[Tom Wolfe, El reino del lenguaje, Anagrama, trad.:
Benito Gómez Ibáñez, 2018, págs. 177]
Mañana se
cumplen 10 años de aquel 31 de octubre de 2008 en que este blog echó a andar
con más dudas que voluntad de perseverar. No hay nostalgia ni melancolía en
esta celebración. El tiempo es un gran misterio al que no conviene culpar en
exceso de lo malo o lo bueno que nos acontezca en la vida. Estos son dos de los
primeros posts que publiqué entonces: el Beigbeder
más nabokoviano y el devenir japonés de Barthes.
Mi alma francesa mise
à nu. Me gustan ambos, me reconozco en
ellos. El balance personal del blog es extremadamente positivo, pese a todo.
Así que la blogosfera, antes de robotizarse del todo, tendrá que soportarme al
menos otra década más, así que pase. Wolfe
no es una personalidad cualquiera para celebrarla al mismo tiempo que el primer
decenio de este blog. Ha sido elegido con intención, como suele decirse. Podría
ser otro de mis escritores favoritos, pero le ha tocado a él, qué se le va a
hacer, por razones obvias no podría quejarse del atrevimiento. Cada vez tengo
más claro que las personalidades admirables que nacieron en el fragor del siglo
XX y están muriendo en los balbuceos del siglo XXI me merecen una simpatía y
consideración de orden superior. Si alguien quiere hacer una lectura psicoanalítica
de esta actitud está en su derecho, quizá acierte, o quizá se equivoque (allá
él o ella). Todo lo que cumple años hace bien en reflexionar sobre la cuestión
sin prejuicios ni complejos. La grandeza de la vida se mide en su duración y no
solo en sus destellos momentáneos. En fin, no se hable más…
Y entre tanto, sí, murió el genial Tom
Wolfe, sin avisar, dejándonos este inteligente libro como testamento
literario. Un libro celebrando el poderío del lenguaje. Este libro polémico,
con todos sus errores e inexactitudes, no es un alegato contra Darwin o
Chomsky, como se ha dicho, ni una apología de sus rivales y contrincantes
ideológicos. Wolfe ha escrito este ensayo para todos aquellos a quienes ha
interesado siempre mucho más el lenguaje que la lingüística, la compleja vida
del lenguaje y las lenguas que las teorías sobre su estructura, historia u organización.
El lenguaje es la verdad de lo que somos los
humanos. La creación del lenguaje nos hizo humanos y todo lo que hemos construido
a lo largo de nuestra dilatada historia como especie, para bien y para mal,
proviene del lenguaje. El lenguaje nos confiere la idea del pasado, de ahí su
relación con la memoria (la nemotecnia es el lenguaje, dice Wolfe), y con el
presente, imposible vivir lo inmediato sin la mediación del lenguaje. Y también
el futuro, como especulación de la mente despierta, como imaginación de las
palabras con que se nombra hasta lo inexistente, lo inalcanzable, lo distante e
inconcebible. Esta es la grandeza poética del lenguaje. La tecnología
primordial que revolucionó la vida del “homo sapiens”, creada al principio
imitando los sonidos animales para transformarse después en un poderoso
instrumento cognitivo, una prótesis neuronal que creó el yo del hablante y con
él la comunicación entre semejantes. Una tecnología democrática, también, en la
medida en que todos pueden aprender a manipularla. Nuestro reino es la
locuacidad, el arte de la laringe, el orgasmo verbal de la glotis. Esto es, en
palabras de Wolfe, lo que ha puesto en pie imperios y civilizaciones, culturas
y guerras, palacios y burdeles, ciudades y monumentos, religiones e ideologías,
la poesía y la pintura. Pero también el lujo y la tecnología.
La epifanía final del libro resume su ideario
con elocuencia. Wolfe contempla unas láminas de un libro sobre la Teoría de la
evolución donde observa a una chimpancé junto con su cría y unos gorilas
buscando cobijo para la noche. Y luego despega los ojos de las fotografías y
mira por la ventana de su apartamento neoyorquino y descubre las ventanas de
dos hoteles de lujo. Evoca entonces, nombrando objetos y marcas, el confort
suntuoso de las habitaciones y suites. Entre “Primatolandia” y Manhattan, Wolfe
lo tiene claro. El lenguaje ha construido la gloria de esos rascacielos y el
dinero capitalista que los financia y dota de lo necesario para hacerlos placenteros
y atractivos.
La cháchara lingüística y el darwinismo, concluye
Wolfe, se equivocan al no reconocer esta verdad. El lenguaje son las lenguas,
en su infinita variedad y virtudes diferenciales, y la evolución, ese proceso
por el que la bestia humana se irguió sobre todas las otras especies animales,
acabó cuando el lenguaje concluyó su trabajo en el cerebro. Este libro viene a
recordarnos cuestiones fundamentales que la pretensión científica y la
arrogancia formalista han querido hacernos olvidar en el último siglo. Wolfe se
despide del mundo con una lúcida reflexión sobre lo que ha sido para él un vigoroso
medio de expresión y comunicación. Wolfe nos debía esta suerte de tratado de
estilo. Harían bien todas las escuelas de letras y periodismo en incorporarlo
como lectura recomendable para fomentar el ingenio verbal, la brillantez sintáctica
y la audacia locuaz. Quizá sea la única forma de seguir hablando del mundo sin
claudicar ante el poder totalitario de las imágenes. Bendito lenguaje y bendito
Wolfe.