lunes, 26 de septiembre de 2016

EL GRAN GADDIS (FINAL)


[William Gaddis, Su pasatiempo favorito, Sexto Piso, trad.: Flora Casas, 2016, págs. 693]

Los lectores en español tenemos la inmensa fortuna de disfrutar ya de la obra narrativa completa de William Gaddis (1922-1998) gracias a la espléndida labor de la editorial Sexto Piso que, con admirable constancia, ha traducido las tres novelas inéditas (Jota Erre, El gótico del carpintero y Ágape Ágape) y recuperado las dos publicadas con anterioridad (Los reconocimientos y Su pasatiempo favorito). Recuerdo muy bien el momento en que supe que Su pasatiempo favorito había ganado el premio literario más importante en Estados Unidos: era diciembre de 1994 y me encontraba dentro de un coche alquilado en un parking al aire libre del downtown de Los Ángeles, donde entonces residía, esperando el regreso de una querida amiga que había ido a cambiar dinero a un banco situado al pie de un rascacielos (situación digna de Gaddis o, más bien, de un mal epígono de Gaddis). Para entretenerme hojeaba las páginas culturales del LA Weekly, mi semanario de referencia para estrenos cinematográficos, exposiciones o actividades culturales de diversa índole. De pronto, me encontré con la noticia del premio a Gaddis a toda página, celebrado como un triunfo sensacional de la literatura arriesgada o valiosa, un homenaje tardío a su magisterio sobre la novelística americana de las últimas tres décadas. Mi alegría fue enorme, a pesar de desconocer la existencia de la nueva novela ese mismo año había leído con intensidad y asombro Los reconocimientos, y esa misma tarde corrí a una librería de Santa Mónica a buscarla. La encontré enterrada bajo un montón de novelas del gran Kenzaburo Oé, entonces de moda en los USA por el Premio Nobel, y nada más abrirla quedé deslumbrado por el atrevimiento formal de su propuesta. Unas cuantas semanas después, en ese mismo semanario cultural angelino, leería sobrecogido el obituario de Guy Debord, que acababa de pegarse un tiro. Con Debord, Gaddis compartía algunas ideas extremas sobre el devenir de las sociedades occidentales, e incluso el humor soterrado y a menudo sardónico. Pero Gaddis era un bon vivant a la americana y sabía disfrutar de la existencia, a pesar de todas sus miserias y servidumbres, mientras Debord, como intelectual europeo de su generación, solo consumirla y consumirse de desesperación. Comenzaban las celebraciones del centenario del cine y el cineasta más intransigente decidía darse de baja del mundo. In Girum Imus Nocte et Consumimur Igni




“El riesgo de quedar en ridículo, de desencadenar la difamación por parte de sus colegas e incluso de provocar manifestaciones estridentes por parte de un público escandalizado siempre ha sido el destino, y previsiblemente seguirá siéndolo, del artista serio”.

"Lo que estamos contemplando no es el desmoronamiento de nuestra civilización sino su florecimiento, porque los Estados Unidos se construyeron sobre la codicia y la corrupción política en los años posteriores a la Guerra de Secesión, que fue cuando empezó todo, así que no se trata de si la corrupción es un signo de decadencia sino más bien de si ha contribuido a la creación de un cierto estado de cosas desde el principio".

