[Slavoj Žižek, Mis chistes, mi filosofía,
Anagrama, trad.: Damià Alou, 2015, págs. 167]
El esloveno Slavoj Žižek es el gran provocador
escénico del pensamiento actual. Sin embargo, Žižek dista de ser un pensador académico
y la variante de discurso que ha elegido como marca de fábrica se parecería más
al monólogo del presentador de un circo de múltiples pistas en cada una de las
cuales, con derroche de paradojas sofisticadas, anécdotas, digresiones y
chistes procaces, se fueran solventando de modo acrobático los problemas más
acuciantes a que se enfrenta el resquicio de inteligencia que nos queda a los
contemporáneos.
Entre sus estrategias más originales para
seducir al lector o convencer al reacio estarían el humor impensado y la ocurrencia grosera. Y es que
Žižek, al revés de sus colegas más serios, no tiene por qué fingir. El mundo es
una broma gigantesca, la vida también, las relaciones humanas y las relaciones
de poder se fundan en malentendidos ancestrales, detrás de cada institución
existente hay un acto cómico oculto, deseando salir a la luz con escandalosa obscenidad. La misma
filosofía es un chiste demasiado largo y pretencioso que la inteligencia se
cuenta a sí misma para convencerse de su propia importancia en un mundo donde
no tiene otro espejo en que mirarse. Y la verdadera filosofía, como la
literatura, participa de ese espíritu irreverente que desnuda los mitos y
ficciones del poder que sustentan en vilo el artificio desencantado de la realidad.
Desde Platón estábamos acostumbrados a filósofos
que abusaban de la ironía superior para desautorizar al rival ideológico o
imponer un ideario idealista, pero nos habíamos olvidado del humor impagable de
cínicos y estoicos, ese anecdotario desternillante en que las escuelas opuestas
al despotismo platónico recurrían a la carcajada y la broma para desarmar al tirano. Nietzsche
es otro gran humorista, pero algunos de sus grandes seguidores, como Heidegger,
apenas entendieron el sentido festivo de la parodia y la risa soberana de los
dioses (Bataille) que emanaba de un pensamiento tan politeísta como consciente de la impostura divina y el eterno
retorno de la farsa y el ridículo en la historia humana.
Siendo Žižek un hegeliano de izquierdas y un marxista
heterodoxo no podía sino apelar a la autoridad hilarante de otro gran dialéctico de la risa,
Groucho Marx, para revalidar la lucidez de un pensamiento que no rehúye enfrentarse
a las insensateces programadas y absurdas paradojas de la vida contemporánea, ni a los bucles políticos o
culturales de esta era compleja en que las superestructuras simbólicas han
colapsado en el descrédito y el humanismo sobrevive a duras penas entre las ruinas de sus monumentos y creencias.
El gracioso bufón que usurpa por momentos el intelecto
del príncipe filósofo alcanza en esta brillante antología de chistes un
protagonismo intelectual que no hubiera creído nunca merecer. El bufón encadena
chistes y chanzas con fruición grotesca mientras el príncipe, subyugado como Hamlet con el ingenio
infinito de Yorick, los analiza sin piedad o teoriza sobre su naturaleza ofensiva, llegando
a una conclusión irónica respecto de la corrección política: en un chiste
logrado el componente formal es tan determinante como el “sucio” contenido.
No podía olvidar Žižek la broma teológica de
cómo Dios creó a los seres humanos contando a los monos un mal chiste que les
insufló ese espíritu intemporal que tanto fascinara a Hegel. Pero Žižek no solo
bromea con la filosofía o las religiones. Como nativo de una región europea
donde el socialismo real tuvo una aplicación especialmente paródica, inventa burlas crueles a destajo para atribuírselas a funcionarios de la China
contemporánea, a burócratas y políticos soviéticos, a ciudadanos serbios y bosnios,
presidentes croatas impopulares y hasta a algún esloveno incauto.
Uno de los chistes filosóficos más agudos representa,
sin embargo, el clímax impensable de cierto pensamiento débil en la bufonesca perversión
de Žižek: “«Dios ha muerto». Y la verdad es que yo tampoco me encuentro muy
bien”.