viernes, 28 de agosto de 2009
PROTECT ME FROM WHAT I WANT
lunes, 24 de agosto de 2009
GHOST IN THE SHELF: UN INSERTO CIBERPUNK
[A finales de julio, el NY Times publicaba un reportaje sobre una extraña reunión científica que había tenido lugar en Monterrey (California). En ella, destacados investigadores del área de la robótica y la inteligencia artificial advertían sobre la aceleración experimental producida en este campo durante la última década y alertaban con preocupación sobre la necesidad de tomar medidas para evitar los problemas derivados de contar con máquinas superinteligentes capaces de hacerse con el control y gestión del sistema en detrimento de los humanos. No es ficción, es ciencia. Esa amalgama de ciencia especulativa y ficción realizada a través de la tecnología a que nos va acostumbrando la realidad en mutación del siglo XXI. El horizonte de la “singularidad”, como denomina a ese evento cibernético irreversible su máximo instigador Ray Kurzweil, ya se encuentra ante nuestros ojos (naturales o artificiales), aunque muchos se resistan a verlo. En este contexto, las audaces propuestas de la estética ciberpunk (en cine sus tres logros supremos serían, sin duda, Blade Runner, Ghost in the Shell y New Rose Hotel, la primera basada en el gran precursor Philip K. Dick, la segunda en un manga y la tercera, no por casualidad, en Gibson) van infiltrándose en la realidad cotidiana, sin mayor escándalo, como procedentes de un mundo paralelo, una dimensión bifurcada. Es éste un buen momento histórico, por tanto, para revisar algunas de esas propuestas desde la convicción de que cualquier narrativa que pretenda dar cuenta de la experiencia contemporánea tendría que incorporar, de un modo u otro, componentes ciberpunk en sus estrategias, referentes o dispositivos. Soy consciente del riesgo de declarar algo así en un país y una cultura donde la ciencia ficción, por razones culturales e históricas fáciles de explicar pero no de entender, es considerada con desprecio. No (me) importa. Esta afirmación comporta también, de manera inevitable, un cierto desprecio hacia las formas trasnochadas del pensamiento, la cultura y, en especial, la literatura, que constituyen el lote mayoritario que se exhibe en todos los escaparates del hipermercado nacional a finales de la primera década del último siglo en que los humanos mantendrán el control sobre su mundo. Q. E. D.]
Tout livre est une machine, c’est-à-dire un être vivant. Tout livre est un codex cérébral, un long virus qui s’imprime durablement dans la mémoire neurologique, c’est-à-dire dans le corps humain tout entier. Juger la qualité d’un roman sur le strict plan de son "harmonie interne", sur la qualité intrinsèque de sa phrase, de son style, ou de son récit consiste à ne pas prendre en compte ce pour quoi toute littérature, me semble-t-il, est produite : pour détruire, pour corrompre. Pour transgresser. Pour contaminer. Tout roman est une machine de guerre. Une machine de guerre nomade, mentale et biochimique, que chaque auteur détruit avec la suivante.
M. G. Dantec
El programa ontológico de esta vertiente high-tech de la narrativa postmoderna, centrada en la sobreabundancia de imágenes, dispositivos y simulacros en el espacio social, lo formuló de modo precursor William Burroughs en su fundamental trilogía Nova Express y, en particular, en la primera novela de la serie, La máquina blanda (1961-66), donde escribió, a modo de eslogan político delirante: “Asaltar los Estudios de la Realidad y volver a filmar el universo… El film de la realidad cediendo y combándose como un tabique bajo presión”. Las consecuencias de este programa literario de asalto a los fundamentos mentales y tecnológicos de la realidad, consumado por Burroughs en su trilogía terminal Ciudades de la noche roja (1981-1987), las adaptó a las realidades corporativas del mundo contemporáneo la corriente coetánea de ciencia-ficción denominada ciberpunk, que el crítico cultural Fredric Jameson consideró “la expresión literaria suprema si no del postmodernismo, sí del capitalismo tardío”.