-William Gaddis, Su pasatiempo favorito-


Cuanto más falsa y artificial es una forma de vida más tiende a generar, como respuesta, una mitificación de lo auténtico y original, lo genuino y propio. Así en la vida como en la cultura y la política, esa es la tendencia dominante a partir del siglo veinte hasta esta segunda década del veintiuno.
Ese es el motivo dominante de la genial literatura de William Gaddis desde su primera novela (el tractatus enciclopédico Los reconocimientos; 1955) hasta la última (el monólogo terminal inconcluso Ágape Ágape; 2002). Y lo vuelve a ser de manera singular en la cuarta, Su pasatiempo favorito (1994), una gran novela hilarante sobre los laberintos legales y la creación artística en un mundo mediatizado, con el plagio y la falsificación, de nuevo, como móviles intelectuales de la compleja trama.
En Su pasatiempo favorito, Oscar Crease, un profesor universitario especializado en la historia de la guerra civil americana, se enfrenta a un doble pleito, uno más ridículo que el otro. El primero, a través de una compañía de seguros, contra la marca automovilística que ha fabricado el coche que lo atropelló en un accidente absurdo del que fue víctima única y responsable directo al mismo tiempo. El segundo litigio, mucho más significativo, acusa de plagio a la compañía productora y el director de una película sensacionalista basada en un oscuro episodio de la guerra de secesión sobre el que Crease había escrito años atrás una obra de teatro (Una vez en Antietam). Para colmo, Crease es el hijo pródigo de un juez salomónico pero polémico (su última sentencia, en un caso que implica a un perro y una obra de arte, versa sobre los derechos y pretensiones del artista frente a la comunidad) y descendiente de una familia sureña de tortuosa prosapia y dudoso prestigio.
En un primer nivel, la novela se puede leer como una parodia feroz de una sociedad tiranizada por la legalidad y los leguleyos. Todos los personajes de la novela son abogados profesionales o clientes que viven en una querella permanente contra el sistema legal para defender sus derechos y exigir el respeto a su libertad e individualidad.
En otro nivel, constituye un juicio cómico a los valores culturales de la sociedad norteamericana y, por extensión, de la civilización occidental. En el fondo, la escenificación judicial de la ficción demuestra que la pretensión de originalidad es tan infundada en el terreno de la creación como injustificable la defensa extrema del individualismo que fundamenta el ideario constitucional del capitalismo americano.
Pero Gaddis no desaprovecha la oportunidad novelesca brindada por este carnaval polifónico para poner en solfa cuestiones tan importantes como la justicia y la ley, la familia y la herencia, el dinero, la corrupción del dinero y su desmedido poder real sobre la sociedad, las ilusiones del amor y la caprichosa sexualidad humana, el racismo, la esclavitud y el fantasma universal de la libertad de conducta, la estafa e impostura del arte y las falacias de la moral, la construcción de los mitos fundacionales y los malentendidos del lenguaje.
El lenguaje en que se representan todos los conflictos de la novela está tan sembrado de trampas lógicas y de manipulación retórica, errores de significado y malas interpretaciones y viciados juegos de palabras, como los juicios y procesos interminables que padecen sus personajes y las acciones legales que emprenden contra un sistema paradójico que incita y bloquea al mismo tiempo dichas acciones.
Es una ficción de voces más que de historias, sin duda, pero todas esas voces se entrecruzan conformando un inmenso crisol narrativo. La prodigiosa técnica de Gaddis en Su pasatiempo favorito remite a Jota Erre, con sus combinaciones de diálogos y descripciones, su montaje de textos jurídicos, declaraciones y sentencias judiciales entremezcladas con conversaciones telefónicas y extensos extractos de la obra teatral causante del pleito principal.
Entre tanta burla irónica y tanto pesimismo cáustico, existe, sin embargo, una posible dimensión utópica, tan equívoca como el resto, aportada quizá por el único elemento positivo de la novela. La belleza de la naturaleza y la mitificación a través de la palabra poética del paisaje original americano, la referencia a la tierra primigenia y la vida idealizada de los nativos antes de la llegada del colonizador europeo. 

domingo, 18 de septiembre de 2016

LA GUERRA DE LAS MUJERES



[Laird Hunt, Neverhome, Blackie Books, trad.: Isabel Ferrer y Carlos Milla, 2015, págs. 188]

Las buenas lectoras saben que la historia la escribieron los hombres. Las buenas lectoras saben que la historia, como Herodoto asentó desde sus remotos orígenes, no es más que un montón de chismes disfrazados de teoría abstrusa y hasta de ciencia exacta. Un académico serio como Hayden White, dándole la razón al frívolo francés Roland Barthes, demostró hace décadas que la historiografía oficial es una ficción similar en artificios a la novela decimonónica, aunque menos sugestiva al imponerse como método el rigor mortal de la objetividad y la escritura deshumanizada.
Esta magnífica novela de Laird Hunt, una auténtica sorpresa literaria, se atreve a presentar una descarnada visión de la Guerra de Secesión, aquella que enfrentó al norte con el sur estadounidenses entre 1861 y 1865 por un quítame allá esos esclavos, desde una perspectiva antiheroica y femenina. Enfoque antiheroico, sí, ya que tras leer la fascinante narración, un cuerpo a cuerpo estremecedor con las experiencias contadas en primera persona por una mujer (Constance Thompson) durante las cruentas batallas y escaramuzas donde participó vestida para matar con el uniforme de la Unión, se confirman las sospechas de que la bibliografía histórica no solo falseó los hechos, sublimándolos con fines patrióticos y viriles, sino que excluyó a todos los protagonistas que no correspondían a los clichés ideológicos con que se suele construir el imaginario mítico de las naciones y los imperios.
Y visión femenina e incluso feminista, también, puesto que el gran acierto de la novela de Hunt reside en prestarle una prodigiosa voz narrativa, teñida por momentos de un lirismo sobrecogedor, a esta mujer singular que abandona la casa conyugal para ocupar en el ejército el puesto vacante del marido pusilánime, evidenciando uno de los imperdonables olvidos de la historiografía yanqui: la activa intervención de numerosas mujeres (blancas o negras) en la Guerra Civil.


