La historia de la literatura se compone de muchos malentendidos. El más frecuente es el del escritor con sus editores o con sus lectores, dos subespecies de malentendido que pueden malograr una carrera creativa, tanto por los excesos del éxito como por los del fracaso. Y a veces por los dos, como en el increíble caso de Richard Brautigan (1935-1984), autor aupado al pináculo de las ventas millonarias y la fama absoluta e idolatrado por la generación contracultural, los “beats” tardíos y los “hippies” en viaje permanente a los orígenes de la vida y la civilización, todos los que encontraron refugio en San Francisco y alrededores, pero también en el desierto californiano. Los nuevos mutantes, como los llamó en un célebre ensayo Leslie Fiedler, otro gurú universitario de la época. Esa generación iconoclasta cuya insurgencia pacífica Zabriskie Point, la incomprendida obra maestra de Antonioni, retrató en su momento climático, con música de Pink Floyd. Si Brautigan hubiera participado en el guion, podríamos atribuirle quizá ese final fantástico donde todos los símbolos y objetos de la sociedad de la opulencia saltan por los aires para instaurar una utopía que nunca tuvo lugar.
Muchos años después, ya en plena era Reagan, cuando supo que su tiempo había pasado, Brautigan se suicidó pegándose un tiro, a la manera truculenta de Hemingway o, no hace tanto, de otro cronista delirante de la década prodigiosa como Hunter S. Thompson. Tardaron tanto en descubrir su muerte que, según el forense, el cadáver de Brautigan se había convertido en un repulsivo amasijo devorado por las larvas, la cabaña donde vivía estaba invadida por enjambres de moscas y el hedor era nauseabundo. Lo que no supo ver la mirada clínica del forense, no estaba preparada para ello, es que aquellos no eran sólo los despojos de un escritor olvidado antes de tiempo sino la escalofriante imagen de la descomposición de una utopía. Esa misma utopía luminosa que dos décadas atrás Brautigan había descrito, con poesía ingenua y sentimental (esas truchas juguetonas que custodian los ataúdes de los muertos) y excéntricas dosis de filosofía zen (esos tigres taoístas que se saben de memoria los proverbios de William Blake que dan sentido a su existencia amenazante y no necesitan citarlos para no parecer más cultos de lo que son), en esta novela deliciosa y premonitoria recién publicada en español (In Watermelon Sugar/En azúcar de sandía, Blackie Books, 2011).
Antes de esto, Brautigan practicó la poesía y conoció la pobreza y la soledad que el artista original debe padecer antes de alcanzar a su público, esquivo por naturaleza a toda novedad. Y luego, en 1964, el fracaso con su primera novela, Un general de la confederación de Big Sur, la reescritura libérrima de la historia americana y, en especial, de la guerra civil que había liberado a los afroamericanos de la esclavitud para esclavizar a todo un país en la industria, los negocios y el culto al dinero. Esto Melville ya lo había contado con incomparable humor negro, de modo que Brautigan lo contó actualizándolo con el humor y la alegre ingenuidad de un blanco que tuviera el alma y la sensibilidad de los indios, esos grandes excluidos de la historia americana. Fracasó porque la historia, por excéntrica que fuera la revisión, apenas interesaba a los que sólo perseguían la quimera de una vida alternativa. Pero triunfó en 1967, fecha clave en la cronología hippie, con La pesca de la trucha en América, donde Brautigan reinventa el espacio americano, con una voz única y una mirada insolente que traza un nuevo mapa mental y una nueva geografía del país a partir de la estrambótica vivencia de los marginados de la sociedad y la cultura, en contacto permanente con las fuerzas primigenias de una naturaleza tan expoliada como sublime. Brautigan era el heredero de la moderna tradición picaresca y cómica inaugurada por Mark Twain, la de Hukcleberry Finn, sobre todo, la tradición de los niños salvajes que dan la espalda a la sociedad puritana y represora y a la educación convencional y se sumergen sin prejuicios en el parque de atracciones de la realidad en compañía del amigo negro, un igual en la aventura de la vida. Así es la segunda novela publicada de Brautigan, la primera escrita en realidad, un viaje lírico hilarante al confín de la libertad y la fraternidad humanas más allá de las razas y los sexos. Y así lo recibieron sus millones de lectores y fans, como guía lúdica para escapar de las convenciones vigentes y biblia profana para adentrarse, sin brújula, en el territorio inexplorado de la utopía libertaria.
Eso es también En azúcar de sandía, publicada en el revolucionario 1968: una fantasía libidinal sobre la verdadera vida, como reclamaba el comunero Rimbaud. Una utopía (“yoMUERTE”) localizada en una comuna genuina donde el egoísmo está proscrito y las casas y las cosas están fabricadas con “azúcar de sandía”, ese material metafórico con que el deseo de sus habitantes aspira a reconstruir la realidad sin hipotecas culturales. Con gran ironía narrativa, el libro termina justo cuando está a punto de comenzar una fiesta para celebrar la desaparición de los más insidiosos antagonistas de la comunidad, la banda autodestructiva de “enHERVOR”. Por desgracia para todos, en la realidad de los años posteriores, los valores negativos de “enHERVOR” recuperaron el control de la historia americana, como Pynchon (otro compinche posible de Brautigan) supo contar con mayor pesimismo en Vineland, y la siniestra pandilla de facinerosos y borrachos volvió a doparse a diario con el oscuro licor que destilan todas las cosas que habría que olvidar (inolvidable “Olvidería”) para que las cosas fueran, precisamente, de otro modo.
Esta jubilosa trilogía novelesca de Brautigan, publicada en el último año por Blackie Books con fascinante diseño y espléndidas traducciones, dice al desanimado lector actual, por medio de sus metáforas haiku y sus juegos de escritura y su humor contagioso, mucho más sobre lo que significaron los sesenta en la historia de la cultura que su olvido prematuro como escritor, a todas luces injusto e injustificable, o su cadáver putrefacto, por más que éste también nos resulte, es el signo de los tiempos, de una elocuencia perturbadora.
En homenaje a su estupenda novela The Abortion (1971), se creó hace años en la sede de la Biblioteca Brautigan, dedicada a su obra completa, una sección original donde se acogían manuscritos impublicados como forma de reconocimiento a todo lo que no es posible, fracasa o queda sin realizar. La utopía de la literatura.