A Raúl Ruiz
Llega el momento de enfrentarse a la verdad, como muestra el final de una de las grandes películas de Rohmer, La mujer del aviador, donde la maravillosa voz de Arielle Dombasle canta lo que le cabe esperar a todo el que llega a París, o, en su defecto, a cualquier capital de ese nivel, lleno de ilusiones e ingenuidad. La decepción, el desengaño y, quizá, si hay suerte, el vigor moral para sobrellevarlos. La noticia es que Providence ya está en las librerías francesas y esta semana se publica una entrevista a doble página, con espléndida y provocativa fotografía, en la revista cultural más influyente de Francia, Les Inrockuptibles. Es verdad que esta revista ya había seleccionado PVD, hace tres semanas, entre los 18 “mejores libros del otoño” de entre un total de 645. Así de multitudinaria y al mismo tiempo selecta es lo que los franceses llaman la rentrée littéraire. No es menos verdad que esta generosa recepción recompensa el esfuerzo de customización de la novela que hice, siguiendo las recomendaciones de mi editor y de mi traductor. Sí, amiguetes, como os diría Torrente, un esfuerzo de customización de PVD para adaptarla al gusto francés, tan particular, ese gusto al que debemos la refinada mostaza nacional y el champán y, cómo no, el cine ilustrado y libertino de Rohmer. Me explico. Mi editor y mi traductor lo tuvieron claro desde el principio. La mercancía que vale para la monárquica España de las autonomías no vale un carajo para la Francia republicana y centralista. A ver si nos enteramos. Es una cuestión estratégica y no sólo estética. Nada de finales dramáticos a la manera anglosajona, ni melodramáticos a la hispana. Más sexo (el caso DSK no hace sino confirmar este acierto) y más pensamiento (la cobertura del caso DSK vuelve a confirmarlo ex negativo). Parece que el lector francés echa en falta esos componentes en cuanto no se inyectan en las dosis adecuadas en un producto cultural, sobre todo si es extranjero. Así que, decidido a triunfar en la escena francesa, me puse manos a la obra rescatando de la papelera todas las escenas de sexo y las digresiones metaculturales que me había visto obligado a excluir por razones comerciales en la edición española, incluido un comentario deleuziano sobre Flashdance, que ha encajado muy bien en el conjunto, y con todas ellas trufé los huecos disponibles que un buen restaurador francés reconocería enseguida. Cambié también el final de la novela sin problemas. Ahora las dos mujeres que se encuentran en el ascensor, Delphine y Eva, suben a la última planta del nuevo rascacielos (“la tour de la Providence”) para participar en una orgía sadomaso, en muchos niveles, de la que el pobre Álex Franco, desnudo y encadenado, es ahora el postre más suculento. Sin inmutarse, las dos mujeres se turnan, al final del ceremonial erótico, en practicarle un doloroso fist-fucking a su arrogante seductor latino. Para que aprenda a tratar a las mujeres. Es un final, ya lo han dicho algunos críticos inteligentes, digno de la cultura que ha producido a Sade y a DSK. No digo más... En fin, abrevio los prolegómenos… Cuando llegué a París para promocionar la novela, hace ahora dos semanas, lo hice bajo la influencia de la melancolía y la tristeza causadas por la muerte del cineasta francochileno Raúl Ruiz, a quien había considerado desde mi extrema juventud, cuando lo conocí y traté por primera vez, como un maestro no sólo por su cine sino también por su temperamento vital e ideas barrocas. He de decir que la contemplación de Melancholia, de Lars Von Trier, me sumió, nada más llegar, a pesar de la belleza absoluta de las imágenes de esta obra maestra, en un estado de ánimo aún más sombrío. Por fortuna, las ceremonias religiosas católicas sirven para lo que sirven, conjurar con fastos y retórica el espectro de lo siniestro que ronda la vida humana desde sus