Neuromante (1984), la novela emblemática del movimiento, escrita por William Gibson, comienza con un enunciado que se ha hecho paradigmático de los presupuestos de esta nueva estética que no debe reducirse exclusivamente al ámbito de la narrativa de género, antes bien debe servir como constatación de las mutaciones referenciales a que ha de enfrentarse la narrativa mundial de las últimas décadas: “EL CIELO SOBRE EL PUERTO tenía el color de una pantalla de televisor sintonizado en un canal muerto”. Es en esta novela fundacional donde se menciona por primera vez la noción de ciberespacio como “alucinación consensual”, un mundo virtual enteramente compuesto de información: “Una complejidad inimaginable. Líneas de luz clasificadas en el no-espacio de la mente, conglomerados y constelaciones de información”. En las conexiones de la conciencia del protagonista (“un vaquero del ciberespacio”) a la matriz de datos encriptados, y en la toma de contacto con la inteligencia artificial que da título al libro, es donde se configura la primera descripción literariamente verosímil de la realidad virtual como pleno espacio de ficción narrativa. Luz virtual (1993) es precisamente el título de la cuarta novela de William Gibson, cuya enrevesada trama gira alrededor de un simulacro virtual y cuya concepción del tiempo y la historia son también registradas en cintas de uso indeterminado. Pero “Luz Virtual”, según Gibson, es un término tecnológico que acuñó el científico Stephen Beck para referirse a “una forma de instrumentación que produce sensaciones ópticas directamente en el ojo sin utilizar fotones”. Una luz inexistente para simulaciones visuales de contundente realidad.
Un avatar más reciente de la narrativa ciberpunk, una suerte de vuelta de tuerca a su estética rabiosamente contemporánea de lo virtual, lo representa Noir (1998), de K. W. Jeter. Esta novela extrema algunos de estos planteamientos conceptuales hasta el punto de que su protagonista, McNihil, se implanta quirúrgicamente unas prótesis ópticas a fin de percibir conforme a los códigos del cine negro la rechazada realidad circundante, cibernética y corporativa, e incorporarse a esa ficción meramente visual y subjetiva en tanto detective prototípico de un mundo de valores trasnochado, pero altamente preferible para el personaje a la realidad existente, degradada o envilecida por la acción negativa de los agentes tecno-económicos del sistema. Las resonancias cervantinas inscritas en la perversa trama no acaban aquí, pues la invención de una femme fatale virtual (November) que contribuya con su peligroso atractivo y su capacidad de traición a completar el cuadro simulado de una realidad modificada tecnológicamente para acomodarse al deseo del consumidor prosigue casi literalmente los procedimientos y los motivos de generación fantástica de la ideal Dulcinea del Toboso a partir de los materiales vulgares y perecederos de Aldonza Lorenzo que se dan en la canónica novela de Cervantes.
En esta misma línea ontológica se inscriben los desarrollos más avanzados de la ciencia ficción, como la novelística hacker de Neal Stephenson, irónica respecto de la condición posthumana y muy crítica con la ecuación de identidad humano-ordenador del cognitivismo, tanto en Snow Crash (1992), ambientada en un mundo dominado por la realidad virtual y los virus informáticos, como en La era del diamante (1996), donde la nanotecnología suplanta a la realidad virtual en su reconfiguración descriptiva de los espacios privados y públicos donde transcurre la novela y da origen a un modelo simulado de libro que encierra, como en El hombre en el castillo de Dick, el código revolucionario que va a trastornar el opresivo orden virtual dominante, identificado en la ficción con un avatar tecnocrático de la ideología victoriana. Es el mundo contemporáneo en su integridad, por tanto, y no solo la literatura de ficción que trata de dar cuenta de los procesos de descomposición de la realidad en innumerables espectáculos virtuales, el que está punto de transformarse “en un juego de realidad virtual”, absorbido sin remedio en “el juego de las novelas y las películas de ciencia ficción” (Shaviro).