La sutileza literaria de Hunt le permite discutir la veracidad de las versiones de esa guerra, las primeras versiones orales, recubriendo de heroísmo grotesco el horror de la carnicería, como las tendenciosas racionalizaciones de los historiadores militares, sin incurrir en lo programático. La guerra vivida en primera persona, como sabemos desde que el romántico Fabrizio del Dongo asistió de refilón a Waterloo, según el irónico Stendhal, guarda más parecido con sumergir la conciencia en la confusión cognitiva y el caos incontrolable de las sensaciones animales que con vivir una jornada gloriosa o una ocasión memorable.
En este aspecto, la poderosa dicción de la narradora y protagonista conduce al lector de principio a fin, obligándole a compartir la inusual intensidad de sus vivencias y emociones, percepciones y peripecias, desde el fragor de la lucha y el contacto carnal con los cadáveres diseminados en el campo de batalla hasta los instantes más íntimos y delicados.
Como la heroína travestida de una comedia equívoca de Shakespeare (pienso, sobre todo, en la Viola de Noche de Reyes), Constance pasa a llamarse “Ash” o “Galante Ash” en la canción legendaria compuesta, al recio estilo de John Ford, en memoria del gesto caballeresco con que socorrió a una muchacha imprudente que, en su entusiasmo marcial, había desnudado el torso al paso de la soldadesca.
En el melancólico final de la aventura, Hunt reescribe la “Odisea” de Homero trastocando el sexo del héroe que emprende el imposible regreso a casa. La valiente Constance vuelve a un hogar tiranizado por los rufianes. Vistiendo ropas masculinas de nuevo y enarbolando un fúsil, se vengará de sus enemigos, pero no recuperará la vida que abandonó para combatir en lugar de un marido apocado que, francamente, nunca estuvo a su altura. 

domingo, 11 de septiembre de 2016

ZONA CERO, AÑO DIEZ


Si la cultura sirviera para algo más que para lo que sirve, prefiero no entrar en detalles, los acontecimientos del 11-S deberían marcar una inflexión decisiva en nuestra comprensión de la historia, la sociedad, la política y la propia cultura, desde luego, pero también, visto lo visto, la economía. Inmersos en la crisis más grave de la historia reciente, una crisis económica que es también una crisis de valores, no cabe engañarse sobre sus implicaciones en el detonante de la misma. Podría decirse, en este sentido, que los atentados terroristas que tuvieron lugar en el undécimo día del noveno mes del primer año del siglo veintiuno causaron una despresurización automática del sistema. Como cuando en un avión de pasajeros se abre una brecha en el fuselaje que modifica las condiciones en el interior de la cabina y tiene consecuencias impredecibles para sus ocupantes. No en vano, en el movimiento del 15-M aparece, como inclusión en su programa local de una reivindicación global, la exigencia de esclarecimiento de la verdad del 11-S. La propuesta se presenta con un elocuente eslogan (STOP NEW WORLD ORDER) donde se sugiere la vinculación necesaria entre los atentados y el nuevo orden económico mundial surgido de la crisis.
El 11-S ocurrieron, por otra parte, dos acontecimientos culturalmente relevantes: el “apocalipsis” se transformó en icono pop y programa estrella de televisión y se democratizó la tragedia histórica al poner los votantes y consumidores de a pie toda la carne y la sangre del sacrificio. En este contexto, la revisión de algunos documentos culturales posteriores a la catástrofe puede resultar instructiva para explorar el (sin)sentido global de nuestra existencia en este nuevo siglo, de origen tan traumático como espectacular.
La caída de las torres
Ballard, el autor de «Crash» y «Rascacielos», no pudo imaginar una “exhibición de atrocidad” de tal magnitud: dos aviones de pasajeros estrellándose en todas las televisiones contra los rascacielos más emblemáticos del mundo. Ballard, erigido en guía del nuevo milenio, había proclamado que la cultura postmoderna occidental, obsesionada con el fin del mundo y los acontecimientos extremos, sólo podía aspirar a embriagarse con lo que denominaba “el dulce aroma del exceso”: “Más sexo y violencia en televisión y no menos. Ambos son poderosos catalizadores del cambio social, en momentos en que se necesita desesperadamente un cambio”. De hacer caso a las predicciones de quien había explorado en sus novelas la erótica del accidente automovilístico, las escenas violentas o los tumultos y sublevaciones sociales, tras el derrumbamiento de las dos torres debería haberse producido un desencadenamiento de energía libidinal y episodios de locura colectiva similares a los que se constataban en las epidemias medievales de peste. Por desgracia, la caída televisada de las dos torres neoyorquinas en horario de máxima audiencia no sólo supuso el afianzamiento de Bush y su equipo al frente de la Casa Blanca (como confirmó el Episodio III de «Star Wars»), sino un auténtico “tsunami” de lugares comunes, cursilería moral, nacionalismo irredento, pánico comunitario, valores tradicionales, represión estatal, recortes de la libertad de expresión y demás enfermedades del espíritu liberal, avaladas por todas las iglesias y sectas, partidos y grupos de opinión mayoritarios, como único antídoto contra el veneno anímico generado por los terribles ataques.
A éstos, en gran parte, debemos el conservadurismo y el puritanismo reinantes en este siglo controlado por todopoderosos señores de la guerra dispuestos a enfrentarse a perpetuidad en el vasto tablero del planeta por un poder que ya nadie se atreve a llamar por su abyecto nombre. Las similitudes ideológicas entre quienes planearon los ataques como un mazazo moral y material al corazón financiero del mundo y quienes les declararon la guerra total son innegables. El fundamentalismo cristiano y el islámico se dieron la mano a través del espacio devastado de la “zona cero” señalando al mismo antagonista como responsable moral de la masacre: la decadente vida contemporánea. El pretexto de preservar este modo de vida supuestamente amenazado servía ahora al poder hegemónico como tapadera cínica para imponer en casa una variante local de la misma moral dogmática que había concebido los atentados. En «Milenio Negro», la penúltima novela de Ballard, uno de los terroristas de clase media, de modo bastante delirante, inscribe los atentados en la lógica de un proyecto general de abolición del siglo XX: “El ataque al World Trade Center en 2001 fue un valeroso intento de liberar a América del siglo XX”.
Lo que ocurrió hace diez años, en suma, dejó con el culo al aire a todo un país y al sistema que lo monopoliza de modo abusivo. Fue un acto brutal por el que quedó a la vista de cuantos quisieran mirar sin escrúpulos la desnudez total de un sistema de organización del mundo fundado en incontables mixtificaciones y mitos banales. Detrás de la ostentosa fachada del World Trade Center no había nada más que otra fachada y eso ni siquiera los terroristas, creyentes en sólidos fundamentos y ontologías trascendentes, aunque devotos de la nada en el fondo de sus corazones, fueron capaces de preverlo. El acontecimiento se les fue de las manos a todos, los que lo planearon y realizaron y los que debían haberlo evitado, y todos, por tanto, quedaron con sus nalgas expuestas al aire recalentado por la combustión del queroseno de los aviones estrellados. El espectáculo mereció la pena sólo por esta revelación fundamental. Sin los dos mil ochocientos muertos, que actuaron de pantalla para un poder que los tomó como rehenes a fin de encubrir sus flagrantes insuficiencias y retorcidos intereses, lo habríamos podido ver todos con más claridad. Sin esa devastadora perturbación que suponían los cuerpos destrozados o la gente saltando al vacío desde las ventanas de las torres, no habrían podido ocultarlo con tanta eficacia.  
Con su habitual provocación crítica, Baudrillard señaló acertadamente, y le llovieron insultos y descalificaciones de todas partes por tratar de ser coherente con un pensamiento tan incómodo como el suyo: “la violencia de lo mundial pasa también por la arquitectura y, por lo tanto, la oposición violenta a esta mundialización también pasa por la destrucción de esa arquitectura. En términos de drama colectivo, podría decirse que el horror...de morir en esas torres es inseparable del horror de vivir en ellas, el horror de vivir y trabajar en esos sarcófagos de hormigón y acero”. Igualmente atroz puede parecernos entonces vivir o morir sirviendo al capital transnacional como único amo y señor de nuestras vidas y destinos y recibiendo además los crueles golpes de sus enemigos conjurados. Como muestra «Milenio Negro», la desmoralización y el hastío de la clase media acabarán convirtiéndose tarde o temprano en la mayor amenaza revolucionaria para el sistema.