comienzos. Lo digo sin ser creyente, es algo constatable. De modo que, al día siguiente, la asistencia al funeral de Ruiz, como una de las muchas paradojas que pueblan su incomparable cine, me devuelve la alegría de manera instantánea. En este caso no valen las lecturas freudianas al uso (vade retro, Harold Bloom). La nave de la iglesia está repleta de gente. Oficia la liturgia un sacerdote africano que se empeña, por ignorancia de la lengua, en anteponer el apellido al nombre, creando un efecto grotesco, de burocracia vaticana, en la invocación del ilustre muerto, hasta que el ayudante del ministro de Cultura (Mitterrand, hay cosas que no cambian), sentado en primera fila, se levanta de improviso y sube hasta el altar para pedirle que corrija su cómico error. Pasa la ceremonia y llega el momento de los homenajes privados. Todos desfilamos delante del ataúd. Tengo la idea, para despedirme de Raúl, de tocar la placa de su ataúd, donde su nombre, mucho más que su cuerpo, oculto, actúa cuando lo palpo con los dedos como un increíble transmisor de energía. CV, a mi lado, conmovida por mi gesto lacaniano de reverencia nominal, se echa a llorar de inmediato. Ella también conoció a RR, como algunos lo llamaban para subrayar la peculiar relación con lo real que se da en su cine. Trato de consolarla, inútil. Estaba en presencia de todos sus deudos, de sus muchos amigos y admiradores, de su mujer, Valeria Sarmiento, de Catherine Deneuve y de Chiara Mastroianni y de Melvil Poupaud, entre otros asistentes, y me atrevo, con gesto de cardenal buñueliano, a tomar el hisopo y a bendecir la caja donde el disminuido cuerpo de mi maestro yace hasta que llegue la hora de la incineración, ya en su Chile natal. A la salida de la iglesia, uno de los pocos templos barrocos de París, todo el mundo fuma como loco para exorcizar los nervios del funeral. Entre ellos descubro a mi amigo GS, quien al verme allí, típica actitud parisina, no se sorprende en absoluto, más bien al contrario. Me acerco y me lanza una de las frases más divertidas de las que he oído en este viaje, y oí muchas en una ciudad que sigue tomándose por capital mundial de la inteligencia. Y lo es, no puedo negarlo, la velocidad del pensamiento alcanza aquí niveles de Fórmula-1. [Tenga cuidado, me dirá un amigo de mi editor dos días después, demasiado tarde ya para remediarlo, es cierto que se valora mucho la inteligencia en Francia, sobre todo si tiene el pasaporte tricolor.] GS me dice, mientras nos saludamos con cortesía, me siento un poco inquieto con usted, le estoy leyendo. Lo asumo como uno de esos tics encantadores de la vieja guardia parisina. Era verdad que el editor le había enviado un ejemplar de la novela, pero era más importante el hecho de que se había reconocido en uno de los personajes. Le había gustado la broma (“una buena broma”, me dice sonriendo, sin despegar la pipa sartriana de los labios) y le estaba gustando la novela. El tipo es uno de los grandes discípulos de Roland Barthes y, por si fuera poco, publicó hace una década un exitoso volumen consagrado a la novela como género promiscuo, a algunas de las novelas más destacadas de nuestro tiempo, en una línea ideológica afín a la de su admirado Kundera. Todo esto me lo repito, mientras trato de mantener la compostura, para no olvidarme de la importancia de su opinión. Llama enseguida a su mujer, RL, artista y arquitecto, nos presenta, me sonríe, le sonrío, y, sin venir a cuento, le dice que yo soy el autor del libro donde aparece travestido corriéndose una juerga con putas en Marrakech. No a todo el mundo le gustaría verse en una situación como ésa. A GS, rabelesiano hasta la médula, le divierte mucho. Desde luego a su mujer no parece preocuparle nada el asunto, así que nos controlamos y ponemos púdicos y no insistimos más en cruzar nuestros falsos recuerdos de una farra que nunca