[Groucho
Marx, Las cartas de Groucho,
Anagrama, trad.: Jos Oliver, 2014, págs. 341]
¿Qué es el humor? Una facultad intangible por la
que tomamos distancia o colocamos entre paréntesis todo lo que una cultura considera
importante o serio, evidenciando su impostura, su exageración o su peligro. El
humor va unido a la capacidad de reír, pero muchas veces el mejor humor no es
el que provoca el más estruendoso carrusel de carcajadas. Reírse de lo risible,
burlarse de lo ridículo y grotesco pueden ser formas de humor aceptables en
sociedad, pero más se agradece la risa y la burla de lo que pasa por intocable
y sagrado, la sonrisa o la carcajada que tienen como motivo principal los
valores y las visiones trascendentes de la vida.
Nada más divertido, en este sentido, que ver a
un cómico en acción fuera del lugar donde suele ejercer su dudosa profesión. Groucho
Marx representaba una tradición locuaz del humor judío aliada al humor verbal
inglés, plagado de retruécanos y calambures. Mientras su hermano Harpo rendía
tributo a Harpócrates, dios silente, mediante el humor gestual y la comicidad
activa, Groucho optó por la charlatanería productiva en el cine, la radio y la
televisión, desde luego, pero también en novelas y memorias y en estas
sugestivas epístolas, escritas a lo largo de más de treinta años, donde se
retrata como una personalidad inclasificable del mundo del espectáculo y un
hombre singular.
Sabíamos que Groucho, además de cómico desternillante,
dialoguista chistoso y actor deslenguado, era muchas otras cosas a la vez: un
amante sarnoso, como él mismo se tildaba, un devoto de la gozosa horizontalidad
de las camas, donde podía hacer todo lo que más le gustaba en la vida, leer y
escribir y recibir señoras y señoritas a cualquier hora del día y de la noche.
Y, sobre todo, un ironista feroz de la tontería propia y ajena. En muchas de
estas cartas se perfila un sentido cómico de la vida que uno estaría tentado de
elevar a ideario de conducta, si tal sacralización no supusiera un atentado
contra el espíritu del humor.
No hay humorista pletórico sin arranques de mal
humor. Las pretensiones intelectuales de la vanguardia teatral de Beckett,
Pinter y Genet exasperaban a Groucho y lograban extraerle la bilis filistea del
viejo hombre formado en el vodevil popular y el teatro de bulevar. Y la
televisión, para la que trabajó a destajo desde los años cincuenta, le parecía
un vil vodevil, un entretenimiento degradante, y le irritaba con su estupidez vulgar
y su compromiso publicitario con patrocinadores mediocres.
Los momentos más hilarantes, no obstante, son
aquellos en que el cómico se ve atrapado en una situación de comedia, donde la
actitud equivocada ante el otro es la causante de la risa impensada. Uno de esos
malentendidos estelares en la vida de Groucho fue el encuentro con su admirado
Eliot, el poeta norteamericano y premio Nobel. Durante la velada que
compartieron en la residencia londinense del poeta, Groucho solo parecía
preocupado por hablar de temas sublimes, los poemas de Eliot y la poesía de
Shakespeare, mientras Eliot solo parecía obsesionado por comentar diálogos
memorizados y anécdotas chispeantes de las películas de Groucho y sus hermanos.
En actuaciones sarcásticas como estas el cómico se
desnuda, el payaso se quita la máscara y el bufón la corona de rey de las
burlas y se exhibe como lo que es, una criatura frágil y vulnerable, tan
proclive a la falta de humor y a la solemnidad como cualquier hijo de vecino,
sea poeta laureado, político electo o fontanero diplomado.