No podía
tardar en ocurrir. La sensación de irrealidad se apodera de nosotros a medida
que los días y los muertos se multiplican. Todo se vuelve una sombra del
pasado. La vida anterior nos parece ya un fantasma irreconocible. Es el precio
simbólico a pagar. No se toma la decisión de parar el mundo en vano. Este gesto
tiene consecuencias sobre una realidad basada en el movimiento y la
circulación, el flujo infinito. Este parón brutal invita de pronto a la gente a
pensar sobre lo que están viviendo y sobre la incertidumbre que les aguarda al
final de la noche. Que se preparen los responsables de la nefasta gestión.
Nada más
siniestro, en este contexto, que esos programas de televisión realizados desde
casa, con presentadores e invitados de lujo exhibiendo su encierro cotidiano.
Vuelven a la pantalla porque el vacío mediático es insoportable y el reclamo
publicitario también. Pero hasta el retorno forzoso resulta irónico. En ese
circo zombi de imágenes y conexiones domésticas se escenifica el fúnebre adiós
a lo que fuimos antes de la cuarentena. Hartos de los mensajes de los
ventrílocuos, cuánto echamos de menos a los intelectuales aguafiestas de
antaño. Todo el sistema pretende preservar la apariencia de continuidad más
allá del marasmo evidente. Y, sin embargo, la desconexión mental es tremenda.
Nadie olvida que detrás del grado cero del espectáculo televisivo late el
espantoso horror de hospitales y tanatorios.
Contadas
voces cuestionan, no obstante, cómo hemos llegado a esta situación terrorífica.
La sociedad del control total y la máxima seguridad no ha servido para prevenir
una catástrofe de este calibre global. Una de dos. O tenemos los peores
gobernantes de la historia, o esto del coronavirus es un gol que les ha colado
a todos los gobiernos un supervillano bromista y ecologista invocado por los
gritos de Greta Thunberg. Un megaterrorista planetario que ha lanzado un ataque
implacable contra el punto más débil del sistema. Los tiempos cambian, sí, y
nada será igual después, predicen los agoreros. El escenario es incierto. Como
si la historia se estuviera reseteando en plan diabólico para imponer el modelo
chino en todas partes. Y tragamos saliva para conjurar el miedo y la angustia
ante lo que se nos viene encima. Cuando acabe el recuento oficial de muertos,
quizá comprendamos que hemos vivido una nueva guerra mundial. Una guerra donde,
por primera vez, el enemigo somos nosotros mismos. Tenemos mucho que aprender
aún acerca del futuro.
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