tuvo lugar. Ninguno de los dos está dispuesto a reconocer en público lo contrario. Quedamos en que me llamará en cuanto termine la novela. En ese momento, coincidiendo con la salida del ataúd, la multitud comienza a aplaudir. Los aplausos de GS, mordiendo la pipa, son los más entusiastas. Hace un momento, con la solemnidad intelectual que le caracteriza, me había dicho que la muerte de Ruiz impediría que la historia del cine estuviera completa. La obra no estaba terminada, sentencia. Sé que no se refiere a la última película, inconclusa, sino a todo el corpus cinematográfico de Ruiz, inacabado por su repentina muerte. No estoy de acuerdo, pienso que Misterios de Lisboa es un magnífico final, pero no hay tiempo para discusiones artísticas mientras el féretro del cineasta desfila ante nosotros como un recordatorio de lo estéril de tantas discusiones. Entre los que lo portan con más brío, reconozco a Paulo Branco, su productor inveterado. Catherine Deneuve y Chiara se retiran a un rincón para fumar sin el estorbo de fotógrafos y periodistas unos cigarrillos extrafinos que, desde la distancia, apenas si se notan. El humo sale de sus bocas como si lo inhalaran directamente de los dedos. El grosor de los tobillos de Deneuve me fuerza a recordar, proustiano de pro, el chiste machista de Lubitsch al comienzo de El cielo puede esperar. No quiero estropear un buen recuerdo y aparto la vista, ahora que me he quedado solo. Más allá distingo a Melvil Poupaud, criatura ruiziana como pocas, apoyado contra un muro, solo. Oculta su dolor tras unas gafas de sol y fuma como un carretero. Veo de lejos a Arielle Dombasle, la fragilidad personificada, tambaleándose como un junco pensante, look anoréxico pascaliano, ante la portezuela abierta de un taxi. GS y su mujer la custodian de muy cerca, por si se quiebra o le da por perder el equilibrio y caer en el ridículo ante tanta gente, fotógrafos y periodistas incluidos. Las plataformas sobre las que afronta su posición erguida la convierten en la versión femenina de una estilizada escultura de Giacometti. La multitud se dispersa y toca retirada. Nos vamos…
Ese mismo día, unas horas después, CV y yo almorzamos en casa de Julián Ríos y su mujer Geneviève Duchêne, grandes anfitriones. Él ha escrito el prefacio de la nueva Providence (un “prólogo para franceses”, como el de Ortega y Gasset en La rebelión de las masas) y ella lo ha traducido. Al final de la tarde visitamos los alrededores. Esa vistosa región del Sena que los impresionistas y, en especial, Claude Monet transformaron en la reserva natural de la pintura francesa del último siglo, un Museo d´Orsay al aire libre. Le digo a Ríos que ahora entiendo mejor los pasajes de Puente de Alma dedicados a Monet (“Time is Monet”). No sé si le gusta mi comentario. La literatura debe ser autosuficiente. Tiene razón, lo que pasa es que olvido todo el tiempo esa consigna que todos aprendimos alguna vez en Joyce y en Proust. Veo que Ríos no la olvida, yo, imbuido de cultura de masas, un vulgar esteta del arte menos artístico, tiendo a olvidarla a menudo. No obstante, el funeral de Ruiz, la charla con GS y las horas de conversación con Ríos me confirman, y sólo estamos a martes, la importancia de las relaciones y los intercambios. Te mantienen activo, despierto, te permiten medir tu verdadero nivel… Al día siguiente, miércoles, ratificando lo anterior, me encuentro con Eloy Fernández Porta, que viene a promocionar la traducción de Homo Sampler, y a Robert-Juan Cantavella, que hace otro tanto con Proust Fiction. He escrito sobre ambos libros (aquí y aquí), luego no necesito extenderme. Tengo la oportunidad de conocer a Claro, escritor y traductor de quien había oído maravillas. Todas son verdad. ¿Mr. Pynchon, supongo?, le digo al estrecharle la mano. Sonríe. Compartimos devociones, yo como lector y él además como traductor, espléndido, de