[Andrés Ibáñez, Thomas Pynchon. Una vida oculta, Zut, 2021, págs. 105]
Esta es la historia del hombre
invisible de la literatura. La historia del hombre que se hizo visible a través
de los libros sin perder la invisibilidad. La historia del hombre que,
progresivamente, a medida que sus libros alcanzaban un altísimo nivel de
visibilidad, fue haciéndose cada día más visible hasta el punto en que, a pesar
de Facebook, se hizo translúcido. Así que esta historia maravillosamente
contada por Andrés Ibáñez es, en el fondo, la historia del escritor neoyorquino
que pasó de la invisibilidad a la transparencia gracias a la magia de la
literatura. Ese escritor se llama Thomas Pynchon y, como nos recuerda Ibáñez al
final de su paradójica biografía, es el más grande escritor vivo y uno de los
más grandes de la historia.
De Pynchon, el escritor actual con más fama de
recluido e invisible, los lectores conocen lo necesario. Incluso más, si
consultan las bases de datos adecuadas, como ha hecho Ibáñez con paciencia. En
el tiempo de las cámaras ubicuas y las imágenes proliferantes, Pynchon se las
ha arreglado para no dejar demasiados rastros visuales de su paso por el mundo.
Es significativo que su sexta novela (“Contraluz”) exprese desde el título ese
conflicto íntimo con la imagen pública y asuma la temática de los artilugios
lumínicos, los dispositivos ópticos y las teorías de la visión como conductor
narrativo de una trama donde el antagonismo entre lo visible y lo invisible es
esencial.
Desde un punto de vista literario, con sus ocho grandiosas
novelas (desde “V.” hasta “Al límite”), Pynchon ha logrado escribir una
genealogía fantástica de la era contemporánea, poniendo el énfasis siempre en esos
giros traumáticos en los que la historia moderna podría haber tomado otra
dirección más deseable y eligió en su lugar, por una extraña perversión, la
línea irreversible que conducía a la masacre y al dominio de las fuerzas
oscuras encarnadas en formas de poder absoluto y en confabulaciones siniestras
para imponer el reinado de la entropía.
En este sentido, mucho más que un escritor
visionario, Pynchon es el nombre reconocible de una vasta conspiración
libertaria para subvertir el principio de realidad y expandir un modo de pensar
y de entender el mundo tan poderoso como una religión y tan contagioso como una
infección vírica. De ahí, como constata Ibáñez, el gran número de fans que
tiene en todo el mundo. Sus magnas novelas, con todo su desternillante humor,
sofisticado erotismo, cosmopolitismo genuino, estética pop, belleza estilística
e imaginación delirante, son para sus lectores cómplices los textos sagrados de
un nuevo culto a la libertad del espíritu y la inteligencia, la facultad más
amenazada en un mundo gobernado por las leyes masivas de la termodinámica.
No comparto, por tanto, el menosprecio (o menor
aprecio) que muestra Ibáñez por las novelas de Pynchon de apariencia menos
ambiciosa, como “Vineland” y “Vicio propio”. La obra completa de Pynchon
compone una totalidad estética y filosófica mucho más allá de las diferencias
cuantitativas o cualitativas entre sus diversas partes creativas. Con Pynchon,
la literatura demuestra su verdad más intransigente: es un arte mayoritario que
se disfruta en la soledad de las minorías.
Es irónico, finalmente, el rastreo de Ibáñez por internet
buscando informaciones excéntricas sobre Pynchon. Como si ese ente tecnológico,
de cuya génesis policial Pynchon nos lo contó casi todo en “Vicio propio”, constituyera
el invento definitivo para darle la razón en su visión de la historia humana
como lucha intemporal entre las energías de la libertad y las de la opresión. Desde
luego, sin la literatura de Pynchon el siglo XXI sería incomprensible.