Eterno retorno de ThomasPynchon (la ilustración es un
retrato apócrifo pintado al odio por su ex novia de los sesenta Mary Ann
Tharaldsen). Comienzo por el principio,
el verbo y la literatura total de Pynchon. En unos días publicaré mis
comentarios sobre su última novela, la fascinante Al límite (Bleeding
Edge).
De Thomas Pynchon, el escritor contemporáneo con
más fama de recluido e invisible, los lectores conocen lo necesario. Incluso
más, si consultan las bases de datos adecuadas. En el tiempo de las cámaras y
las imágenes proliferantes, Pynchon se las ha arreglado para no dejar
demasiados rastros visuales de su paso por el mundo. Es irónico que su sexta
novela (Against the Day, 2006;
editada por Tusquets, con una espléndida traducción de Vicente Campos, como Contraluz) exprese desde el título ese
conflicto íntimo con la imagen pública y asuma la temática de los artilugios
lumínicos, los dispositivos ópticos y las teorías de la visión como conductor
narrativo de una trama donde el conflicto entre lo visible y lo invisible es
esencial.
Como certifican sus estudios de ingeniería
eléctrica y literatura inglesa en la Universidad de Cornell, la hibridación de
lo literario y lo científico-tecnológico es el rasgo dominante de las siete
novelas y el único libro de relatos (Lento
aprendizaje; 1984) que ha publicado hasta el momento. La narrativa de
Pynchon se caracteriza, de modo sumario, por proponer un gran relato alternativo
a las versiones oficiales de la historia occidental. La historia es en Pynchon
una pesadilla recurrente de la que sus protagonistas no saben librarse, a pesar
de intentarlo con todas sus fuerzas creativas y vitales. Por ello, Pynchon es
el historiador apócrifo de todo lo que la historiografía académica, falta de
imaginación y sobrada de positivismo
contable, es incapaz de ver en el decurso histórico.
Los fundamentos arqueológicos de la novela
histórica al uso, tiranizada por la estrechez del archivo y el peso muerto de
la verosimilitud, son burlados por el arte narrativo de Pynchon con el fin de
escribir una genealogía fantástica de la era contemporánea. Pynchon oficia así
como gran cronista de la versión más espectral y espectacular de un tiempo pretérito
que no sale intacto de su encuentro con una ficción urdida desde la plena
conciencia del presente. Y logra con ello conferir realidad figurativa a las
bifurcaciones, los desvíos, los rodeos o circunvoluciones en que la historia
reciente podría haber tomado otra dirección más deseable y eligió en su lugar,
por una extraña perversión, la línea irreversible que conducía a la masacre y
al dominio de las fuerzas oscuras encarnadas en formas de poder absoluto y en
confabulaciones siniestras para imponer el reinado de la entropía.
No es sorprendente, por tanto, que en todas sus
novelas el ocultismo, las sectas clandestinas, las teorías más excéntricas, los
movimientos científicos, artísticos o filosóficos marginales, las minorías
raciales, los anarquistas, los bohemios o los individuos peligrosos e
inadaptados que se opusieron con más ahínco a la inercia histórica, ocupen el
centro del escenario en combate titánico contra las estructuras ocultas y las
fuerzas insidiosas que conspiran por apropiarse del mismo o ya lo controlan
desde hace tiempo y desde ahí dirigen la representación, imponiendo sus valores
y mitos, ya sea el Gran Capital, la Tecnociencia y su promesa futurista, las
múltiples Máquinas y sus infinitas maquinaciones, la geometría mortal del Tiempo
y la Historia, los Nazis, las diabólicas agencias de inteligencia o el Gobierno
Federal de los Estados Unidos en manos de títeres como Nixon o Reagan.
Este pesimismo carnavalesco de Pynchon se
concreta, sobre todo, en su visión de América, paradójica tierra de la libertad
donde la obediencia es el imperativo del imperio, como sugiere en las páginas
finales de Contraluz cuando Jesse
Traverse, el hijo de Reef y Stray, responde en un trabajo escolar a lo que
significa ser americano en estos términos: “Significa
hacer lo que te mandan y aceptar lo que te dan y no hacer huelga porque si lo
haces los soldados te dispararán” (p. 1327). Esta convicción disidente asociaría
a Pynchon con esos “profetas que habían
visto América tal como debía ser en visiones que los guardianes de América no
podían tolerar” (p. 71).