La exhibición de atrocidades
Frédéric Beigbeder escribió una novela comprometida sobre el álgebra de la catástrofe («Windows on the World», 2004) situando la acción en un doble plano: el exterior de las torres (las víctimas potenciales, los espectadores) y el interior (las víctimas reales). Beigbeder se escandalizaba por la censura impuesta a la exhibición del horror: podían mostrarse hasta la obscenidad, y así se sigue haciendo en esta conmemoración del décimo aniversario, nada ha cambiado desde entonces, las imágenes de los aviones estrellándose contra el cristal líquido de las fachadas, o el colapso aparatoso de las dos torres, desde todos los ángulos imaginables, en todos los canales, incluso ralentizadas, en bucle interminable. Pero nunca se mostraron los cuerpos abrasados o destrozados de las víctimas, nunca se permitió que la audiencia oyera los aullidos de terror de los que se asomaban a las ventanas o se arrojaban desesperados al vacío mediático. El consenso censor en la supresión de imágenes crueles de la carnicería perseguía un fin hipócrita: negarle a la conciencia americana el acceso visual al conocimiento del horror. El acto brutal mediante el que la muerte hacía su reaparición estelar en una sociedad empeñada en expulsarla de sus representaciones convencionales.
Con esa política tan reaccionaria como cínica al mismo tiempo se suprimía también un par de décadas de efervescente creación artística y literaria en las que el cuerpo había ocupado el centro del escenario, atraído los focos de la fama y practicado toda clase de rituales, más o menos obscenos, más o menos espectaculares, con el fin de representar las mutaciones de la carne en la postmodernidad. Numerosos artistas (Andrés Serrano, Cindy Sherman, Mike Kelley, Bob Flannagan, Robert Gober, Carole Schneeman, Paul McCarthy, Kiki Smith o Barbara Kruger, entre otros muchos) habían procedido a desconectar el cuerpo humano de cualquier forma de trascendencia y restaurado su inmanencia más agresiva o visceral, menos asimilable por el gusto medio normalizado. Este mismo campo venía siendo explorado desde los años setenta por el cineasta David Cronenberg. En todas sus películas se examinan, con exactitud quirúrgica y pasión glacial, las derivas psicopatológicas de comunidades sin dioses ni cultos sublimes, individuos sometidos a toda clase de experiencias terminales, entregados a la experimentación con innovadoras tecnologías y nuevas formas de sexualidad. Por tanto, si en lugar de ese siniestro pacto de silencio entre los medios (des)informativos y el poder gubernamental se hubiera encargado la cobertura del “tiempo muerto” del acontecimiento a Cronenberg o, en su defecto, a cualquiera de los artistas citados, contaríamos hoy con uno de los documentos culturales más escalofriantes sobre la barbarie, un retrato incomparable y pavoroso de nuestra existencia corpórea en la fase histórica del capitalismo tardío y sus sórdidos aledaños fanatizados.
Beigbeder veía en la “envidia cultural” la raíz de los bárbaros atentados. Así lo entendió DeLillo, en un primer momento, al señalar que el objetivo simbólico de los terroristas era “la capacidad de la cultura norteamericana para traspasar todos los muros y penetrar en cada hogar, cada vida y cada mente”. En uno de sus ensayos, David Foster Wallace propone otra interpretación de ese malestar cultural. Con lucidez irónica, Wallace analiza la catástrofe “pixelizada”, esto es, vista (y vivida) en la pantalla televisiva, como forma consumada del entretenimiento. Y, en especial, el momento trágico en que “el Horror”, como lo llama metafóricamente, le revela por televisión que la América que los fundamentalistas han querido destruir es, en gran parte, la que él representa como escritor y la de la cultura descerebrada del consumo que lo circunda como líquido amniótico. En su novela póstuma, «El rey pálido», Wallace da un paso más al alegorizar el hundimiento total de América en términos puramente económicos.
DeLillo de fondo
¿Qué puede hacer un escritor cuando cobran realidad sus intuiciones más terribles? Ésta es posiblemente la pregunta que Don DeLillo se planteó a raíz del 11-S. En todas sus novelas, el espectro del terrorismo y la muerte masificada ronda el hiperespacio de los supermercados, los aeropuertos, los centros comerciales, los distritos financieros o las zonas residenciales como reverso tenebroso de las brillantes superficies, códigos comunicativos, pantallas ubicuas, múltiples mercancías e intercambios constantes de la sociedad de consumo. Sin proponérselo, DeLillo profetizó la matanza cuando se tomó novelísticamente en serio las especulaciones de Baudrillard sobre la identidad espectacular de la lógica terrorista y la lógica televisiva. O, como en «Cosmópolis», novela posterior al 11-S, donde postula la similitud de fondo entre la violencia productiva del capitalismo y la violencia aparentemente improductiva del terrorismo, como un efecto colateral de su funcionamiento incontrolable.
