía (John Ray, JR.), donde informaba sobre todo lo que necesitaba saber el lector desde el principio para emprender una lectura sin riesgos y establecer los fundamentos del peligroso juego literario (“Un juego de placer como el sexo y casi tan vital. Un juego mental como el ajedrez y casi tan letal”, como escribía Cabrera Infante celebrando el vigésimo aniversario de la “Lolita” de Kubrick). Todos los protagonistas de la tragedia están muertos, así que la truculenta representación carece de consecuencias reales. John Ray, el prologuista fariseo y falsario, es la máscara performativa con que Nabokov se coloca del lado de la ley y la moralidad vigentes para contar después su polémica historia con total libertad e impunidad, situándose en una perspectiva narrativa más allá del bien y del mal, el único lugar posible para la literatura de ficción, digan lo que digan los moralistas (vetustos o mileniales).
Con ironía infinita, el narrador nos advierte, desde el primer capítulo, que “siempre puede uno contar con un asesino para una prosa elegante”. Nabokov anuncia así un programa novelesco donde el demente Humbert Humbert tendrá licencia literaria para cometer todos los crímenes que la prosa permite, abusando de la retórica y el ingenio, los maliciosos juegos de palabras y los plagios descarados, las parodias bufonescas y los acertijos narrativos, antes de morir encarcelado por el asesinato de su doble mental, el famoso dramaturgo Clare Quilty, que le roba a Lolita para prostituirla después en su rancho bohemio y de quien ella, sin embargo, está perdidamente enamorada. Así que “Lolita” es también un perverso inventario de los abusos verbales del tándem Nabokov-Humbert con la promiscua lengua de Shakespeare. A esto aluden las líneas finales al hablar del refugio y la inmortalidad del arte.
Otro aspecto fascinante de la novela es su descripción hiperrealista del paisaje americano de la época: el primer trampantojo pop de la América de la sociedad de consumo escrito por un representante elitista de la decrépita alta cultura europea. Esta dimensión estética transforma “Lolita”, como ratifica la espléndida película de Kubrick, con brillante guion del escritor, en la crónica del final de la dependencia de Estados Unidos respecto de la cultura europea y el comienzo de la fascinación de los europeos por la vulgaridad comercial y vitalidad filistea de la cultura de masas americana, de la que la nínfula Lolita (“minibovary en minifalda o bañador”, como la describe Julián Ríos), consumidora activa de sus productos más banales, y la novela “Lolita”, éxito masivo e icono mediático, son hitos y mitos inmortales.

viernes, 24 de agosto de 2018

MENOS PELÍCULAS



[Publicado en medios de Vocento el martes 14 de agosto]

Como las películas del verano no son gran cosa, más vale fijarse en otras películas que nos asaltan desde la pantalla de la realidad. Nos guste o no, la “uberización” del mundo es un fenómeno imparable y la violencia de los taxistas apenas si puede frenarla. Este nuevo mundo de relaciones necesita nuevas regulaciones acordes. Mientras tanto seguiremos prisioneros de políticas anticuadas. La doble condición de lotero y taxista de uno de sus líderes más agresivos me recuerda el pacto laboral del franquismo con las clases populares. Lotero y taxista es un título nobiliario digno de ese populismo franquista que Azcona y Berlanga no se cansaron de denunciar con humor negro. No falsifiquemos nuestro pasado menos ilustre y así, cuando el cadáver de Franco sea desahuciado de Cuelgamuros, podremos comenzar a mirar al futuro sin avergonzarnos.
Otra película de terror actual es la inmigración. La Europa de los mercaderes se blinda contra la invasión africana y España pretende combatir, aliándose con Francia y Alemania, la xenofobia de otros socios privilegiados del club. No sé qué bando ganará, pero los que pierden a diario son toda esa gente desesperada que en cuanto posa un pie en una playa andaluza sueña con un paraíso de derechos y riquezas que no existe ni para los nativos. Muchas almas generosas se desgarran por el drama humano de la inmigración, pero pocos se preguntan por qué la Europa tecnócrata no evita el expolio que está destruyendo el continente donde nacieron nuestros primeros ancestros. Europa no supo detener la masacre bosnia y no sabe gestionar la catástrofe africana en su origen. Cuando hombres, mujeres y niños cruzan las fronteras pidiendo asilo no se convierten en un problema por querer disputarnos nuestros privilegios, como dicen los políticos más desalmados. Los inmigrantes ilegales son un problema porque nos recuerdan nuestra responsabilidad en el desastre en que vive sumida hoy la población africana.
            Estoy harto de películas biempensantes. Este país padece un mamoneo insostenible y los inmigrantes ni se lo imaginan. Tener o no tener un grado o un doctorado es tan irrelevante, en el fondo, que mucha gente lo obtiene por enchufismo. Pero quien lo obtiene por medios legales tiene serios motivos para sentirse engañado frente a quienes lo adquieren por la cara o el carné, como los puestos y los cargos asociados. Me da igual la afiliación, pasa en todos los partidos. Y en la universidad pública y en instituciones de cuyo nombre prefiero ni acordarme. Apenas hay diferencias en esto de la corrupción y prevaricación sistémicas, aunque parezca haberlas en otros asuntos, como la inmigración. Y así nos va en el contexto global.  Como no cambiemos, el exigente porvenir nos pondrá en muy mal sitio. Conozco algunos remedios caseros. Más estudio, más méritos, más esfuerzo y, por favor, menos películas.

