[Comienza Google Revolution. Y debemos, a pesar de todas las dificultades reales y necedades ideológicas que rodean a la literatura en una situación problemática como la presente, evitar caer en el pesimismo o la desesperación. Con ello sólo alimentamos al enemigo. La literatura tiene aún mucho que hacer y decir en el mundo, a pesar de los imbéciles, que, como decía Deleuze, también forman parte del paisaje de este mundo. El problema es cómo hacerlo, una vez más. Encontrar el quid de ese cómo es una aventura intelectual y estética mucho más excitante, no me cabe duda, que cualquiera de los logros que se consigan al final. Como paradigma de cualquier búsqueda en este sentido, propongo una novela, cómo no, género mutante por excelencia, capaz de absorber todos los lenguajes en su discurso, incluidos los del cine y la ciencia. Una novela única. Una ficción suprema. Me refiero a House of Leaves de Mark Z. Danielewski. La novela que clausuró el siglo XX (grandísimo siglo para la novela, por cierto, su cima quizá) e inauguró el XXI.]
“Lo real no es imposible, sino cada vez más artificial”.
-Gilles Deleuze y Félix Guattari-
Un ejemplo reciente y portentoso de cruce entre metaliteratura y “narrativa de la imagen” (D. F. Wallace), de inmersión en el mundo de la imagen y de generación de un simulacro literario y audiovisual absoluto, es la novela House of Leaves (2000, Pantheon Books, New York; Casa de hojas sería la traducción literal de su enigmático título, pero permanece inédita en español[1]), de Mark Z. Danielewski (Nueva York, 1966).
La novela se compone, en un primer nivel, de un manuscrito redactado por un tal Zampanó para describir y comentar un ambiguo artefacto fílmico titulado The Navidson Record (la crítica misma, en la ficción de la novela, no sabe si considerarlo obra de ficción o documental, tomadura de pelo o película escalofriante), cuya trama recoge las fantásticas y terribles experiencias padecidas por los Navidson (un matrimonio y sus dos hijos) al intentar habitar una casa campestre que se reveló finalmente una monstruosa arquitectura de pesadilla, una morada multidimensional y tenebrosa, la negación espacial de la idea de hogar.
El curioso manuscrito se presenta, en un segundo nivel, prologado y anotado por un tal Johny Truant, un joven que refuta la existencia real de la película y achaca su invención a Zampanó, interpola sus propios comentarios a los del viejo y solitario crítico y enriquece a pie de página la compleja narración contando extrañas anécdotas sobre su enrarecida vida nocturna en tugurios de Los Ángeles, que obligan de inmediato al lector a dudar de la fiabilidad y salud mental del narrador principal y compilador del conjunto (lo que no deja de perturbar seriamente el régimen de lectura de la novela).
La técnica literaria podría recordar al Borges de los libros apócrifos y al Nabokov de Pálido fuego, si no fuera porque la laberíntica construcción de la novela, réplica literal de la aberrante casa de la ficción, al girar en torno de un intrigante simulacro audiovisual y no sólo de manuscritos enigmáticos, convierte a este libro en paradigmático del desplazamiento fecundo que se ha producido en la postmodernidad tardía de la metaliteratura como reflexión o desdoblamiento textual a la confrontación o hibridación creativa de narración y medios o artefactos virtuales (tanto audiovisuales como cibernéticos).
La broma ontológica de alcance que encierra la trama de la novela se refiere, sin embargo, a cómo el propósito del cineasta Navidson de filmar la residencia familiar en la nueva vivienda respondía inicialmente a parámetros realistas, de un narcisismo extremo, con cámaras instaladas en cada rincón con objeto de registrar al detalle la feliz trivialidad de las relaciones maritales y paternofiliales, y cómo, por el contrario, el devenir de esa vivencia doméstica logró trastornar de manera radical esas ingenuas categorías y las tornó en fantásticas y terroríficas: “The Navidson Record contiene realmente dos películas: la que Navidson hizo, que todo el mundo recuerda, y la que quiso hacer, que muy poca gente detecta”. Por otra parte, esta indecisión estética entre el falso documental y la ficción total, dramatizada en la textualidad de la novela, es una lección de indudable interés para cualquier narrador contemporáneo.
