Hoy
vivimos una época extremadamente cínica (y al mismo tiempo naíf) donde los que
toman decisiones y administran la realidad desde el poder conocen al dedillo
las teorías
de Foucault y Debord (y también las de Deleuze y Baudrillard y algunos adláteres teóricos
de generaciones posteriores) y las aplican en todo, desde el texto de los
discursos y las leyes hasta el diseño de campañas y camisetas, mientras en los
medios intelectuales y, sobre todo, literarios, por razones inexplicables, cunde la fiebre
anti-teoría y el virus anti-intelectual más rancio y casposo. Paradojas de una
realidad cultural en permanente dislocación de formas y valores…
[Gilles Deleuze, Michel
Foucault y el poder. Viajes iniciáticos I, Errata Naturae, trad.: Javier Palacio
Tauste, págs. 168]
Saber es poder, proclama el adagio popular con
sabiduría aprendida en la escuela de la vida. Así era al menos hasta la llegada
de Michel Foucault, uno de los grandes aventureros del pensamiento del siglo
veinte y el filósofo que tomó más en serio el examen de ese binomio perverso. En
sus múltiples investigaciones, solo interrumpidas por una muerte prematura,
Foucault había analizado la historia de la locura, la clínica, la formación de
los saberes clásicos, los enunciados y, finalmente, los discursos sobre la
sexualidad, desde la antigüedad precristiana hasta la era psicoanalítica, en
pos de una idea sustancial: el poder no es tal porque ejecute la violencia o
reprima acciones y discursos. Todo lo contrario. El poder es tal porque tiene
la facultad de “incitar, inducir, disuadir, facilitar o dificultar, ampliar,
limitar, hacer más o menos probable”, según Deleuze, la producción de acciones
y discursos en un campo de fuerzas y de relaciones entre fuerzas. El poder es
más estratégico que impositivo, actúa como fuerza afectiva y no solo como
fuerza restrictiva.
Y ahí es donde se produce su agenciamiento con el saber. El poder
surge del saber, este le sirve de fundamento y, finalmente, produce el
verdadero fin al que se dirige su ejercicio: la normalización. El discurso del
saber tiende a producir la verdad como instrumento del poder con que imponerse
en una determinado campo de fuerzas sociales reordenando sus relaciones efectivas. No es,
por tanto, en el estudio de las grandes instituciones o los grandes
dispositivos del poder donde reside su verdad sino en el escrutinio de la
“microfísica” de los pequeños gestos y los pequeños signos del poder, en las
estrategias prácticas puestas en juego para producir los efectos que le confieren
el dominio sobre el mundo cotidiano que pretende normalizar con su acción.
Si tiene sentido la existencia de la literatura,
como dice Deleuze, no es para distraer a la gente sino para permitir entender
lo que de otro modo sería incomprensible. Cuando Deleuze, al concluir el curso
aquí recogido, recurre a una novela de Herman
Melville (Pierre o las ambigüedades)
para explicar el excéntrico devenir de Foucault, el lector siente que la
literatura se justifica a sí misma y demuestra saber más que la filosofía y la
ciencia juntas. La narrativa alegórica elaborada por Deleuze sobre Foucault
permite entender a este como un arqueólogo que tras aventurarse en la pirámide
del poder, estrato tras estrato, penetra en la cámara funeraria, abre el
sarcófago y lo descubre vacío. Se enfrenta entonces a este vacío nuclear y padece la
decepción y el desengaño. Poco antes de morir, el genealogista Foucault habría
descubierto que en la cripta secreta había algo más, algo invisible a primera
vista. Quizá fuera, forzando el símil, un esotérico modelo de subjetividad, o
el cadáver putrefacto del hombre inventado por el humanismo, o el primigenio
habitante de la tierra, un abominable extraterrestre lovecraftiano, como en un conspirativo episodio de Expediente X, o incluso la figura fetal del superhombre de Nietzsche.
Quién sabe. Esa presencia hierática e intrigante como pocas es aún motivo de
especulación entre conspicuos especialistas en los misterios de la cosa foucaultiana.
No imagino, con todo, en qué universidad o
centro de producción de saberes, desde que rige una idea tan mediocre de la
pedagogía y una tan demagógica relación en las aulas entre profesores y alumnos, se podrían dar
clases de este nivel intelectual, donde un maestro como Deleuze, con la
autoridad reconocida de su conocimiento filosófico, imparte un discurso riguroso
y exigente sobre cuestiones tan abstrusas y, al mismo tiempo, certeras, ante un
grupo de estudiantes que lo sigue con reverencia, curiosidad y pasión. Así que
hasta en este aspecto accesorio el libro daría una lección magistral sobre cómo
funcionan los dispositivos del poder respecto de la formación del saber,
favoreciendo una idea del saber que lo beneficia en sus intereses y destruyendo
otra, con la complicidad involuntaria de sus destinatarios directos, que lo pone en
cuestión.