Tras los atentados, DeLillo declaró en un artículo: “Hoy, una vez más, la narrativa mundial se halla en manos de terroristas”. La narrativa fundamental del 11-S consistió, por tanto, en desviar la gigantesca tecnología del sistema y ponerla al servicio de la más enérgica destrucción de sus baluartes inexpugnables. Nunca antes sonaron tan verdaderas sus palabras: “la tecnología es nuestro destino, nuestra verdad”. Pues el choque cognitivo descomunal de los atentados, así que pasen una, dos o tres décadas de su comisión, lo sigue representando esta colisión calculada de la más avanzada tecnología del siglo XXI con una aberración nihilista de la mentalidad medieval generada en plena mundialización económica.
Seis años después, DeLillo se propuso en «El hombre del salto» afrontar el acontecimiento desde una perspectiva más humana, reflejando el impacto consciente e inconsciente que tuvieron los atentados en la gente que los vivió en tiempo real, a uno y otro lado de la pantalla. En este sentido, podría considerarse esta novela como un acto de expiación simbólica. En ella, el protagonista, un superviviente de los atentados, experimenta el sentimiento de pérdida en toda su radicalidad ontológica: no es posible creer en nada, ya sea la familia, Dios, la sociedad o el amor, en un mundo donde ocurren cosas tan terribles como éstas. El choque narrativo entre las vivencias de las víctimas (ciudadanos cuya ideología es la lógica capitalista del espectáculo) y las experiencias e ideario de los terroristas (el absolutismo religioso y el misticismo cruento del sacrificio) escenifica el antagonismo moral de sus respectivas versiones de la realidad, expresado en una de las opiniones más polémicas de la novela: “¿No se levantaron las torres como fantasía de riqueza y poder para que algún día se convirtiesen en fantasías de destrucción? Una cosa así se construye para verla caer. La provocación es evidente”. Con esta confrontación dialéctica, DeLillo logra construir un escenario nada maniqueo de la situación mundial.
Escenarios extremos
Acaba de aparecer en Francia la novela «Los cuatro colores del Apocalipsis», donde su autor, Éric Sadin, asume la inteligencia combinatoria de un experto del Pentágono, un guionista profesional o un terrorista imaginativo a fin de diseñar, declinando los códigos tecnológicos de la sociedad de la información, escenarios (im)probables para atentados posibles en un territorio globalizado que pasa por Nueva York, Madrid y Londres, pero también por otros espacios geopolíticos de conflicto. Al mismo tiempo, Sadin publica un ensayo esclarecedor («La sociedad de la anticipación») donde muestra hasta qué punto, como secuela irreversible del 11-S, nuestro mundo se ha vuelto fanático de la seguridad y no puede tolerar la injerencia del azar o la indeterminación y, por tanto, consagra los medios más sofisticados a la construcción de modelos virtuales en todos los ámbitos de la vida, incluido el terrorismo, imponiendo un régimen de vigilancia global sobre los procesos de la realidad que pasa, como en “Minority Report”, “Dejá vu” o “Código fuente”, por su anticipación tecnológica y policial.
De modo más radical, Maurice Dantec describió el 11-S como el “Último-Día-del-Mundo-tal-y-como-lo-habíamos-conocido” en su novela «Villa Vortex» (2003), un delirio maximalista de ciencia y política-ficción centrado obsesivamente en el “agujero negro” del atentado como máquina generadora del fin de los tiempos y América como “laboratorio del mundo” donde el futuro se imagina y prepara conforme a los patrones de la ficción científica: “Lo más extraño y lo más altamente significativo, en esa giromancia de aviones de línea desviados para estrellarse contra las altezas gemelas, residía precisamente en el hecho de que esta catástrofe anunciada, aunque imprevista, era obra del hijo descarriado de un empresario de la construcción beduino. Constructor de autopistas y desiertos, unas y otros unidas en el ciclo mágico del dólar petrolífero, su culminación no podía ser otra que la de engendrar al hombre que un día iba a abatir las torres del centro económico mundial”. En su novela posterior («Artefact», 2007), el narrador, un arcángel visionario del fin de la historia, acude al corazón del infierno de las torres a punto de desplomarse para rescatar a una extraña niña en quien se cifra el poder salvífico de un mundo entregado a la guerra y la destrucción total. Esta visión mesiánica y apocalíptica del atentado es compartida, a pesar de su compleja amalgama de religión, ciencia y tecnología, por una parte de la comunidad americana, afín al fundamentalismo cristiano.
