Decía Cyril Connolly en La tumba sin sosiego, un libro excepcional: “Cuántos más libros
leemos, más claro resulta que la verdadera tarea del escritor es elaborar una
obra maestra”. En este sentido, se puede decir que si Francis Scott Fitzgerald (1896-1940)
hubiera desaparecido tras publicar El
gran Gatsby en 1925 ya habría tenido garantizada la inmortalidad que la
cultura atribuye a los autores de obras imprescindibles de la historia. Conviene recordar esto cuando la oportuna reedición
de esta espléndida traducción de Justo Navarro nos permite releer esta novela
magistral en un español que la moderniza y enriquece de matices, imágenes y
sensaciones. Todas las traducciones de obras importantes necesitan con el paso
de los años una mano que restaure, con maestría, su vitalidad lingüística y
literaria. Este es el caso.
La obra de Fitzgerald, uno de los grandes artistas
de la prosa y la narración realista americana del siglo XX, se mantiene intacta
en el canon literario. No hay lectura de cualquiera de sus obras que no
demuestre el talento derrochado para atrapar el ritmo y la vibración de su tiempo, esa combinación de sentimientos, ideas y mentalidades que dan el
tono vital de una época, imprimiendo en cada frase y en cada personaje y en cada situación
la marca de un estilo de vida inimitable, mediante una estética y una ética narrativas
que pretenden atrapar al vuelo la levedad del instante pasajero que barrerá de
un plumazo a todos los personajes del escenario del mundo.
Por mucho que uno ame su novela primeriza A este lado del paraíso (1920), donde
establece su poética de que el saber no puede consolar de la pérdida de la
juventud y las ilusiones, o los chispeantes y melancólicos relatos sobre la "Era
del Jazz" (Flappers and Philosophers,
de 1920, y Tales of the Jazz Age, de 1922),
donde las flappers y los aprendices de "filósofo" emprenden un cortejo coreográfico interminable por las luminosas y abigarradas
calles del Nueva York de comienzos de los años 20, o esa “educación sentimental”
en la ebriedad del amor y el fracaso de la ambición que es Hermosos y malditos (1922), su segunda novela publicada, resulta
evidente que la primera novela donde Fitzgerald dio la verdadera talla de su
talento (antes de esa otra ficción suprema titulada Suave es la noche, de 1934), fue en El gran Gatsby: la memorable fábula sobre el fin de la inocencia y
la juventud de una sociedad (“la luz verde, el futuro orgiástico que año tras año retrocede ante nosotros”) encarnada
en la trágica historia de uno de sus héroes más legendarios, el apuesto Jay Gatsby.
Uno de esos personajes carismáticos que la mayoría de novelistas se pasaría la
vida buscando sin descanso y que Fitzgerald encontró en el fondo amargo de sus
fantasías, con solo mirarse al espejo.
Echando un vistazo rápido a la literatura
americana de su tiempo, es fácil comprobar que, a pesar de Faulkner y con la
excepción de Dos Passos y Thomas Wolfe, las novelas de Fitzgerald no solo se
encuentran entre las más brillantes sino entre las primeras que expresan con
realismo sensorial la extravagante alegría y vitalidad del siglo XX, con el
cine y el automóvil como emblemas de una nueva y dinámica forma de vida. En esto
radica la originalidad incomparable de toda su literatura y, muy en especial, de
esta fascinante novela donde, además, la huella estética de la visualidad del
cine mudo es tan notoria en el modo de narrar las acciones y describir los
personajes, integrándolos en espacios que siempre están en movimiento.
El gran Gatsby es, por todo ello, una de las obras paradigmáticas del siglo pasado y no es caprichoso que pueda detectarse su influencia en la sensibilidad de dos grandes exponentes de una narrativa apegada a la realidad de su tiempo como Cabrera Infante, en La Habana prerrevolucionaria, y Bret Easton Ellis, un Scott Fitzgerald de los ochenta y noventa, a caballo entre Los Ángeles y Nueva York. La fusión de lo nuevo y lo viejo, el nuevo arsenal de la vida, las nuevas máquinas y las nuevas formas de entretenimiento y relación, pero también de arte y de música, frente a las viejas fórmulas del drama social, con el amor imposible de Gatsby por Daisy Buchanan y los amoríos furtivos de los ricos y los privilegiados y la sórdida existencia de los pobres y los fracasados. En suma, un vistoso panorama, no exento de crueldad, de los rituales, costumbres e idiosincrasias de un mundo que aún no había fijado su imagen en álbumes repletos de estereotipos en blanco y negro.