martes, 21 de agosto de 2018

EXTRAÑA VIDA



[Antonio Damasio, El extraño orden de las cosas (La vida, los sentimientos y la creación de las culturas), Destino, trad.: Joandomènec Ros, 2018, págs. 415]

El que escribe el código genera el valor.
-Eso ni siquiera se acerca a la verdad.
-Claro que sí. El valor reside en la vida y la vida está codificada, como el ADN.
-¿O sea, que las bacterias tienen valores?
-Claro. Todas las criaturas vivas quieren cosas y las persiguen. Desde los virus y las bacterias hasta nosotros.

-Kim Stanley Robinson, Nueva York 2140-

Una vez que hemos superado ese primer vínculo, puramente sentimental, y que lo profundizamos en todos los sentidos, constatamos que no es solo afectivo sino que significa la realidad misma, es decir, lo Inhumano. Querría hacerle comprender que la vida no es algo enteramente asimilable a las diversas facultades de comprensión del hombre, y que los valores éticos o estéticos que le atribuimos no pertenecen a todas esas formas y, por consiguiente, aún menos a la Vida en Sí.

-Raymond Queneau, Saint Glinglin (mi traducción)-


       Debemos repensar la vida. Se nos han proporcionado en la historia demasiadas creencias, mitos, razonamientos y dogmas sobre los orígenes y sentido de aquella, por parte de religiones y filosofías, como para que debamos aceptar sin discusión en el nuevo siglo las ficciones y tesis sustentadas por estos discursos infundados. A esta ardua tarea de pensamiento desmitificador dedica su esfuerzo un brillante neurocientífico como Antonio Damasio. Con proverbial modestia, el mismo Damasio reconoce en la conclusión de este magnífico libro que carecemos de una teoría fiable que explique el sentido último de las cosas y muchos de sus análisis podrían ser refutados en los próximos años cuando conozcamos con mayor exactitud los verdaderos mecanismos de la realidad.
Conviene empezar por aquí para celebrar la magnitud del gesto que da origen a este libro, un ejemplo de la mejor ciencia actual, la que se practica sin olvidar la integridad de lo que significa ser humano y pertenecer a una especie que se ha organizado en culturas y civilizaciones para canalizar durante siglos los valores que le han permitido sobrevivir y prosperar en un contexto natural de lucha y depredación incesantes. Las cifras son tremendas. El universo comenzó con una gigantesca explosión hace unos 13.000 millones de años. Un episodio menor de esa deflagración descomunal fue la posterior formación del planeta Tierra hace 4.600 millones de años y el surgimiento de formas de vida simples hace 3.800 millones de años. Si tenemos en cuenta que la aparición de los primitivos homínidos se remonta a 2 millones de años y la irrupción del “Homo sapiens” tuvo lugar hace solo 400.000 años, el primer vértigo que nos asalta es el de la insignificancia del tiempo, en comparación, que sus tumultuosos descendientes llevamos pisando el suelo del planeta y alterando su clima con nuestras nocivas acciones.
La modestia de Damasio se revela justificada cuando describe, sin inmutarse, la doble génesis cognitiva del libro. Por un lado, cómo algunas especies de insectos desarrollaron hace 100 millones de años “comportamientos, prácticas e instrumentos sociales que pueden calificarse como culturales cuando los comparamos con los equivalentes sociales humanos”. Y, por otro, cómo varios miles de millones de años atrás organismos unicelulares como las bacterias “también exhibían comportamientos sociales” comparables con los humanos. Este es “el extraño orden de las cosas” con el que Damasio estaría fundando, desde una perspectiva abierta, una nueva rama científica: la “biología de las culturas” que permite entender la singularidad de la revolución humana en los ciclos de complejidad creciente de la vida terrestre. La vida, como el ser de Parménides, Heráclito, Spinoza, Nietzsche o Heidegger, se concibe como un bucle paradójico: solo cambia o evoluciona para permanecer y perseverar.
