El cuadro
humano de Sade, novelista polémico y fastidioso para algunos, el escritor más
libre que ha existido, es todo lo completo que se puede pedir a un prisionero
ilustrado, aunque algunos lo hayan tachado de escritor obsesivo y monótono:
consagrado a dar cuerpo expresivo a nuestras represiones y perversiones, no
quiso dejar ninguna sin nombrar, como un escrupuloso taxonomista de esa parte
de inhumanidad que nos hace terriblemente humanos. No podía ser de otro modo.
Reprimido él mismo, encarcelado, excluido del orden convencional de la vida,
tampoco deberíamos inclinarnos demasiado a verlo como una especie de mártir de
signo contrario. Un mesías de la abyección enviado entre nosotros para dar
testimonio escrito, sin la torcida mediación de oscuros evangelistas, de la
injusticia y la perversión de valores que rigen la organización de la sociedad
y del verdadero sufrimiento que va unido a nuestra condición carnal. El
encarcelamiento del cuerpo por los distintos sistemas morales que la humanidad
se ha impuesto para bloquear su ascenso definitivo a la libertad no es en Sade
sino una metáfora del entero cuerpo social. Y este aspecto ha propiciado
también algunas lecturas monosémicas no del todo autorizadas por una obra tan
seminal como la suya. Saber apreciar el talento diseminado de Sade ha sido
siempre, antes que nada, una cuestión de talante, de temperamento. De economía
libidinal, en suma. Y de humor, y no sólo de humores. "Sade era capaz de
reír", sentenció Bataille.
La
literatura de Sade funciona por desplazamientos, por variaciones de texto o de
contexto que garantizan la multiplicidad de sus efectos y también de sus
malentendidos. El primer desplazamiento importante lo indica el género
literario al que consagró principalmente toda su energía. Sade se sumó a la
moda narrativa dieciochesca, abandonando en parte sus prematuras tentativas
teatrales, como vehículo idóneo para afrontar sus antinomias y aporías
filosóficas o políticas. La novela le permitió dar salida a la desbocada
fantasía y a la efervescente imaginación que la necesidad escénica de presentar
y representar materialmente ante el espectador, ya fueran actos o situaciones,
limitaba considerablemente. Pero lo decisivo de su encuentro apoteósico con la
novela (quizá más que en los casos similares de Voltaire y Diderot) fue el modo
en que la impureza intrínseca al género le obligó a remodelar originalmente la
vocación propagandista y panfletaria que era consustancial a su carácter
fogoso, su tendencia a inflamar el discurso filosófico hasta convertirlo en un
pretexto incendiario para la desbandada carnal, como si la encarnación del
verbo predicada por siglos de un catolicismo beato y meapilas hallara en la
sacrílega inventiva novelesca de Sade su más acerbo correctivo al tiempo que su
más corrosiva literalización. Así, el acoplamiento del verbo y la carne en las
novelas de Sade se produce y reproduce cíclicamente, por fases o periodos no
siempre diferenciados: a la ascendente soflama de los discursos sucede
invariablemente el clímax descendente de los actos, y vuelta al principio, pues
en el punto más bajo del caudal desiderativo (el grado cero del deseo, para
entendernos) recomienza de inmediato la fase de la disertación y la
consiguiente excitación intelectual. No obstante, la coincidencia ocasional de
ambos movimientos, la doble serie que alienta en un mismo acto las profusiones
verbales y carnales, evoluciona del modo consabido: la índole afrodisiaca del
discurso induce de inmediato a la acción y ésta lo retroalimenta sin pausa.
Este es, sucintamente expuesto, el principio mecánico de la cadena de
producción novelística de Sade. Pura disipación termodinámica, según la
definición del sexo de Lynn Margulis y Dorion Sagan.
Nada más
deseable, desde el punto de vista del libertino en activo, que asistir al
espectáculo de cuerpos consagrados plenamente a la consumación del deseo
mientras conservan inmaculadamente fría y operativa la cabeza, en actitudes a
menudo acrobáticas, dispuestas o predispuestas la lengua y la inteligencia a
articular sin trabas la más alambicada argumentación en favor de su
insostenible posición moral. La perspectiva del victoriano, en cambio, lo mismo
el de ayer que el de hoy (sigue siendo el mismo, no nos engañemos), prefiere la
actitud contraria: el cuerpo frío, yerto o inerte del cadáver, como modelo de
una sexualidad exportable, y la cabeza caliente, como se suele decir, o
recalentada, en todo caso, confusa e incapacitada para entender su vulnerable
situación de sujeto sutilmente desprovisto de derechos.