Sobre estos mismos cimientos ciberpunk, precisamente, construye Maurice G. Dantec la novela Babylon Babies (1999), una extrapolación narrativa de todos los dilemas contemporáneos sobre devenires tecnológicos, realidades residuales y futuros posthumanos. Esta es la explosiva fórmula del cóctel de Babylon Babies: unas estimulantes dosis de sensibilidad ciberpunk para las nuevas tecnologías, tramas y mundos a lo Philip K. Dick, teorías punteras sobre la Inteligencia artificial, el ADN y los ciborg, más la filosofía esquizofrénica de Deleuze, una geopolítica mundial de caos global y guerras locales, mutaciones genéticas, drogas psicodélicas, experimentos terminales y sectas milenaristas, formas extremas de vida posturbana, etc. La extraordinaria ficción de esta novela se genera a partir de la conexión de una prodigiosa “biomáquina” cibernética, una “neuromatriz” llamada Joe-Jane (“programa y programador a la vez….una especie de cosmos micrónico en expansión, un proceso-procesador integral”), con el cerebro de una psicótica esquizofrénica (Marie Zorn). Este encuentro milagroso de la inteligencia artificial y la “esquizo” de poliédrica personalidad da lugar a la constitución fortuita de un “cerebro-cosmos” que es el doble tecnológico y especulativo de la novela, un simulacro de sus procedimientos de escritura, esto es, de producción, selección y procesado de información. Este segundo narrador de conciencia cósmica conduce la narración de un modo no lineal y caótico hasta el final más conveniente para sus intereses y el más inesperado para las expectativas del lector: la culminación del proceso evolutivo y la generación de una nueva especie posthumana, fusión de organismo y máquina (“Homo sapiens neuromatrix”). Como también lo hace, en cierto modo, Boris Dantzik, el escritor que interviene en la ficción, una réplica apenas simulada de Dantec, autor de una novela voluminosa, una suerte de “Liber Mundi” (“Santa María del Cosmódromo”) que prefigura los rudimentos esenciales de la delirante trama de la novela original: “Había imaginado la historia de una esquizofrénica de personalidades múltiples que se convertía en la apuesta de la economía del futuro…podría decirse que yo había inventado a Marie Zorn”. Todas estas tautologías y redundancias solo sirven para expresar con recursos metanarrativos la verdadera complejidad del referente novelístico de un mundo emergente y lingüísticamente indescriptible: “la extraña sensación de estar frente a un libro nuevo, que solo espera ser escrito”. Una hiperficción genuinamente apocalíptica que anticipa a su vez, con todos sus excesos científicos y su amalgama estético-filosófica, el futuro más cercano y las tecnologías radicales que disiparán aún más la difusa frontera entre ficción y realidad. El bucle metaficcional de Babylon Babies se enlaza así con el tropo neurobiológico y la inteligencia artificial para sellar la definitiva incorporación del género narrativo a las redes (post)cognitivas que están reconfigurando los modos de relación del cerebro biológico con un entorno cada vez más artificial y complejo.
lunes, 17 de agosto de 2009
DON DELILLO 1: EL LIBRO DE LAS DUDAS
[Dos magníficas noticias sobre Don DeLillo devuelven a este autor italo-americano a la actualidad más acuciante. Una, David Cronenberg prepara una película basada en su novela Cosmópolis, lo que es una excitante noticia para los amantes del cineasta y los del escritor (y, en especial, para quienes como yo admiramos desde hace años a ambos creadores por su originalidad narrativa y potencia figurativa así como por su productiva relación con las mutaciones de la vida contemporánea). La intersección del mundo mental de Cronenberg con el mundo mental de DeLillo, a través de una de sus novelas más ballardianas, promete ser (como lo fue Crash hace más de una década) uno de los grandes acontecimientos cinematográficos del próximo año. Dos, se anuncia para febrero la edición americana de la nueva novela de DeLillo, Point Omega. Una vez más la abstracción espacial del desierto y la conspiración mental de la política y la historia americana de las últimas décadas se entrecruzan en la trama de la novela para producir uno de esos fulgores de inteligencia extrema a que nos tiene acostumbrados el maestro del Bronx.
Me doy cuenta de que DeLillo es uno de los novelistas americanos sobre los que más he escrito. He dedicado artículos y ensayos, además de menciones y citas, a casi todas sus novelas. Recupero ahora, para conjugar todas estas coincidencias y prometedoras anticipaciones, mi reseña de su anterior novela, El hombre del salto (Falling Man, 2007). No es una de sus mejores, por muchas razones que se discuten en el texto, pero es puro DeLillo enfrentado a los fantasmas del 11-S y eso basta para convertirlo en una experiencia de lectura fascinante. Como complemento, publico en otra entrada mi reseña de Cosmópolis (2002). Ambos textos fueron publicados, coincidiendo con las respectivas ediciones en castellano, en la revista Quimera en muy distintos períodos (2003 y 2007), lo que implica, con todo, una cierta coherencia estética.]