Si la homeostasis es el principio básico, el patrón fundamental que pone límites a la expansión de las formas de vida, un mecanismo de control y corrección de excesos, como explica Damasio, eso no significa que la vida, en su propia exuberancia, no sea una lucha constante por desbordar esos límites e imponer su poder sobre otras especies o grupos. El intercambio, la conexión, el flujo definen los procesos vitales, así como el conflicto, la agresividad, la conquista. Y todo ello como subproducto de las complicadas relaciones entre el cerebro y el cuerpo, la mente consciente y el sistema digestivo. Los afectos, los sentimientos, las emociones son determinantes en las decisiones de la vida, en especies sin cerebro o en especies como la humana donde el cerebro es una instancia suprema de su evolución. Sentimientos y afectos, concluye Damasio, son los agentes instintivos que guían a la inteligencia neuronal en la construcción de las instituciones socioculturales y la fabricación de los utensilios, instrumentos y prótesis tecnológicas que definen a los humanos. El problema es que estos, pese a sus grandes logros, son una especie tan arrogante como peligrosa para sí misma y para las demás especies.
Un libro inagotable, repleto de ideas y datos fascinantes, que proporciona una visión total de la odisea de la vida en el único planeta conocido donde se despliega su extraña existencia.

viernes, 17 de agosto de 2018

DIOSES Y BOLARDOS


[Esta columna se publicó en medios de Vocento el 29 de agosto de 2017, días después de los atentados de Barcelona y Cambrils, y expresa mi opinión de aquel momento. Nada de lo que se ha sabido desde entonces, por desgracia, me ha hecho cambiar de opinión. Un año después…]

A Juan Goytisolo

Los atentados terroristas sirven para todo. Los topicazos políticos y la repulsa ciudadana envuelven el horror de los asesinatos en un velo inexpugnable. Al mismo tiempo, los análisis inteligentes se desatan y así tenemos acceso a verdades terribles que las mentes pensantes, aún existen, se las arreglan para difundir rompiendo la barrera del ruido mediático.
            Algunos políticos han demostrado estar más interesados en salvar el culo que en proteger a los ciudadanos. Yo entiendo que las políticas de integración fracasan y que demonizar al musulmán es una actitud inicua y peligrosa. Pero no hay un dios que comprenda la situación del Islam en Cataluña. De ahí el múltiple impacto de los atentados. Una sociedad plural y diversa, fundada en la integración pacífica y el rechazo a las ideas xenófobas, según recordaban sus líderes, cómo ha podido suscitar la violencia asesina de los que ponen la ley de Alá por encima de la vida humana. Esa cultura abierta no se explica la carnicería terrorista sin engañarse, confundiendo tolerancia y respeto con masoquismo y autoflagelación. No se puede sostener una visión ingenua del otro sin poner la otra mejilla. «No tenemos miedo», en catalán o en español, es un lema concebido para encubrir los errores ideológicos de quienes no quieren afrontar con realismo el odio islámico a las sociedades libres, donde todo lo que su religión defiende como sagrado no es considerado un dogma.
La comunidad musulmana de Ripoll debería preguntarse qué ha fallado, por qué no controla a los fanáticos que ponen en peligro con sus crímenes atroces la supuesta convivencia multicultural. Todavía no sabemos si el imán infiltrado predicaba la verdad del Islam en la mezquita, ante sus fieles, o en la cutre furgoneta donde adoctrinó a la camada negra de los niñatos salafistas. Solo faltaba el yihadista de acento cordobés proclamando por internet la reconquista de al-Ándalus para meter el dedo en la llaga de la educación pública.
Es hora también de preguntarse quién financia las mezquitas, máquinas de propaganda al servicio del fundamentalismo islámico. El colonialismo nos ha hecho ricos y culpables, desde luego, pero no somos los únicos responsables de que numerosos países mahometanos hayan retrocedido en los últimos decenios a una era medieval de pobreza tercermundista y guerra permanente. Los petrodólares que alimentan el combustible del terrorismo con valores teocráticos lo hacen con una impunidad que solo se justifica por cínicas razones económicas.
Una religión que no tolera ser criticada no puede proclamarse religión de paz sino credo totalitario. Díganlo Salman Rushdie y tantos otros perseguidos por imanes y ayatolás. Los demócratas tampoco podemos aceptar que, tras haber desacreditado el poder de nuestras religiones, tengamos ahora que soportar la sinrazón de los mitos coránicos.
Mientras haya dioses sedientos de sangre sueltos por las calles, necesitaremos algo más que bolardos para protegernos.