Increíblemente cómica resulta, en este sentido, la exégesis paródica del atentado que incorpora Bolaño en su mamotreto “pop-apocalíptico” «2666». Preguntado por los motivos de sus actos, el exaltado líder de una excéntrica hermandad de afroamericanos que se manifiesta en Manhattan enarbolando un enorme retrato de Bin Laden explica “lo conveniente que había sido el ataque contra las Torres gemelas para cierta gente”: “Gente que trabaja en la bolsa…gente que tenía papeles comprometedores guardados en las oficinas, gente que vende armas y que necesitaba un acto así”. Y los aviones, en esta versión novelesca del atentado, los pilotaban terroristas incontrolados del Ku-Klux-Klan o pacientes anónimos de manicomios del Medio Oeste a las órdenes de la CIA.
En «Contraluz» (2006), la gran novela de la década pasada, Thomas Pynchon se hace eco de la catástrofe en términos mucho más políticos y también alegóricos, señalando las complicidades internas, los beneficios particulares y la pugna tecnológica, corporativa y financiera que estaban detrás de los ataques a “la gran ciudad sobre la que se abatió el dolor y la ruina”: “De aquella noche y aquel día de ira desenfrenada, la gente habría esperado que una ciudad, si sobrevivía, saliera completamente renovada, renacida, purificada por las llamas, una vez superadas la codicia, la especulación inmobiliaria, el politiqueo local”. En otros entresijos de la compleja trama, Pynchon reconoce con lucidez que las “Víctimas Inocentes” eran sólo una excusa “en cuyo nombre esbirros uniformados salían a abatir a los Monstruos que Realizaron el Acto”.
Obama contra Osama
Estas metafóricas palabras, como otros crípticos pasajes de la novela, se refieren veladamente a Bin Laden, el “Darth Vader” islamista. En una entrevista, Pynchon expresaba sus dudas sobre la versión oficial y afirmaba, desengañado, su desconfianza en el interés de la administración Bush por capturar al archienemigo del imperio americano. En «El hombre del salto» aparecen unos niños que están convencidos de que las torres no han caído y que “Bill Lawton”, así pronuncian el exótico nombre de Bin Laden, ese todopoderoso señor de la guerra, una suerte de genio maligno digno de una fantasía pueril a lo Harry Potter, volverá pronto a atacar la ciudad. Los niños se pasan el día intercambiando misteriosas contraseñas que intrigan a los adultos y escrutando el cielo de Manhattan en busca de señales de su ominosa presencia. Bush, como escribí en mi novela «Providence», no podía tener ningún interés “en ahorcar de un raquítico árbol afgano, con una vieja soga recuperada de una anticuada película del oeste, al nuevo Viejo de la Montaña y líder renovado de la secta criminal y narcotizada de los Hassissin, por la sencilla razón de que preservando su vida para que siga dirigiendo operaciones terroristas espectrales y enviando de tanto en tanto comunicados apocalípticos a un mundo que ha dejado de tomárselos a risa, es como cumple a la perfección con el papel que se le ha asignado en esta comedia sangrienta cuyo escenario geopolítico ocupa hoy toda la tierra”.
No es casual, por tanto, que haya sido Obama quien pusiera fin a los días y las noches orientales de Osama (Bin Laden). No importa mucho, en este sentido, que otro líder fanático haya ocupado enseguida su puesto vacante al frente de Al Qaeda, desde el momento en que el villano absoluto que concibió los atentados como una superproducción cinematográfica de espectaculares efectos especiales había sido suprimido para siempre del guion planetario. Con gran eficacia táctica, Obama habría logrado neutralizar, desde luego, el siniestro escenario de pesadilla con que Bush y sus secuaces “neocon” mantuvieron amedrentada a la población americana (y europea) durante más de siete años. Pero también reavivar, en cierto modo, las verosímiles sospechas sobre las implicaciones locales de los atentados en que se funda la paranoia del complot que los envuelve aún en un halo de intriga corporativa y terror doméstico (como ratifica la teleserie reciente «Rubicon»). Estas versiones suspicaces basan su fuerza de convicción en demostrar, como hace Naomi Klein, la definitiva importancia del “shock” colectivo causado por las catástrofes en las estrategias mediáticas del poder político y económico asociado al capitalismo neoliberal.
Lo que está claro es que esos escenarios extremos y estas teorías “conspiranoicas”, como tantas otras que circulan por internet, suponen una prueba más de que el “Expediente-X” del 11-S permanecerá abierto en la imaginación por mucho tiempo.