En otro nivel de análisis, este aspecto de la novela alegoriza la vivencia básica del sujeto postmoderno y su escisión permanente, en cierto modo esquizofrénica, entre la pretensión racional de alcanzar un modo de vida conforme a su deseo y la claudicación forzosa ante las abyectas demandas del sistema que organiza la realidad, evidenciando la imposibilidad de habitar de manera plena un espacio privado sin abrir al mismo tiempo una comunicación vertiginosa con el afuera, ese exterior representado hoy por la red global del espacio público mediatizado (lo que representa además una significativa mutación en la narrativa literaria, centrada de forma tradicional en la oposición binaria entre lo público y lo privado, hoy totalmente desfasada).
En suma, esta House of Leaves es una novela mutante, de múltiples niveles de lectura, que funciona con eficacia como una trama pavorosa de Stephen King, pero parece reescrita y diseñada por un discípulo delirante de McLuhan (Medium is the Massage) o Derrida (Glas). De hecho, el asombroso diseño tipográfico del libro lo convierte en un objeto anómalo en sí, un simulacro bibliográfico de potente originalidad, la suma de todas las posibilidades técnicas y creativas de la “galaxia Gutenberg” editada, precisamente, en la era de su obsolescencia y desmantelamiento por las autopistas de la información y las pantallas ubicuas[2].
Y esta es otra de las cuestiones esenciales que suscita esta novela poliédrica: si su reconversión de la tradición impresa y el formato de la novela sirve como reafirmación de éstas, o supone más bien, como parece sugerir Katherine Hayles, “el comienzo del desplazamiento de la novela por un discurso híbrido que aún carece de nombre”. Quizá House of Leaves haya conseguido alegorizar, desde las potencialidades de la ficción narrativa, la tarea más adecuada y exigente de la cultura contemporánea: la redefinición, a partir de la materialidad de la inscripción verbal, como escribe Katherine Hayles, de “lo que significa escribir, leer, y ser humano”.
De ese modo, además, se sancionaría la definitiva incorporación del género narrativo a las redes (post)cognitivas que están reconfigurando los modos de relación del cerebro biológico con un entorno cada vez más artificial y complejo.
[1] La reticencia a traducir y editar este libro incomparable por parte de la editorial española (Mondadori) que, según me dicen, estuvo a punto de poseer los derechos de publicación del mismo debería obligarnos a plantear dos cuestiones fundamentales respecto de nuestro presente literario: ¿O nuestro mercado es el más limitado y estrecho, y los lectores españoles los menos inquietos, más anticuados o tradicionales, del panorama europeo; o las editoriales se han encerrado en un simulacro de mapa cognitivo que parece presuponer la veracidad de este balance negativo, por razones siempre espurias o interesadas, sin haberse molestado siquiera en ponerlas a prueba en la realidad? Cualquiera de las dos respuestas posibles a esta cuestión un tanto retórica (lo reconozco) debería bastar para poner los pelos de punta a los responsables del Ministerio de Cultura y demás instituciones centrales o periféricas encargadas de seguir velando por que el escenario cultural simule algún signo exterior de vida, por póstuma que pueda parecernos en líneas generales a algunos.
[2] El último experimento de Danielewski (éste sí verosímilmente intraducible o impublicable) se llama Only Revolutions: se lee como un artefacto óptico, de adelante atrás y de atrás hacia delante, dándole vueltas y girando sin cesar como un disco, un planeta o, más adecuadamente, una rueda de automóvil, y es la historia alegórica del espacio americano en movimiento, valga la paradoja, narrada (¿?) por dos hermanos gemelos, uno masculino y otro femenino, de cuya confluencia sexual y textual necesariamente andrógina (post-feminista y post-patriarcal) emerge uno de los más poderosos sentidos del libro. En cualquier caso, la móvil ficción se apodera del tropo de los ciclos hipnóticos, las curvas cicloides y los círculos viciosos (de hecho, la asíntota del incesto es uno de los motores de rotación del doble eje fraterno) para “revolucionar” los formatos narrativos vigentes en la era (todavía demasiado lineal, esto es, racional o tecnocrática) de la (hiper)textualidad electrónica. No tan estimulante como su primera entrega, pero igualmente creativa, quedará como una de las grandes aportaciones de su autor para actualizar y redefinir la tecnología del libro, como fusión del formato estético y la trama de ficción y "fricción", al servicio de una auténtica “revolución” afectiva de las relaciones humanas.
