[Publicado en medios de Vocento el martes 19 de octubre]
A los ciudadanos nos toca sobrevivir hoy en ese
filo peligroso entre la ciencia y la ficción, entre la hegemonía de la ciencia y
el gobierno de la mentira. La ciencia trabaja en lo suyo mientras la política
transforma en ficción tecnócrata todos sus esfuerzos racionales. Es el principal
descubrimiento permitido por esta pandemia que se aleja como una tormenta
eléctrica tras descargar sobre nosotros una lluvia de males.
Debo referirme a esta cuestión con extrema prudencia.
Hay una autonomía donde la electricidad es tabú de alta política. Así se lo han
hecho saber a Sánchez esta misma semana, en tono amenazante, los portavoces parlamentarios
de las corporaciones eléctricas. Y Sánchez ha debido recular, como si recibiera
un calambrazo mortal, y minimizar las medidas sociales del decreto sobre la luz.
Ya sabemos que la energía eléctrica es la clave
del funcionamiento del mundo. Sin ella, nada de lo que consideramos valioso
podría existir ni sostenerse. Apena por eso ir al cine a ver excitantes estrenos
como “Titane” o “Benedetta”, de visión obligatoria para espectadores inquietos,
deseosos de validar su ética a través de la estética, y encontrar las salas
vacías. Solo el bueno de Bond ha conmovido el corazón del público con su
paternidad sobrevenida y muerte súbita. Cuando el cine inteligente pierde,
Netflix gana. Y “El juego del calamar”, la novísima sensación coreana, muestra al
desnudo la obscena crueldad del modo de vida dominante.
La luz artificial que irradia la gran pantalla de mi nuevo televisor cuántico disipa la tristeza moral del presente. Estos sofisticados equipos nos devuelven el asombro antiguo, como dice Borges, que reunía a la humanidad primitiva en torno al fuego durante la larga noche. No solo de ciencia viven hombres y mujeres. La ficción es tan preciosa como el alimento y el vestido. Pero la mentira no.