viernes, 10 de agosto de 2018

DISPOSITIVO NEGATIVO



[Giorgio Agamben, ¿Qué es un dispositivo?, Anagrama, trad.: Mercedes Ruvituso, págs. 67]

Por ello la derecha y la izquierda que hoy se alternan en la gestión del poder tienen muy poco que ver con el contexto político del que provienen los términos y designan simplemente los dos polos -aquel que apunta sin escrúpulos a la desubjetivación y aquel que en cambio querría encubrirla con la máscara hipócrita del buen ciudadano democrático- de la misma máquina gubernamental.

-G. Agamben-

Uno puede leer solo a Baudrillard, Žižek y Jameson para entender la deriva terminal del mundo globalizado. Pero nadie puede entender nada en los cambios políticos de las últimas décadas y su conexión con la totalidad de la historia y la cultura occidentales si no ha leído a Giorgio Agamben, el pensador italiano que ha opuesto una potencia intelectual insospechada al “pensamiento débil” de moda en decenios anteriores.
Agamben es, en efecto, “el filósofo más importante, leído y respetado de la Europa actual”, y, sobre todo, un continuador crítico de Walter Benjamin y Martin Heidegger (con lo que este acoplamiento de adversarios ideológicos supone de estimulante) tanto como de Michel Foucault y Guy Debord, entre otros, por lo que la impronta de su pensamiento podría caracterizarse apresuradamente como el perfecto relevo del postestructuralismo francés y la escuela de Francfort, al mismo tiempo, una alternativa geopolítica imprescindible al pensamiento anglosajón de Richard Rorty y otros.
Sin embargo, Agamben es un pensador exigente e intempestivo, de ideas o argumentos de imposible aceptación en un contexto comunicativo dominado por lo que denomina el “pensamiento espectacular”, esa amalgama tóxica de tópicos sesgados y eslóganes ramplones con la que los poderes mediáticos polucionan la conciencia colectiva de las democracias occidentales. En Agamben hallará el lector, por el contrario, una inteligencia que persigue la esperanza en la desesperación del presente, la lucidez en la oscuridad del pasado y la promesa del futuro en el compromiso con una comunidad imposible.
De entre todos sus libros, tratándose de un pensador de una coherencia asombrosa a pesar de la multiplicidad de campos en los que ejerce su sabiduría y penetración intelectiva, destacaría Estancias, La comunidad que viene y, muy especialmente, la ingente tetralogía Homo Sacer, el tratado filosófico que ha revolucionado el pensamiento político contemporáneo al analizar el funcionamiento del poder y la organización social a partir de paradigmas extremos como el “campo de concentración” o el “estado de excepción”. La categoría más recurrente de Agamben, tomada de Foucault, la constituye la “biopolítica”, esto es, la lucha de la vida y las formas de la vida contra el poder que trata de someterlas a sus fines por medios a menudo ilegítimos: “la historia de los hombres no es acaso otra cosa que el incesante cuerpo a cuerpo con los dispositivos que ellos mismos han producido –con el lenguaje en primer lugar”.
En este libro se reúnen tres textos de Agamben sobre cuestiones tan decisivas como la importancia de los dispositivos en la definición histórica de lo humano, los equívocos de la amistad masculina como fundamento filosófico o la genealogía teológica de la economía. Esto se da en un primer nivel, ya que el discurso de Agamben adopta también la estructura de un dispositivo complejo y procede a registrar brillantes instantáneas de su ideario mientras las conecta en un montaje elíptico e intangible que, en el fondo, ofrece un despliegue integral de su pensamiento.
En resumen: la idea del dispositivo que produce sujetos que pugnan por ser contra los límites definidos por el mismo dispositivo (tecnológico, legal o cultural) que les da origen le permite abrir la vía por donde se llega a la sustitución ilegítima de la política como práctica redentora de la realidad degradada por una política mediática de consenso (dominante en las democracias actuales) y la conversión de la gestión económica en infernal por su deseo de control infinito de la actividad humana. Agamben finaliza su alegato asumiendo el impostado papel de profeta laico con la predicción catastrófica de una ruina institucional inminente y globalizada.