sábado, 21 de marzo de 2009
HOUSE OF LEAVES
Publicado por
JUAN FRANCISCO FERRÉ
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viernes, 6 de marzo de 2009
CANTAVELLA x DOS
UNO: Un viaje alucinante al marcapasos de la siesta española
Si uno se molesta en acudir, antes de nada, a la extensa dedicatoria final donde Robert Juan-Cantavella, el autor de esta novela insólita[1], aclara sus deudas reales (no todas monetarias) o simbólicas (no todas sexuales), lo primero que le llamará la atención es el agradecimiento a “los concejales de urbanismo y otros mafiosos del ladrillo, que aparte de cargarse el país me han dado un tema sobre el que escribir”. Y, poco después, a “los políticos, así en general, por demostrar con su majadería que el sueño americano es posible en cualquier rincón del planeta”. Si además tenemos en cuenta que, durante este viaje demoledor por una España a punto de hipotecarse para siempre, se satiriza la visita papal a Valencia en 2006 y, además, se especula con la demencia de los promotores y usuarios de la megalópolis turística de Marina D´Or, los abusos de la SGAE, el exterminio en diversos atentados de todas las testas coronadas del planeta y parte de la aristocracia española, la bancarrota de la clase media y la familia nuclear, habría que concluir que Robert Juan-Cantavella (o su corrosivo alter ego, Trebor Escargot) es uno de los “terroristas” literarios con mejor puntería y sentido del humor del panorama narrativo español (donde no abundan, por razones que ni el Ministerio del Interior ni el CNI podrían explicarnos sin incurrir en demasiadas contradicciones).
No podía ser de otro modo, ya que estamos hablando del gran discípulo europeo de Hunter S. Thompson. El autor de Miedo y asco en Las Vegas fue el inventor del estilo gonzo, esa modalidad de la crónica que se traviste de reportaje alucinado (o “aportaje”, como lo rebautiza Cantavella). Una aplicación periodística del científico principio de incertidumbre, donde es imposible distinguir entre lo que ha ocurrido de verdad ante los ojos atónitos del periodista enviado al lugar de los hechos para ofrecer una versión normalizada de lo sucedido y la tempestad que se ha desatado en su cabeza como consecuencia de la ingesta intencionada de toda clase de drogas de diseño con objeto de que ocurra por fin algo digno de reseñar. En suma, el formato informativo que no se recomienda en las escuelas ni gustaría a ningún pope periodístico, que lo consideraría una prueba de flagrante locura. Es una lástima, sin duda, ya que en la era de la información en red los lectores ganaríamos mucho con reporteros que cubrieran conflictos o acontecimientos recientes con el desparpajo y el ingenio “deconstructor” con que Cantavella da cuenta de su estancia en el paraíso vacacional más hortera de la Eurozona (y, de paso, denuncia los desmanes urbanísticos de la zona levantina, de los que ya una espléndida novela como Crematorio, de Rafael Chirbes, había hecho un certero análisis tremendista, o, más bien, apocalíptico, frente al estilo más carnavalesco de Cantavella) o la multitudinaria sacralización del Papa Ratzinger como icono mediático del siglo veintiuno (ahhh!, si Andy Warhol levantara la albina cabeza...).
Esta novela extraordinaria participa así de una estética híbrida. Un periodismo pervertido en sus métodos y fines hasta extremos impensables y una literatura dividida entre la atención a la grosería masiva de lo real y la preservación de la inteligencia y la ironía frente a la avasalladora pretensión de tales eventos de acabar con cualquier capacidad de juicio y discernimiento crítico. Ambos extremos de la experiencia más contemporánea son retratados por Cantavella en una tentativa de agresión al lector fundada en un principio apelativo de gran eficacia retórica: “inocularte a bocajarro una buena dosis de realidad deslumbrada o de periodismo diferido o de costumbrismo malversado o de literatura en directo o de lo que sea”.
La tradición literaria en la que se inscribe El Dorado es, pues, la de todos los autores de la historia (pienso en la picaresca, El Quijote, Quevedo o Rabelais lo mismo que en Guillermo Cabrera Infante, Juan Goytisolo, Julián Ríos, Robert Coover o David Foster Wallace) que han hecho de la parodia, es decir, del desmontaje cómico de las creencias dominantes en un orden social determinado, el recurso principal de sus hilarantes invenciones. Conviene recordar que si la novela más famosa de Thompson se subtitulaba “Un viaje salvaje al corazón del sueño americano”, la gamberrada novelesca de Cantavella bien podría subtitularse “Un viaje alucinante al marcapasos de la siesta española”.
