En el erotismo artístico, nos guste o no, todo es una cuestión de realismo y de representación. Una de las grandes virtudes de la pintura erótica es la de enfrentar al espectador al dilema del juicio estético, poniendo a prueba su desinterés: aprecio las cualidades formales de la obra o, simplemente, apruebo o repruebo su contenido. En este sentido, debemos agradecer a un pintor de “menores” como Balthus el haber mostrado los “paños menores” del arte y el gusto y no sólo los de sus inmaduras modelos, representando el arte en toda su desnudez.
Escandaloso
Cuando Balthus se propuso escandalizar a la escena artística de los años treinta pintó La lección de guitarra. Y lo hizo con plena conciencia como indica esta declaración epistolar: “He pintado con sinceridad y emoción toda la tragedia palpitante de un drama sobre una silla, proclamando las leyes inquebrantables del instinto. Volver así al contenido apasionado del arte. ¡Muerte a los hipócritas!”.
El escándalo provocado por el cuadro de Balthus se fundaba en una causa inveterada: la representación de un motivo intolerable para la mentalidad puritana. Resulta irónico que la moderna sociedad parisina acostumbrada a celebrar los atrevimientos formales y las asépticas distorsiones figurativas de las vanguardias se sublevara ante la “lección” presentada por Balthus con medios tan tradicionales. La controvertida imagen de esa profesora madura a punto de trasladar al cuerpo inocente de su alumna toda su pericia instrumental encerraría, por tanto, una perturbadora alegoría sobre los procedimientos de creación y recepción del arte erótico en todas las épocas. La reacción ante esta pintura, la más explícita quizá de Balthus, dependería sólo de los prejuicios del espectador. Mientras el autor de una obra escandalosa se pondría en evidencia al desvelar una zona especialmente delicada del inconsciente público, del mismo modo que la niña pasiva del cuadro desnuda el rotundo pecho de la experta instructora.
Original
Original
Sin embargo, el origen moderno de esta estrategia estética está en Gustave Courbet. Es cierto que el Manet de Olimpia desnudó los entresijos económicos y morales de la representación. Pero Courbet es el autor de una serie de cuadros que, sin duda, se cuentan entre los más estimulantes de la historia. Destaco sobre todo tres: La mujer en las olas, un poderoso busto femenino digno de constituirse en icono contemporáneo; El sueño, un post-coito lésbico de una indolencia sensual digna de Baudelaire; y, sobre todo, El origen del mundo, una miniatura mimética de vívidos detalles fisiológicos que retrata parcialmente los secretos de la sexualidad femenina y de la mirada masculina que tiende a objetualizarla.
La historia de la transmisión de este cuadro clandestino es tan excitante como su contenido. El aspecto más divertido de su peregrinación hasta llegar a su actual ubicación en una sala apartada del Museo de Orsay fueron los años en que perteneció a Jacques Lacan. El pícaro doctor lo mantenía escondido tras un ingenioso dispositivo pictórico. Un paisaje anodino de Masson se deslizaba para revelar, como una reliquia indecente, el sexo velludo de la modelo favorita del pintor (la pelirroja Joanna Heffernan). Entre tanto, el psicoanalista Lacan gozaba lo suyo escrutando los síntomas del estupor en las caras de sus invitados ocasionales.
Pensamientos impuros
Pensamientos impuros
Durante años El origen del mundo se había constituido en objeto de culto idólatra para todo artista instalado en París. Inseminados por ese fetiche femenino, creadores tan viriles como Picasso o Duchamp contribuirían a revolucionar el erotismo pictórico. Pero también Rodin, escultor de la provocativa Iris, mensajera de los dioses, se vio infectado por ese mal gráfico y necesitó adentrarse por sí mismo en el misterio profano de la pintura, esa trepidante indagación de las apariencias que el ojo transmite al trazo a través de la mano.
Pasados los cincuenta, el augusto voyeur solía invitar a su estudio, como hacía Matisse, a toda clase de mujeres, las inducía a desnudarse y en ocasiones a masturbarse o acariciarse, e incluso a amarse entre ellas, mientras él, desde una promiscua cercanía, registraba cada acto, gesto o postura sin despegar la punta del lápiz o el pincel de la hoja ardiente. Hasta hace dos décadas esta masiva colección de dibujos y acuarelas permaneció oculta. Hoy ya todo el mundo sabe qué imágenes obsesionaban al “pensador” de Rodin.
Klossowski, el apuntador
Klossowski, el apuntador
Como se sabe, Balthus tenía un hermano mayor, Pierre Klossowski, que además de filósofo y novelista, uno de los escritores más excéntricos de la literatura europea del siglo XX, tenía una carrera paralela de pintor. No ha habido en la historia de las artes un mundo más complejo que el de Klossowski ya que no ha habido un artista polifacético que haya utilizado tantos recursos para darle credibilidad estética. La novela, el dibujo, la pintura, el cine, la escultura, la fotografía, el pensamiento, todos estos medios le sirvieron para imponer un mito erótico (Roberte) destinado a suplantar como “signo único” a todos los existentes en el mundo devaluado de los signos sociales.
Roberte (inspirada en Denise, su esposa) es un simulacro femenino que aparece en sus obras sometido a todo tipo de tentaciones y ritos sexuales. Un personaje ambiguo, que niega sus propios deseos o cede inconscientemente a ellos forzada por agentes externos, y se ve perseguida por el deseo de los otros a fin de otorgarle realidad, a menudo de forma violenta o perversa. De ese modo, Klossowski transforma el arte en una “demonología” privada, esto es, una tentativa de exorcizar los fantasmas libidinales a través de figuras, escenas y gestos. Una representación erótica que se desdobla en especulación teórica sobre el deseo y la voluptuosidad en las sociedades históricas y la vida psíquica individual.
El gran desnudo americano
El gran desnudo americano
No querría terminar esta historia sumaria del erotismo artístico sin ocuparme de la pintura erótica norteamericana. Una tendencia representada, entre otros, por Tom Wesselman, que aportó al pop-art una obscenidad carnal digna de Courbet y una sensualidad decorativa heredada de Klimt o Matisse; o por el provocador Eric Fischl. Nadie ha ido más lejos que Fischl en la escenificación de los fantasmas inconfesables de la sociedad de consumo, pintando con renovada técnica realista escenas o conductas procaces extraídas de una forma de vida y una cultura como la postmoderna donde la frontera equívoca entre erotismo y pornografía se ha diluido para escándalo de muchos.