martes, 6 de septiembre de 2016

REINAS Y NIÑAS (BENJAMIN LACOMBE)

 [Benjamin Lacombe, María Antonieta. Diario secreto de una reina, Edelvives, 2015, págs. 104]

            Bejamin Lacombe es el ilustrador europeo de moda. Antes de la “Alicia” ilustrada que ahora presenta, realizó esta fascinante aproximación a la controvertida figura de María Antonieta, la reina decapitada.         
            Para disfrutarla, el lector no necesita refrescar los datos históricos. El talento de Lacombe nos libera de tal obligación. En colaboración con la historiadora Cécile Berly, Lacombe ofrece un retrato fantástico de la reina: una suerte de filigrana biográfica (visual y escrita) empleando todos los registros y técnicas de su estilo imaginativo (pintura, acuarela, dibujo) y los géneros literarios de la escritura íntima.
            La columna vertebral la constituyen las cartas reales, escritas por María Antonieta, su madre María Teresa o su amante Fersen, así como sus diarios ficticios. Esta sección del libro sirve de mínimo soporte documental, veraz o falsificado, a lo que constituye el aspecto más creativo del libro. El impresionante despliegue de fantasía y belleza de las ilustraciones, con el ingenioso recurso de transfigurar las pelucas versallescas de la reina en cornucopias espectaculares, donde su mundo ostentoso y su espíritu delicado encarnan en exuberantes animales y flores.


Ya la imagen de la portada, imitada del famoso retrato de “María Antonieta con rosa” de Vigée-Le Brun, alude a la suntuosa intimidad de su existencia palaciega, programada como un “carpe diem” cotidiano. Más allá de los referentes iconográficos de la época, Lacombe se inspira en el tratamiento singular del personaje de la magnífica película de Sofía Coppola, tan incomprendida.
Pero Lacombe no le tiene miedo a la decapitación de la reina. Es más, ese componente traumático, más que gravar las imágenes con la pesadez de la tragedia, las aligera de tono y permite a Lacombe retratar su personalidad paradójica: la reina hedonista de la frivolidad y el placer, extraviada en el laberinto versallesco de las ceremonias mundanas y las relaciones peligrosas del corazón, fue también la reina de las calumnias plebeyas y la muerte atroz. Así, vemos en las viñetas a una reina diminuta enfrentándose con similar coraje a la ardua disciplina de la escritura íntima, a la descarada obscenidad de la Dubarry o al rigor cartesiano de los rituales versallescos.