lunes, 6 de agosto de 2018

INSECTOS Y BACTERIAS



[Publicado en medios de Vocento el martes 31 de julio]

     Hace un calor africano mientras escribo esto pensando en las bacterias que campan a sus anchas acelerando los procesos bochornosos de la vida. El verano es un tiempo idóneo para acordarse de ellas. La vida gira en círculos de complejidad creciente, desde hace 3.800 millones de años, y los humanos somos la última revolución de ese movimiento proliferante de la biología terrestre. Llevo una semana intrigado con el discurso provida de Pablo Casado. Para mitigar mi impaciencia, devoro el nuevo libro de Antonio Damasio: “El extraño orden de las cosas”.
No me molesta que la derecha sea derecha. Al contrario, detesto la indefinición ideológica y el pensamiento desleído. Me inquieta más que la izquierda no entienda cuál es hoy su papel y Sánchez no se atreva a cumplir sus promesas por miedo a poderes maléficos que podrían truncar su ambición de perpetuarse en el gobierno. Es bueno que la derecha se muestre como tal, católica, monárquica y nacionalista. El producto Casado es todo eso y mucho más. Cuanto más leo a Damasio, menos entiendo de qué habla el líder popular cuando habla de la vida con esa sonrisa de curilla fariseo. Su edad no le impide suscribir ideas que ya estaban muertas cuando nació. Casado quizá necesite cursar otro máster polémico para aprender que la vida no se reduce a la narrativa vaticana de la pareja reproductora, el feto sagrado y la familia nuclear. Y si no dispone de tiempo, que consulte al rey emérito, un vividor experto, con su alegre cohorte de Corinnas y sus paraísos fiscales o sexuales.
La vida del instinto básico es la de nuestras entrañables amigas las bacterias, que estuvieron aquí desde el principio y seguirán aquí cuando se haya extinguido cualquier otra forma de vida. O los insectos, que inventaron sistemas de organización social tan retorcidos como los nuestros y no se andan con tantos remilgos en cuestiones sexuales. La vida es evolución y cambio, exuberancia plástica y fuerza creativa, y no solo pasiones tristes, costumbres rancias y morales anticuadas. La vida brotó promiscua y libre en una charca de sopa primordial. Ahí surgieron las bacterias originarias. La existencia minúscula de esos organismos es un fenómeno tan extraño que los descubridores del ADN creyeron que su génesis era alienígena.
¿Qué es la vida?, esta es la pregunta retórica que formulan los científicos inteligentes como Damasio y los políticos conservadores como Casado pretenden contestar con valores reaccionarios. La vida es sentimiento y pensamiento, conciencia y sensación, fluye intensa por las células y nervios del cuerpo y conecta las neuronas del cerebro. Conviene pensar con cuidado, por tanto, qué vida queremos tener. Si la vida va a repetirse mil y una veces, como decía Nietzsche, más vale elegir bien. No le hagan caso a Casado y lean a Damasio.

miércoles, 1 de agosto de 2018

HUMOR PATAFÍSICO



[Alphonse Allais, La ciencia no respeta nada, La Fuga Ediciones, trad.: Laura Fólica, 2018, págs. 173]