Mucho más que un escritor visionario, por tanto,
Pynchon es el nombre reconocible de una vasta conspiración libertaria para
subvertir el principio de realidad y expandir un modo de pensar y de entender
el mundo tan poderoso como una religión y tan contagioso como una infección
vírica. Sus magnas novelas, con todo su desternillante humor, sofisticado
erotismo, cosmopolitismo genuino, estética pop, belleza estilística e
imaginación delirante, son para sus muchos fans los textos sagrados de un nuevo
culto a la libertad del espíritu y la inteligencia, la facultad más amenazada
en un mundo gobernado por las leyes masivas de la termodinámica.
Así pasaba ya en V. (1963), su primera novela, situada bajo la influencia de sus
maestros reconocidos Borges y Nabokov, donde todo el despliegue de avatares
venéreos de la fabulosa ciborg
protagonista conduce a la revelación de que la historia secreta del siglo
veinte es la del progresivo dominio de la muerte sobre la vida. En La subasta del lote 49 (1966) Pynchon
escenifica una intrigante alegoría sobre la California contracultural y sus
misterios corporativos y cibernéticos tomando como pretexto irónico el
descubrimiento de un sistema postal alternativo (W.A.S.T.E.) que funciona como
medio de expresión de los descreídos y los insumisos del sistema.
El arco
iris de la gravedad
(1973), su tercera novela, es la más renovadora e importante de la segunda
mitad del siglo veinte. Su título original, de una exactitud provocativa, era
“Placeres descerebrados”, pero no gustó al editor. Le negaron el premio
Pulitzer por ilegible y obscena, aunque ganó el Premio Nacional en 1974. Si el
“Ulises” de Joyce había probado, cincuenta años atrás, la ineficacia del
realismo decimonónico para dar cuenta de la nueva realidad de su tiempo, El arco iris de la gravedad fue aún más
allá al certificar la fosilización de cualquier estética literaria que no
asumiera la influencia determinante de la ciencia y la tecnología sobre la
forma de contar historias en las sociedades más avanzadas de la historia. En
esta sátira enciclopédica diseñada como una película de vanguardia, las
experimentaciones más audaces en torno a cohetes, ordenadores, misiles,
cerebros y plásticos se combinan con delirios paranormales, excentricidades
sexuales, bromas musicales, films porno, alucinaciones lisérgicas y
perversiones ideológicas para trazar un retrato apocalíptico del turbulento fin
de la segunda guerra mundial y los gérmenes del futuro que comenzaban a
gestarse entre las ruinas de un mundo devastado cuya imagen idílica había
saltado por los aires junto con millones de sus habitantes.
Por razones inscritas en parte en la perversa
trama, Pynchon tardaría mucho tiempo en publicar Vineland (1990), donde, como vástago ideológico de la truncada era
Kennedy, explicaba a la perfección, con abundancia de paradojas políticas,
ironías culturales y un humor no exento de una desconcertante melancolía, el
tránsito traumático de la utopía insurgente de los sesenta a la siniestra
“revolución” conservadora de los ochenta. Y después una hilarante novela
dieciochesca, Mason & Dixon
(1996), concebida como un cruce imposible entre Laurence Sterne, John Barth y
Groucho Marx para contar el viciado origen de la nación americana a través de
la vida y las opiniones del dúo cómico de cartógrafos más célebre de la
historia de esta ciencia borgiana donde los territorios y los mapas, como las
fronteras, acaban confundiendo sus límites.
En el otoño de 2009, culminando una hipotética
“trilogía californiana” (La subasta del
lote 49 + Vineland), Pynchon publicó Inherent
Vice, una falsa novela negra ambientada en la costa del Sur de California a
comienzos de 1970. La trama, deliciosa y enrevesada como una ensoñación de
marihuana a la luz de la luna, supone un homenaje psicodélico al gran Raymond
Chandler y, al mismo tiempo, describe aspectos de la realidad coetánea en los
que el viejo narrador angelino no habría reparado con tanta lucidez crítica: la
utopía surfera de Lemuria, la lucha policial por el control social, la
conspiración capitalista para explotar cualquier moda vital o tendencia musical
con la complicidad del poder hegemónico y la mafia y, sobre todo, el
surgimiento secreto de ARPANET, precursora de Internet. Un ente tecnológico
engendrado por el aparato militar americano que, por una de esas aparentes
casualidades que Pynchon nos ha enseñado a entender como conjuras apenas
disimuladas, acaba convertido en el gran medio meretricio que regula el flujo
de la información y las relaciones del flamante siglo.
Es posible que Internet, como antes la
aeronáutica, el cine o la televisión, constituya el invento definitivo para dar
la razón a Pynchon en su visión de la historia humana como lucha intemporal
entre las energías de la libertad y las de la opresión. Desde luego, sin la
literatura de Thomas Pynchon, ese Expediente X de la Historia, todo lo que está
en juego en el siglo veintiuno sería incomprensible.