[Gillian Flynn, Perdida,
Random House, trad.: Óscar Palmer, 2014, págs. 567]
Para Amy el amor era
como las drogas o el alcohol o el porno: no había techo. Cada dosis debía ser
más intensa que la anterior para obtener el mismo resultado.
-Perdida, G.
Flynn-
Ahora que se estrena la adaptación
cinematográfica de Perdida, dirigida con gélida maestría
por el gran David Fincher, es una iniciativa inteligente editar en bolsillo la
novela original para que el lector que no la descubrió en su primera
publicación tenga la ocasión de comparar ambas variantes de la misma historia
truculenta.
En general, del cotejo del libro y la película
extraería la conclusión de que la lectura de la novela enriquece el duelo
psicológico en que funda su tremenda fuerza la trama y multiplica los detalles
y los matices de sus protagonistas, mientras la película logra encarnar ese problema
de instinto básico no solo en unas voces de ficción sino en unos cuerpos melodramáticos
como los de la adorable Rosamund Pike y el blando Ben Affleck, tan cargados de
significación sexual como las palabras y sus registros más descarnados.
La estupenda novela de Flynn se adscribe por
facilidad al género policial. Dentro de este territorio acotado por los clichés, no cabe duda de que se
ubicaría del lado de la novela criminal con trasfondo de patología perversa y malestar
sociológico en una línea que podría arrancar en James M. Cain y culminar (hasta
nueva orden) en Patricia Highsmith, Jim Thompson o James Ellroy, con todas sus diferencias morales y estéticas.
El gran acierto técnico de Flynn reside en
plantear el melodrama pasional desde el centro del texto como conflicto de relatos
alternos. Flynn ofrece a su extraña pareja protagonista, Nick Dunne y Amy
Elliott, la libertad de enfocar los hechos bajo un prisma singular, tensando
así la bipolaridad moral de sus juicios respectivos. Ella: una venerable criatura
de intelecto superior y designio diabólico. Él: un ingenuo pueblerino con
ínfulas de escritor serio. Ese choque de voces narrativas disímiles permite
cuadrar los grandes temas del libro (la lucha y el malentendido genuino de los sexos, las ilusiones del amor, la mitología de la pareja y la dialéctica del matrimonio, el infierno de la convivencia, etc.)
a través de un retrato psicótico y malsano de la (in)felicidad
marital y sus secuelas desastrosas en la intimidad.
La mañana del quinto aniversario de su matrimonio
Amy desaparece de la mansión de North Carthage (Missouri) donde reside con su
marido desde que tuvieron que abandonar Nueva York para solucionar sus graves problemas
de liquidez al quedarse sin trabajo los dos y enfermar gravemente la madre de
Nick. Lo fascinante de la trama es que la desaparición de la mujer responde, en
principio, a un plan maquiavélico urdido por ella misma para incriminar a su
adúltero marido y vengarse no solo de su reiterada infidelidad con una estudiante tetona sino de
su mediocridad personal y conyugal.
Diseñada por Flynn con maliciosa intención, la
trama de Perdida obliga al lector a
afrontar con crudeza un puñado de verdades amargas sobre la condición humana.
Verdades horribles que atentan contra realidades consideradas intocables o
fundamentales para la vida de la especie como el amor, descrito solo como una
excusa para poder destruir a otro con total impunidad y mirarse en un espejo
deformante de la mañana a la noche. O el matrimonio: “la interminable historia
de guerra que es nuestro matrimonio”. O la familia: una máquina eficiente de
producir desdicha y dolor con intereses a corto, medio y largo plazo.
El vínculo marital se fortalece de modo aberrante tras la traumática
experiencia y la irónica reconciliación final de los cónyuges responde, en este
sentido, a un pacto de complicidad contraído al borde del abismo insalvable, al límite de la destrucción mutua, en el filo del vértigo
devorador y el asco compartido. Como Amy le dice a Nick al confirmar su
embarazo tramposo: “Yo soy la zorra que te convierte en un hombre”. Así es. No
por casualidad, la retorcida versión de ella sobre el sucio episodio se titula:
Asombrosa. Y la de él, más cobarde y ofensiva: Zorra psicótica.
Como se ve, las acusaciones de misoginia profunda
no son infundadas. Esta novela perturbadora y ambigua podría movilizarse (junto
con las magníficas diabólicas de
Barbey D´Aurevilly) en un juicio paródico contra los vicios anímicos del género
femenino. Y también, de ahí su mérito innegable, en otro juicio paralelo (al
estilo de Lubitsch) contra los vicios psíquicos y sexuales del género
masculino. Y, como colofón, en un gran juicio final (a la manera de Papini) contra
las miserias y mezquindades genéticas de la especie humana.
A eso Patricia Highsmith lo llamaría, sin muchos rodeos, misantropía. O quizá solo misentropía.