Conviene
repetirlo, no obstante, para evitar peores malentendidos: Sade no es un
filósofo, ni un tratadista político, ni un agitador social, ni mucho menos un
pedagogo o un moralista, aunque en toda su obra despunten serias tentativas de
pervertir el designio consciente de cada una de estas nobles funciones y alinearlas
así envilecidas en su proyecto precursor de transvaloración de todos los
valores convencionales. Sade es antes que nada un novelista, esto es, un sujeto
que concede libre juego artístico, dentro del marco ilimitado de la ficción
imaginativa, a la multiplicidad y desmesura de flujos y corrientes que siente
latir en su yo y en el mundo circundante y amenazan con desintegrarlos. En una
de sus cartas se atreve a responder a la cuestión palpitante que le plantea un
curioso corresponsal sobre su auténtica "forma de pensar" formulando
una "profesión de fe" en la proteica levedad del yo y sus postizas
opiniones: "¿Qué soy en la actualidad? ¿Aristócrata o demócrata? Vos me lo
diréis, si os parece…porque yo no lo sé". Esta pluralidad problemática la
corrobora la opinión solvente de Philippe Sollers de que en el dialógico texto
sadiano se encuentran expuestos "cada discurso y su contrario". Sade
el energúmeno exquisito ("pongamos un poco de orden en nuestros placeres,
sólo se goza de ellos planeándolos", proclama Mme. Delbéne, la deliciosa
monja libertina encargada de instruir a Juliette) y su variada colección de
máscaras novelescas y filosóficas: embozado como un ventrílocuo, o un maestro
de marionetas, tras los libertinos egregios cuyas alegres vidas y excitantes
opiniones se complacía en narrar una y otra vez, como un mordaz hagiógrafo del
mal, el vicio y las manías o anomalías sexuales, hasta el último detalle
escabroso, normalmente intolerable para una sensibilidad común.
El
libertinaje materialista del que las novelas de Sade siguen ofreciendo los
ejemplos supremos (a pesar del talento excitante de competidores como
Crebillon, Vivant Denon, Nerciat, Boyer D´Argens o Mirabeau, su viejo enemigo)
representa el ejercicio activo y maximizado de la libertad individual,
orientado prioritariamente a la gratificación sexual, e incluye por tanto la
liberación de las pulsiones y la satisfacción de los apetitos libidinales. No obstante,
no debemos olvidar que otro gran mérito de Sade en sus novelas es el de
conjugar en grado sumo, a la manera refinada de su siglo, la mayor licencia de
las costumbres con la mayor libertad de pensamiento. Así que el ejercicio
soberano y cualificado del libertinaje exigía antes que nada una cabeza propia
despejada de supersticiones y supercherías, tanto como un cuerpo liberado del
puritanismo de la carne. La libertad que encarnan los libertinos de Sade
(aristócratas o burgueses, banqueros o rentistas, ministros o aventureros)
consiste en la consumación y el paroxismo de los designios de la naturaleza,
madrastra de todos los vicios "escritos en el corazón del hombre".
Una suerte de darwinismo hedonista, si se me disculpa el anacronismo, en el que
el disfrute del poder se transforma en poder de disfrutar sin restricciones de
una vida digna de ser vivida a costa de los estamentos o los individuos
inferiores: el regocijo de la condición social superior en su misma
superioridad asumida a ultranza como condición natural.
A pesar de
esta petulancia clasista, Sade no se privó de evidenciar que en sus libertinos
hiperbólicos (una prueba más de que había leído con provecho a Rabelais y sabía
que la expresión de la verdad exige a veces la exageración y el exceso) anidaba
un instinto autodestructivo que guarda relación directa con la satisfacción
total de las apetencias y deseos que el resto de los hombres y mujeres, esto
es, la mayoría moral, morirían sin paladear ni conocer. Esta es una prueba más
de su maliciosa sabiduría como novelista de costumbres: la intuición de un
secreto deseo de extinción y abolición, de aniquilación pura, en las clases que
han alcanzado el dominio y el predominio sobre la sociedad y sus instituciones
y también sobre la saciedad de sus instintos (no otra es la lógica
catastrófica, en el sentido matemático del término también, que articula la
trama contable de Las ciento veinte jornadas de Sodoma). El conflicto sadiano
entre igualdad y libertad no admite, por tanto, una solución inequívoca en las
novelas excesivas de Sade, como tampoco por desgracia fuera de ellas, en la
historia política o en el campo social.
El sexo es un asunto demasiado serio para
dejarlo en manos de la industria del porno, o de los malos novelistas, o de los
legisladores morales, o de cualquier culto religioso fanático, por no hablar de los
sexólogos y los psicólogos que tratan de refrenar su fuerza subversiva refinando los
modos de la represión con moderneces
ideológicas. Y el erotismo aún más, si consideramos el placer carnal y la
seducción más importantes que la reproducción biológica. Nunca en la historia
el sexo se exhibió con tanto descaro y abundancia, el erotismo se envasó al
vacío con tanta publicidad, las imágenes de la desnudez y el apareamiento
genital se tornaron tan asépticas en un contexto social tan promiscuo y, al
mismo tiempo, indiferente a su poder de perturbación primordial. Por otra
parte, la banalización espectacular en curso, al someter el erotismo a la
lógica de la mercancía, favorece la expansión del discurso reaccionario, a
menudo disfrazado de izquierdismo ético, contra cualquier representación gráfica del
deseo libidinal.