Una reina decapitada, es decir, una soberana que perdió la cabeza dos veces, una por la moda y el lujo y otra bajo la guillotina revolucionaria, ofrece a un ilustrador sutil como Lacombe la oportunidad de pintar variaciones perversas entre la testa coronada por peinados rococó (ornados con plumas, frutas, goletas, aves o cintas) y la testa de cuello cercenado en un desarreglo fatal de canas prematuras que el arte de ningún peluquero podría disimular.
Me quedo, no obstante, con tres de las imágenes más poderosas del libro. La que muestra el mundo de afectos y deseos de la reina sensual mediante una proliferación lujuriosa de flores que culminan con una orquídea como metáfora de su sexo siempre en disputa y un pecho desnudo ofrendado, en sintonía con la poesía galante de su tiempo, al picotazo procaz de una paloma. En la cabellera de María Antonieta anida, entre plumas multicolores, un avestruz que simboliza con ironía su fatal ignorancia de la realidad de su pueblo.
La segunda es un sugestivo retrato de medio cuerpo en que la reina rubicunda se lleva un dedo a los labios para simbolizar el sigilo y la discreción de una intimidad difamada mientras luce sobre el cráneo una peluca compuesta de flores exóticas y colibríes donde aflora una calavera amarilla que anuncia el terrible fin que aguarda a tanta disipación.
Y la tercera, de un surrealismo macabro: el estupor del cadáver sedente de la reina rodeada en el lecho de rosas y ramas y una manada de perros carlinos idénticos a Mops, la mascota abandonada con gran dolor en la frontera francesa.


[Benjamin Lacombe, Alicia en el País de las Maravillas, Edelvives, 2016, págs. 289]



Tarde o temprano, Benjamin Lacombe debía ilustrar el mundo de la maravillosa Alicia. Un artista original como él posee las dotes requeridas para crear una renovada visión del libro más famoso de la historia de la literatura infantil recreando con imaginación portentosa sus fascinantes personajes y situaciones.
Desde su publicación en 1865 los libros de Carroll sobre Alicia fueron admirados por las mentes más inteligentes y los aventureros más intrépidos del espíritu. Son incontables, además, las adaptaciones teatrales, televisivas y cinematográficas, así como las referencias en relatos, novelas y poemas durante el último siglo, ilustraciones y obras plásticas, una canción rock reconvertida en himno de la contracultura lisérgica (“White Rabbit”), óperas, adaptaciones teatrales, libros de filosofía (el más famoso: la Lógica del sentido de Gilles Deleuze), una película porno y un cómic erótico de Alan Moore, diversos videojuegos y hasta una Alicia digitalmente remasterizada para Ipad.
Todo comenzó por la obsesión con los juegos del lenguaje y las niñas maravillosas que inspiran todos los sueños, los delirios y los juegos de la mente, de un modesto clérigo tartamudo y profesor de matemáticas, muy aficionado a la fotografía, la lógica y sus múltiples juegos con el sentido, llamado Charles Lutwidge Dodgson. El cuatro de julio de 1862, el reverendo Dodgson organizó un picnic en la ribera del río Isis para las tres hijas del rector del colegio donde daba clases. Una parte de la excursión la hicieron en un bote y durante esa navegación, como se evoca en los versos de la introducción, Dodgson improvisaría un cuento para entretener a las niñas curiosas. La segunda de estas, la de más viva imaginación, Alicia Liddell, una niña encantadora de tan solo diez años de edad, era la favorita del fantasioso Dodgson y conociendo las tendencias de este le exigió que el cuento fuera veraz. Viendo el resultado narrativo de tal demanda cabe entender que el lógico Dodgson le gastó una broma descomunal a la noción universal de verdad.
Con empática agudeza, Carroll acertó a captar la genuina visión de la realidad de la infancia a través de los ojos de una niña extraordinaria que miraba el mundo con una mezcla de lúdico desparpajo, humor travieso y desnuda incredulidad. Alicia se enfrenta a una realidad desprovista de sentido, regida por absurdas reglas y comportamientos incomprensibles, ese mundo insólito donde nada es lo que parece y todo cambia en permanencia.
Un libro sin imágenes le parecía a la niña Alicia un contrasentido. Consciente de esta singularidad de la mirada curiosa, Lacombe ha creado una galería de imágenes que por sí solas permiten la relectura del libro. Al revés de la versión de Tim Burton, Lacombe entiende que la fidelidad al texto es la clave de la inventiva visual y ha conferido una nueva magia a los conejos blancos, los gatos ubicuos, las reinas depredadoras y la Alicia mutante, representada unas veces con rasgos infantiles y otras como una pícara heroína y una aventurera existencial extraviada en un mundo misterioso donde lucha por sobrevivir.


Hasta lograr esa cumbre del arte de Lacombe que sintetiza el espíritu carrolliano: la Alicia soñadora sentada en un butacón rodeada de lustrosos conejos blancos de ojos rojos, teteras y tazas, hongos y sombreros, evocando como una anciana las maravillosas vivencias del pasado.
Lo que nos muestra el libro de Carroll, como afirma Lacombe en el “Prefacio”, es “el itinerario de un alma perdida en un laberinto donde intenta cazar, al vuelo de su imaginación, los sentimientos y las sensaciones de su pasada felicidad”.