Pynchon y Vollmann y Gass, entre otros muchos. Hablamos de ellos y de sus libros sin parar durante la suculenta comida en una brasserie (tartar grillé, frites y vino de Chinon). Me regala un ejemplar dedicado de su última novela, CosmoZ. Tengo muchas ganas de leerla. Compartimos pasión por El mago de Oz, la novela de Baum y la película de Fleming. CosmoZ retoma los personajes (Dorothy, el Espantapájaros, el Hombre de Hojalata y el Oso Miedoso) y al autor en el contexto de la historia del siglo veinte, pasando por territorios rebautizados como Ozchwitz (Auschwitz) y Los Alamoz (Los Alamos). Alguien debería molestarse en traducirla cuanto antes al español. Nos hacemos luego unas fotos todos juntos en el Barrio Latino y nos despedimos hasta el día siguiente. Aquí es donde quería llegar desde el principio y me he visto obligado a dar un gran rodeo. Salto muchas cosas importantes, incluida la fiesta (bastante mediocre como evento, pero interesante como exploración del mundillo literario local) de la rentrée organizada por Les Inrockuptibles en el Teatro de l´Odéon… Tengo cita el jueves en uno de los hoteles más lujosos del Barrio Latino, el Lutetia, con una periodista y un fotógrafo de Les Inrocks, como se conoce popularmente a la revista. Yo llego tarde, la periodista se retrasa, sólo el fotógrafo ha llegado en punto. Eso me hace pensar que la gente de la imagen es la única que mantiene su palabra. Es una reflexión que tiene consecuencias para la cultura, se diga lo que se diga. El fotógrafo se hace el dueño de la situación, lo que demuestra que la gente que se atiene al funcionamiento del reloj y tiene una gestión eficaz del tiempo es la que manda en el mundo. Es un profesional y ha decidido, sin saber que yo soy fumador, que la sesión de fotos la haremos en el fumadero del hotel. Una salita acogedora, al fondo del bar, en la que Johnny Depp y Mel Gibson ostentan, en sendas fotografías, una obscenidad fálica asociada al tabaco que en su país no se permitirían exhibir con tanto descaro. Estamos a punto de comenzar la sesión, sostengo un purito recién encendido y me predispongo a dar la primera calada, cuando llega la periodista, EB, la número dos de la sección literaria de la revista, como me había avisado mi editor. Guau, me digo nada más verla. EB es una BB. Una Brigitte Bardot treintañera que no se maquilla ni se pinta los labios, ni falta que le hace. Es una trabajadora, así te lo hace notar desde el principio. Una profesional. Su libro es formidable, me dice con un brillo en los ojos que delata a la lectora aguerrida, la que ha gastado la vista en leer no siempre lo mejor de cada editorial para ganarse un sueldo digno. Me dice otra cosa importante. Sabe, tiene usted el cuerpo que una se imagina al leer el libro. Mi poupée journaliste es cartesiana de formación y ha calibrado enseguida mis medidas: 1,85 de estatura y 104 de sobrepeso. Cuando le pregunto a la BB desmaquillada qué cuerpo es ése, su respuesta no es nada cartesiana: dionisíaco, rabelesiano. Empezamos bien. Esto sí que es periodismo cultural y lo demás son labores de alta (o baja) costura. Paso por alto las preguntas, siempre inteligentes, y las respuestas, adecuadas y a veces impertinentes en la línea epatante que aquí mola desde siempre. A EB le interesa lo que digo en la medida en que le interesa mucho la novela, tout court. Un coup de coeur, me dice exhibiendo una sonrisa más meliflua que báquica. Es tímida y se siente intimidada. Teme haber comprendido mal la novela, le parece muy simple, incluso fácil, no necesita de ningún rebuscado aparato teórico para disfrutarla. Me habla, sin embargo, de Pynchon, de Wallace, de Ballard, ¿influencias? Le digo que sí, cómo no, le digo que he tratado de abrirme camino entre esos gigantes, apartando enanos a mi paso, así es la vida en Liliput. Sabe a lo que me refiero, la muy cultureta, ha leído a Swift. No me olvido en ningún momento de que EB es la autora de la nota que en Les Inrocks proclama que mi novela es “un libro monstruoso y vertiginoso como sólo (o casi) los latinoamericanos saben escribirlos”. Me doy cuenta de que la customización francesa ha funcionado al cien por cien, de modo que la orientación geográfica y cultural de su lectura se basa en un malentendido muy productivo para el libro. Pobre España, me digo, qué mal vende su marca en el extranjero. Almodóvar aparte, naturellement, aunque su estrella no durará siempre…