Hace falta mucho sentido del humor para sobrevivir en este maldito mundo y nada mejor para cultivarlo con éxito que leer al gran Alphonse Allais (1854-1905), maestro de surrealistas y toda suerte de humoristas patafísicos del siglo XX.
Comienza uno leyendo esta estupenda antología de 37 textos de Allais y la ironía va in crescendo, como en un éxtasis sostenido de bromas, chistes y sarcasmos. Un análisis químico del agua bendita se convierte en una parábola irreverente sobre el conflicto entre ciencia y religión. Una alegre fiesta donde los invitados celebran un brindis por la inexistencia de Dios es interrumpida por la llegada inesperada de este, que se suma gustoso al festejo ateo. Un médico satisface los deseos de su esposa de unirse para siempre a su amante, acoplándolos como siameses platónicos. Una bala perdida hiere en la entrepierna a un soldado yanqui y acaba perforando y embarazando a una joven; etc.
Criado entre pócimas y recetas farmacéuticas y aficionado a la experimentación química, Allais tenía a la ciencia como objetivo predilecto de sus chanzas más corrosivas. En burlarse de las arrogantes ocurrencias de científicos e inventores, Allais solo tiene un igual: el Jonathan Swift de “Los viajes de Gulliver”. Pero la gravedad y amargura cristianas del gran satírico irlandés es aliviada en el escritor normando con guiños cómplices y una chispeante comprensión de la intrascendencia de la vida humana y sus fantasías de entretenimiento y ocupación.
Allais tampoco se queda atrás, fustigando la necedad y conformismo del ideario burgués finisecular, respecto de Flaubert, aunque este tenga un sentido trágico de la existencia del que el buen humor y el alma cómica de Allais huyen como de una enfermedad venérea. La religión, sus rituales y creencias absurdas, el matrimonio, pretexto para la infidelidad, y el patriotismo, como fanatismo del terruño, son también víctimas de sus pullas mordaces, pinchadas con agudeza como globos de fatuidad humana. La imaginación de Allais recurre con frecuencia a modalidades retóricas subversivas para revolucionar cualquier visión convencional de la realidad. Y es que Allais era tanto un humorista amoral como un hedonista libertario, un vividor excéntrico y un bromista cáustico.
Leyendo al influyente Allais se piensa en una tradición de literatura heterodoxa: los “cuentos jeroglíficos” de Horace Walpole, los “cuentos droláticos” de Balzac, el “espíritu” de Baudelaire, la estética nihilista de Lautréamont, la patafísica del Dr. Faustroll de Jarry, o en fabuladores truculentos como Ambrose Bierce (pienso en muchos de sus cuentos macabros y en esa obra extraordinaria muy poco conocida que es el Diccionario del Diablo) que hicieron del humor negro y el disparate y el capricho narrativos el fundamento de su ataque feroz al realismo decimonónico. Pero también en surrealistas canónicos como Breton, que lo reivindicó como precursor en su famosa antología, y en las juguetonas homofonías de Roussel y Duchamp. Y en español, donde el humor literario tiene mala prensa desde siempre, a pesar de Cervantes y Quevedo, solo cabe pensar en el gran maestre del humor del siglo XX, Cabrera Infante, que se tomó muy en serio a Allais, como este quería, y produjo una incontable serie de parodias y perversiones originales escritas a la manera de Allais en libros irrepetibles como “Tres tristes tigres”, “Exorcismo de esti(l)o” o “Puro humo”, donde Allais era citado como influencia disolvente (reproduciendo su relato “La pipa olvidada”, incluido aquí) e imitado con una delirante historieta circense.
Allais fue un maestro del ingenio irónico y la pirotecnia verbal, las paradojas de la lógica demente y la inteligencia crítica de la estupidez humana, como Lewis Carroll. Carroll, precisamente, definió así el principio comunicativo último, plagado de equívocos retruécanos y maliciosos malentendidos, de la literatura única de Allais: “la naturaleza humana está hecha de tal modo que todo lo que escribas seriamente es tomado como una broma, y todo lo que digas como una broma es tomado seriamente” (Silvia y Bruno). No se puede explicar mejor.