El Dorado es, pues, una novela imprescindible para cualquier lector al que preocupe el estado de postración crónica de la realidad española, o quiera profundizar en las causas de su digitalización histórica y reconversión en parque temático, sin soportar el soporífero análisis de los expertos o las hábiles manipulaciones de los políticos para encubrir su complicidad en el fenómeno. Tras participar en esta desternillante catarsis, el lector experimentará una inmediata mejoría en sus facultades mentales.
DOS: El arte del plagio
En la cultura occidental, la tradición es el plagio. Copias de copias, búsquedas inútiles del original perdido, reclamaciones de autenticidad más o menos verificables. Ya en el siglo XVI, el poeta aragonés Pedro Manuel Ximénez de Urrea anteponía un prólogo a su Penitencia de amor donde contrarrestaba las acusaciones de plagiar La Celestina en estos términos contundentes: “Ya no va nadie a infierno syno por lo que otros han ydo; ninguno puede hazer ni decir cosa que no paresca a lo dicho y hecho; nadie puede trobar syno por el estylo de otros, porque ya todo lo que es a ssido”[2].
En un contexto donde la propiedad intelectual y los derechos de autor se están transformando en pura paranoia opresiva, aparece un libro de relatos como Proust Fiction [3], de Robert Juan-Cantavella, para recordarnos cómo las estratagemas estéticas del plagio, la imitación o la apropiación han formado parte de la creatividad cultural y literaria desde siempre. Como explica acertadamente Steven Shaviro: “todos los textos hacen implícitamente lo que se atribuye explícita y abiertamente a las obras postmodernas: “samplean”, se apropian, hibridan, distorsionan, remezclan y recombinan los detritos ya existentes de la cultura”[4].
Por otra parte, la recreación de motivos ajenos también ha tenido siempre la función de renovar la lectura de los clásicos. Así, en “El deslumbrado”, el relato que inaugura este brillante libro de relatos, Cantavella propone una ingeniosa relectura de una escena prototípica del Quijote cruzándola con ecos de El desierto de los tártaros, de Dino Buzzatti, y Esperando a Godot, de Beckett. Aquí son un grupo de gigantes los que durante un tiempo interminable aguardan “muertos de asco y embutidos en tres simples molinos” la llegada del caballero. Cuando aparece al fin, los gigantes, desesperados, se han eliminado entre sí y sólo quedan los molinos.
Pero también puede el plagio o la canibalización de una obra extranjera reactivar el sueño creativo en el que se ensimisma una determinada literatura nacional. Esa alquimia transnacional la realiza “Badajoz”, una extensa narración que podría retranscribirse como "Miedo y asco en Badajoz" aludiendo a su fuente de inspiración mayor que es la novela Miedo y asco en Las Vegas del gran Hunter S. Thompson, a quien va dedicada como homenaje póstumo. No es, sin embargo, la pobre noción de homenaje la que correspondería con exactitud a este robo estético, sino un afán de reclamar para sus propios fines la condición inclasificable y excéntrica del estilo periodístico gonzo de Thompson. Como señalaba Julio Ortega en su reseña del libro en Babelia: “Se impone, así, una poética del plagio, que convierte a la literatura en propiedad anónima”. En todo caso, la crónica alucinante y alucinada de un congreso extremeño de arqueología narrada por un periodista cultural a quien lo han invitado por error y que además huye de un crimen absurdo que no ha cometido acaba convirtiéndose en una narración extrema e imprevisible que se cierra sobre sí misma, después de incontables peripecias y desdoblamientos textuales, como el nudo de la soga alrededor del cuello del narrador.
La cima del libro, no obstante, es la desternillante novela corta que le presta su insólito nombre, "Proust Fiction". En “Badajoz” la mención de una cierta “magdalena tarantiniana” sirve como aviso del principio estético fundamental de este texto programático: el encuentro de la literatura de Proust y el carisma cinematográfico de Tarantino como emblema del matrimonio postmoderno de la vanguardia y el pop, la alta cultura del modernismo y la baja cultura o cultura comercial. Todo ello, por cierto, aderezado con la historia de un nieto del futurista Marinetti aquejado de un prurito poético vinculado a los últimos desarrollos tecnológicos. Así, la archisabida descripción proustiana del impacto de la magdalena y el té en su memoria hipersestésica se metamorfosea, tras ser procesada por un traductor automático de Internet, en el poema vanguardista “La magdalena”, que pasa a ser considerado un paradigma de la “poética judicial” defendida por el poeta apócrifo Giacomo Marinetti. La muerte del autor, en este caso al menos, multiplica las posibilidades de lectura de su obra.
