[Varios autores, The Walking Dead, Errata Naturae, Madrid, págs. 269]
Ya no asustan a nadie. O no como lo hicieron en
sus primeras apariciones. Digamos que ahora recuerdan a los espectadores
aquello en lo que se han convertido, el estado de catatonia al que han
sucumbido delante de las múltiples pantallas de sus vidas. El miedo que
producen cuando su silueta bamboleante y amenazadora se perfila en la cercanía
de los humanos que aún conservan la vida en el sentido clásico se parece más a
una forma de reconocimiento familiar que a una extrañeza radical. Ante la
pantalla donde una multitud de zombis se impone con su latente agresividad, los
espectadores se ven retratados con un realismo crudo propio de “la época donde
lo Grotesco se volvió lo Natural”, como dice Pierre Blanc citando a Herman Melville.
La teleserie The
Walking Dead, una de las más populares del momento, es el último avatar de
una larga serie de producciones que, desde fines de los sesenta, con La noche de los muertos vivientes de
Romero como obra fundacional, instaló la figura del zombi en el centro
neurálgico de la cultura contemporánea. Criatura controvertida e inclasificable, a medio camino
entre la antropología costumbrista y la sociología metafísica, el muerto
viviente encarna todas las paradojas de las sociedades occidentales sumidas en la voracidad
libidinal del consumo y la devoración simbólica de la realidad por los medios masivos. En este
sentido, el zombi no es otra cosa que la imagen cosificada del espectador y el
consumidor. Constatación que se hace aún más dramática tras la lectura de este
heterogéneo tratado sobre la condición humana en el presente capitalista.
Por otra parte es irónico plantearse, como hace
el filósofo de la ciencia Gordon Hawkes, el problema cognitivo suscitado por la
existencia real del zombi. ¿Se puede atribuir entendimiento a quien carece de
vida cerebral? ¿Despunta la conciencia allí donde los impulsos elementales son
dominantes? La exitosa teleserie, como el cómic de Robert Kirkman en que se basa, no resuelve
este problema trascendental, pero le añade una complejidad ideológica
inexistente en otras versiones. Como dice Jorge Fernández Gonzalo: “la
tecnología es ahora quien detenta el poder de emocionar o emocionarse”.
Y si todo posee en esta teleserie los signos de
lo real no es por capricho. La televisión americana más reciente nos ha
acostumbrado a una narrativa realista fundada en la simulación. Un realismo diseñado
para la era del simulacro, donde fingir efectos reales preserva la creencia en
la realidad. Con los zombis y su truculenta danza de la muerte, esta
escenificación apocalíptica de un realismo social reseteado alcanza ahora un nivel de definición mortal para
teleadictos. Los zombis constituyen la sutura categórica de la versión de la
realidad que las teleseries promueven en el espacio doméstico: esa estética donde se entrecruzan la
ficción fantástica y el falso documental. A esa visión en HD le faltaba hasta ahora la
complicidad absoluta que produce el hecho de que a uno y otro lado de la
pantalla, con los ojos en blanco y la boca babeante, se encuentren los mismos
zombis, cadáveres ambulantes y espectadores descerebrados.
La muerte y la vida son, gracias a la tecnología
televisiva, fenómenos comunicantes o reversibles: “la dicotomía entre lo vivo y
lo muerto, la pasividad y la acción, es el gran tema de toda odisea zombi”, según
Fernández Gonzalo. La “sociedad del espectáculo” teorizada por Debord ha
encontrado en las ficciones de zombis su alegoría más instructiva. Finalmente,
los humanos siempre han vivido en un mundo donde, como reza el colofón del
libro, “los muertos enseñan a los vivos”.