"I don't take it seriously, but being called a 'bad citizen' is a compliment to a novelist, at least to my mind. That's exactly what we ought to do. We ought to be bad citizens. We ought to, in the sense that we're writing against what power represents, and often what government represents, and what the corporation dictates, and what consumer consciousness has come to mean. In that sense, if we're bad citizens, we're doing our job."
D. D.
¿Qué puede hacer un escritor cuando se hacen realidad sus intuiciones más terribles? Ésta es posiblemente la pregunta que Don DeLillo se planteó a raíz del 11-S. En muchas de sus novelas se había prefigurado la catástrofe que haría tambalearse los cimientos del sistema sólo para ofrecerles la oportunidad de fortalecerse aún más, como se ha podido comprobar. Han pasado ya seis años y, quizá por esto, DeLillo se ha propuesto afrontar el hecho desde una perspectiva distinta y en el formato de una novela[i] aparentemente menor donde ha pretendido exteriorizar el aspecto más humano de la tragedia, reflejar paradójicamente el impacto consciente e inconsciente que tuvieron los atentados en la gente que los vivió. En este sentido, se podría considerar esta novela como un acto de expiación simbólica.
En el corazón de la novela está, por tanto, la imagen emblemática de un hombre que se arroja al vacío. Un artista callejero (David Janiak, que da título a la tercera parte de la novela, la de composición más arriesgada) que se dedica a remedar en espacios públicos la caída de los cuerpos desde las torres utilizando sólo un arnés de seguridad. Se lanza de cabeza desde elevados edificios pasmando a los transeúntes y obligándoles a recordar todo lo sucedido el día en que los aviones atacaron las torres. En cierto modo, esa peligrosa performance admitiría también una lectura existencial, ya que su evidente metáfora remite al comienzo y al final de la narración, enlazados de modo admirable por la narración, cuando el protagonista (Keith Neudecker) sobrevive al derrumbamiento de la torre en la que trabajaba. Las últimas líneas de la novela, que podrían ser también las primeras de la relectura, asumen su perspectiva de superviviente y le confieren una resonancia moral que trasciende el significado del acontecimiento: “Luego vio una camisa cayendo del cielo. Andaba y la veía caer, agitando los brazos como nada en esta vida”.
Tres niveles o partes articulan el dispositivo dialéctico de la novela. Cada uno posee un nombre propio como título, ahondando en las obsesiones borgianas del autor de Los nombres. El primero se titula “Bill Lawton”. Es así como el hijo del protagonista y sus amigos pronuncian el exótico nombre de Bin Laden. Los niños están convencidos de que las torres no han caído y que ese todopoderoso señor de la guerra, una suerte de genio maligno digno de una fantasía pueril a lo Harry Potter, volverá pronto a atacar la ciudad. Por eso los niños se pasan el día intercambiando misteriosas contraseñas que intrigan a los adultos y escrutando el cielo de Manhattan en busca de señales de su ominosa presencia.
El segundo nivel se titula “Ernst Hechinger”, que es el nombre clandestino de un personaje secundario, amante de Nina Bartos, la suegra del protagonista. Un antiguo miembro de la banda Bader Meinhoff reciclado con los años en tratante de arte internacional. Este personaje permite a DeLillo establecer un parentesco entre el terrorismo revolucionario europeo de los años sesenta y setenta y el terrorismo islámico de última generación: “Son parte del mismo patrón. Tienen sus teóricos. Tiene sus visiones de una hermandad mundial”. No por casualidad, es este sujeto rebautizado como Martin quien sostiene una de las opiniones más polémicas de la novela: “Para eso edificasteis las torres, ¿no? ¿No se levantaron las torres como fantasía de riqueza y poder para que algún día se convirtiesen en fantasías de destrucción? Una cosa así se construye para verla caer. La provocación es evidente”.