No exagero: Proust Fiction es una de las novedades narrativas imprescindibles de la década[5].
[1] El Dorado, Mondadori, Barcelona, 2008, pág. 350.
[2] La cita, como digo, procede del “Prólogo” de la poco conocida Penitencia de amor (Burgos, 1514), del escritor y poeta aragonés Pedro Manuel Ximénez de Urrea Fernández de Yxar (Híjar) (1486-c.1530). Ximénez de Urrea trataría de justificar, con esa declaración sorprendente, el sospechoso parecido existente entre su obra, combinación de novela dialogada y romance sentimental, y La Celestina. Con ello, quizá sin pretenderlo, Ximénez no haría sino producir (en los alegres tiempos del Renacimiento, donde la copia, la imitación de obras modélicas y la apropiación artística constituían una perversión casi platónica en la preceptiva aristotélica) uno de los alegatos más fundamentados en favor del "plagio", tal y como, algunos siglos después, lo tipifican (como delito) las sociedades burguesas y pequeñoburguesas, basadas en el régimen (desaprensivo) de la propiedad privada. Como se ve, por regresar al aspecto más relevante del concepto, este sentimiento terminal y este agotamiento o fatiga estética se han experimentado en todas las culturas con carácter cíclico. También en el antiguo Egipto hubo escribas que protestaban contra la imposibilidad de escribir algo original, como recordaba John Barth en su célebre ensayo “La literatura de la plenitud”, brillante expresión de esta situación cultural en el nuevo contexto de la postmodernidad, donde autores como Barthelme, Coover, Pynchon o el mismo Barth practicaban la parodia o el plagio creativo con tal desparpajo que habrían dado escalofríos y subidón de fiebre a tantos y tantos socios de honor o miembros de a pie de la SGAE (institución tan amiga, por cierto, de Cantavella como de Rodríguez Menéndez, salvando las distancias entre ambos personajes). Otro ejemplo paradigmático, ya citado, sería el de Cabrera Infante, sobre quien Michael Wood ha escrito no hace mucho una acertada reflexión crítica que se podría erigir en programa creativo de apropiación y malversación de propiedades textuales ajenas: “Cabrera Infante´s tag suggest that everything, or at least too much, has already been said, and said sententiously. Our escape from this overproduced world, if there is an escape, would not be into originality but into mischief, a kind of linguistic wrecking operation, or rather into a form of construction where wrecking and building are indistinguishable, where what you mean and what you dare not mean, what seems plausible and what no one in their right mind would say, surface in the same words”. Sobre todo esto, por cierto, ya se había explayado Roland Barthes en El placer del texto sin que, al parecer, se le hiciera demasiado caso en el momento de su publicación (circa 1973), quizá porque fue entendido por algunos interesados como una abjuración inoportuna u oportunista del viejo credo semiótico. [He preferido no citar los Palimpsestos de Genette, la obra cumbre del género, por no parecer que estaba saqueando o expoliando el programa de doctorado de alguna universidad norteamericana de la costa este. Nada más lejos de mi intención.]
[3] Proust Fiction, Poliedro, Barcelona, 2006.
[4] El plagio se genera de manera ontológica, podría decirse, a partir de esta misma idea borgiana sobre el simulacro como categoría de la realidad. Por tanto, una de las visiones más revolucionarias que cabría sostener ante el confuso estado de cosas existente: o bien que el mundo es un puro fenómeno y carece de sustancia o entidad, si hacemos una lectura filosófica, o bien que está únicamente compuesto por estereotipos y clichés que anteceden y sobreviven a la existencia de los sujetos que los encarnan, si la reducimos a sociología o antropología.
[5] Hasta el punto de que, según me informan “con suma cautela” (sick!) mis infiltrados en la benemérita institución, habría “serios indicios” (sick!!) en este momento para pensar que, tras la jugosa y meditada lectura de El Dorado, algunos directivos de la SGAE estarían planeando financiar con dinero público un “club de fans” (sick!!!) nacional del escritor Robert Juan-Cantavella. ¿Tendremos que esperar, una vez más, a que un medio sin remedio como “Intereconomía Te Ve" (sick!!!!) destape el escándalo para darnos por enterados?...
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JUAN FRANCISCO FERRÉ
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