Al despedirnos, EB me pregunta por mi francés. Le digo que mi padre lo fue hasta el fin de sus días. Se conmueve lo justo para que esa nota quede pulsando en su cabeza. [Días después, al volver, encuentro en la bandeja de mi correo electrónico un mensaje de EB. No me manda recuerdos ni besos ni nada parecido. La escrupulosa profesional sólo quiere saber de qué región de Francia era mi padre. De París, le contesto enseguida. El silencio posterior me indica que el chovinismo republicano ha hecho bien su trabajo. La respuesta ha salido hoy en la revista.] Cuando nos despedimos en el fumadero, comienza el tormento de la sesión de fotos. Cuarenta minutos de posado, encadenando los puritos uno detrás de otro. El fotógrafo, otro profesional, se ha enamorado de mi imagen fumando, envuelto en humo, gesticulando como un poseso en pos de mi dosis de nicotina. Esto en Estados Unidos sería impensable. Ningún profesional se jugaría el trabajo fotografiando a un escritor o a un artista fumando. No la publicarían. En Francia, sí, por lo que veo. Se lo digo, se ríe sin despegar el ojo de la cámara. Hay que estar a la altura de la provocación. La libertad, a pesar de todo, es un valor inscrito en el ADN franchute. Eso deberíamos aprender en la restrictiva España del ex ZP. Las series de fotos me convierten en un vanidoso productor de humo en abundancia. Me hace gracia la crítica velada a mis palabras durante la entrevista. Un comentario visual. Es un profesional honesto. Estricto. Se atiene a las apariencias. No necesita más. Mis detractores estarán contentos. Hay que darle alegría a todo el mundo, no sólo a los que nos quieren, si no la vida no valdría la pena…
Esa misma tarde, para terminar, Cantavella y yo afrontamos una larga entrevista con Le Figaro Magazine. Es divertido. El periodista parece un viejo libertino gastado por las orgías, a punto de retirarse pero aún voluntarioso (de hecho, nos confiesa que no irá a la fiesta de Les Inrocks en L´Odéon esta noche porque tiene una cita con una mujer, suena misterioso, prometedor; las dos ocupaciones, tal como lo sugiere, le parecen incompatibles). El veterano cronista se empeña en hablarnos todo el tiempo en la lengua de Cervantes a pesar de mis constantes y sonantes apelaciones a Rabelais y a Sade. Invierto la pregunta de EB y le pregunto dónde la aprendió tan bien. Entusiasmado, confiesa que en Cuba. Imagino por su nivel de español que visita con frecuencia el cortijo caribeño de los Castro. Asiente. Le digo que no hay mejor escuela de español que aquella en que puedes aprender las sutilezas de esa lengua al tiempo que practicas con asiduidad el “francés”. No parece entender mi alusión, es lógico, le faltan las comillas. Se están perdiendo las esencias. Francia da muestras de fatiga. Al abandonar París vía Orly, se me confirma esta intuición. Las terminales españolas que prefiero, la 4 de Barajas, la 3 de Málaga y del Prat en Barcelona, donde he pasado tanto tiempo, le dan mil vueltas a este aeropuerto vetusto y desfasado. No todo se ha hecho mal en este país, desde luego, en los últimos años. No soy irónico. Mentalmente, me sentía preparado para volver a España. Lástima que una ruidosa y maleducada pandilla de compatriotas me obligó a recordar en el avión, de golpe, todo lo que no me gusta de ella.