En este sentido, es acertado reeditar una obra
libertina tan estimulante como esta (La
filosofía en el tocador, Ediciones Península, 2013, págs. 240) en una época confusa donde
los espurios imitadores de Sade colman el gran mercado del mundo con sus imposturas
sucedáneas y su tropel de vacuidades vagamente afrodisíacas. Esas depresivas historietas sobre la incapacidad de gozar y, sobre
todo, la impotencia (fálica, vaginal o clitoridiana, tanto monta) de elevar un discurso sobre los apetitos de la carne a la
altura de las exigencias de la inteligencia. Y es que Sade, a quien invocan con demasiada facilidad los ineptos que lo ignoran todo sobre él, excepto quizá un puñado de tópicos, no era solo un gran artista
de la prosa, un pornógrafo supremo y un novelista genial, sino un pensador
libertario, tan crítico en su tiempo con el viciado orden estamental
aristocrático como con el nuevo orden virtuoso impuesto por la Revolución
jacobina. Sade hizo pasar la filosofía y también la política en sus obras por
el tamiz mundano y sensual del boudoir.
En esto radica a la postre el revulsivo libertinaje cervantino de Sade. Haber
sabido crear un espacio novelesco donde fuera posible la unión promiscua del
pensamiento y la pasión, la idea y el placer, el discurso y el goce. Y haber
sabido representar, con medios narrativos incomparables, la filosofía elemental
de la novela moderna: la sumisión del saber y el entendimiento al poder del
cuerpo y sus pasiones vulgares. Y para llegar a este resultado insólito tuvo
que prostituir la filosofía, corromper su inveterada herencia idealista,
degradarla a pornografía de ideas y librarla así de su absurdo bagaje
teológico, arrastrándola a escenarios infames y forzándola a practicar toda
clase de actos (anti)naturales.
Así lo indica desde el burlesco título La filosofía en el tocador (1795),
considerada por Apollinaire como "la obra capital, el opus sadicum por excelencia". En esta obra cumbre del erotismo
sadiano, el escenario de la orgía será un gabinete privado en el que se recluye
un cuarteto libertino dispuesto a alcanzar la cúspide del placer y los abismos
de la sensualidad sin renunciar a la euforia libidinal del discurso: una dama
adúltera (Madame de Saint-Ange) y una hermosa novicia amiga suya (Eugénie),
ávidas ambas de vida y experiencias, del lado femenino; un preceptor licencioso
(Dolmancé), aficionado a la sodomía en ambos sexos, y un caballero servicial y
atento (el Caballero de Mirvel), del masculino. En adelante, pareciera
proclamar Sade por boca del libertino Dolmancé, instructor inmoral de los otros
personajes, si el filósofo quiere predicar sus verdades abstractas deberá
hacerlo en el ámbito donde se consuma la profanación física de los cuerpos
reales de hombres y mujeres, y no donde solo se rinde anodino homenaje a las
descarnadas entelequias del discurso conceptual.
La provocativa dedicatoria de la novela (“A los
libertinos”, esos “voluptuosos de todas las edades y de todos los sexos”)
anuncia el escandaloso ejercicio de libertad total que va a escenificarse en la
intimidad del tocador con la exactitud racional de un mecanismo de relojería y
cuyo programa obsceno aparece enunciado en el panfleto anónimo "Franceses,
un esfuerzo más si queréis ser republicanos", incluido como intermedio de
lectura tan recreativa para el espíritu como excitante para el cuerpo. El
jugoso folleto describe, aunque sea como correctivo paródico de las
expectativas revolucionarias, un modelo utópico de conjugar libertad e igualdad
en la satisfacción del deseo erótico por parte de hombres y mujeres ("si
admitimos, como acabamos de hacerlo, que todas las mujeres deben ser sometidas
a nuestros deseos, evidentemente podemos permitirles de igual modo satisfacer
ampliamente todos los suyos").
Es,
por esto, de una deliciosa ironía que el lema pedagógico que figura al frente
de la portada del libro ("La madre prescribirá su lectura a la
hija"*) sea transgredido de modo cruel en el desenlace, como tantos otros
tabúes, cuando Eugénie, la hija recién iniciada en los placeres del
libertinaje, procede a coserle el sexo, con una gran aguja y grueso hilo rojo
encerado, a la madre mojigata (Madame de Mistival) que se propone interrumpir
por la fuerza su provechosa instrucción. Una lección de perversa contemporaneidad.
*NOTA BENE: El
ingenio incomparable de Sade para las parodias estilísticas, así como las
perversiones ideológicas y los juegos textuales apócrifos, despunta una vez más
en la forma irónica en que aquí estaría corrompiendo la frase “La madre proscribirá la
lectura a su hija” extraída de un panfleto revolucionario, muy conocido en la
época, titulado Furores
uterinos de María Antonieta, mujer de Luis XVI…