No obstante, la trama principal de esta segunda parte la constituyen los intrincados modos de relación entre Keith y su mujer Lianne, también profundamente afectada por la catástrofe. Vivían separados pero él regresa a casa después de salir indemne del atentado. Cada cónyuge representa un sentido diverso de la búsqueda traumática. Lianne se decanta por las opciones más conservadoras: la familia, la religión, la comunidad. Mientras Keith, a pesar de todo, experimenta el sentimiento de pérdida en toda su radicalidad ontológica: no es posible creer en nada, ya sea la familia, Dios, la sociedad o el amor, en un mundo donde ocurren cosas tan terribles como éstas. Y acaba progresivamente absorbido en la fascinación de los juegos de azar, el póquer, el mundo artificial de los jugadores y los casinos, la circulación del dinero y los viajes constantes, totalmente alejado de un hogar que sólo existe en el falso deseo de armonía y felicidad de su mujer. Hay una epifanía memorable en la línea de fuga de Keith, uno de esos grandes momentos de lucidez delilliana, que es cuando descubre que el agua de una cascada decorativa en un casino de Las Vegas es un simulacro mucho más auténtico que cualquier otra realidad acreditada que haya podido conocer en su vida. Un efecto especial tan convincente como las secuelas del atentado. Y un indicio flagrante de la irrealidad del modo de vida mayoritario.
Una de las tramas secundarias más sugerentes de la novela gira en torno al maletín que Keith porta en la mano al abandonar la torre colapsada. Pertenece a alguien que trabajaba allí como él y a quien al principio da por muerto. Sin embargo, ese objeto banal, cargado de objetos que sólo incrementan su cotidiana banalidad, como en uno de esos cuadros de Morandi que tanto fascinan a su suegra y a su mujer, lo conduce a Florence, su propietaria, otra superviviente como él de la aniquilación. Entre ambos surge entonces una relación inusual, más allá de las palabras o los gestos pero también más allá de la carne y la atracción. Una de esas relaciones enigmáticas a las que sólo el arte narrativo de DeLillo, heredero en esto del gran Michelangelo Antonioni de La aventura, El eclipse, La noche, El desierto rojo, Blow Up, El pasajero o Identificación de una mujer, es capaz de conferir credibilidad y sentido.
Cada parte concluye, precisamente, con el relato segmentado de la preparación de los atentados. El lector penetra entonces en la mente de los terroristas (en particular de uno de ellos, Hammad, compañero de Mohamed Atta) y percibe el mundo a través de sus singulares concepciones sobre la vida y la muerte. Es en Afganistán, precisamente, donde Hammad “había empezado a comprender que la muerte es más fuerte que la vida”. La muerte es el camino hacia Dios y el nombre de Dios está en “todas las lenguas del paisaje”. El choque narrativo entre las vivencias de las víctimas (habitantes de la sociedad de consumo cuya ideología es la lógica capitalista del espectáculo) y las vivencias de los terroristas (o el absolutismo de sus postulados en todos los órdenes de la vida y el misticismo cruento de su sacrificio) escenifica el antagonismo moral de sus respectivas versiones de la realidad, como un duelo ideológico. El bucle final de la novela permite la transición de la perspectiva narrativa del terrorista, instalado en el avión antes de estrellarse contra la torre, a la de Keith, recluido en su oficina del World Trade Center en el momento del impacto. Esta focalización alterna del atentado supone el logro técnico más deslumbrante de la novela.
Sin embargo, DeLillo no se permite en su cartografía del presente una versión maniquea de la situación. En el fondo, esta novela persigue aprender la (im)posible verdad del acontecimiento como aporía que consume a todos los personajes por igual, terroristas y ciudadanos, y les obliga a formularse esta cuestión, enunciada en los términos provocativos de Slavoj Zizek: “¿Y si sólo estuviéramos realmente vivos si nos comprometemos con una intensidad excesiva que nos sitúa más allá de la mera vida?”. O, si se prefiere plantear la misma cuestión de un modo ligeramente distinto: “Lo que hace la vida realmente digna de ser vivida es el verdadero exceso de vida, la conciencia de que existe algo por lo que uno estaría dispuesto a arriesgar la vida”.
No hay una solución única, desde luego, pero esta novela de DeLillo se cuenta entre los documentos contemporáneos que se ocupan del problema con mayor sensibilidad e inteligencia.
[i] El hombre del salto, traducción Ramón Buenaventura, Seix-Barral, 2007.