[Frédéric
Beigbeder, Oona y Salinger,
Anagrama, trad.: Francesc Rovira, 2016, págs. 291]
La juventud se ha transformado en la mercancía
fundamental de la vida capitalista. Sin ese ingrediente esencial, ninguna de
las otras mercancías que nos ofrece la publicidad tendría el mismo atractivo.
Es más, la compulsión de consumir es inversamente proporcional a la edad del
consumidor. Un síntoma de envejecimiento consiste en ir dejando progresivamente
de consumir, volverse más perezoso o reacio al consumo fácil.
Sirva esto como prolegómeno a cualquier lectura
de esta estupenda novela híbrida, donde la ficción se pone al servicio de los
hechos reales (y viceversa), creando un bucle fascinante de vida y literatura, un
experimento biográfico sobre la tortuosa existencia de su admirado Salinger y
su malograda historia de amor con Oona, musa conjetural de su obra e hija descarriada
del dramaturgo Eugene O´Neill. Beigbeder pretende indagar así en el intrigante
secreto que se esconde tras la idolatría del signo de la juventud, impuesto en la
cultura desde el siglo XX por las modas y la música. Como anuncia Beigbeder
desde el principio, exagerando la influencia del autor: Salinger es “el escritor que ha hecho que a los humanos les
repugne envejecer”.
El libro comienza con una anécdota de fan, el
proyecto fallido de entrevistar a Salinger en su refugio rural de Nueva
Inglaterra, y concluye con una confesión autobiográfica referida a su
matrimonio reciente con la veinteañera Lara Micheli. En el corazón de ese
paréntesis confidencial, Beigbeder sitúa estratégicamente el relato cómplice del
romance precoz que vivieron entre 1940 y 1942 el futuro autor de “El guardián
entre el centeno”, con solo 21 años, y la futura esposa del viejo Charles
Chaplin.
El acierto de Beigbeder radica en haber
construido esta historia con un agudo sentido de la simetría narrativa, como si
se tratara de dos vidas paralelas que convergieron solo por un tiempo. Se
conocen en el célebre Stork Club de Nueva York cuando ella es apenas una
quinceañera desvalida que sale cada noche con las niñas más pijas de la ciudad (Gloria
Vanderbilt y Carol Marcus) y el escritor adolescente más ingenioso y mundano
(Truman Capote) y se despiden para siempre en 1980, tras un reencuentro
melancólico que puede o no ser invención del autor, en el Oyster Bar de la Gran
Estación Central, donde él devuelve a Oona, viuda y alcoholizada, el cenicero blanco
del Stork que ella deslizó en su abrigo aquella primera noche.
Ese cenicero, que Salinger transporta como un
fetiche amoroso durante las traumáticas experiencias europeas en la segunda
guerra mundial mientras Oona vive felizmente casada con Chaplin en Hollywood,
es un símbolo despedazado de su historia y del tiempo transcurrido desde
entonces. Cumpliendo un rito romántico, Oona irá enseguida a enterrar los
restos del cenicero en el solar baldío donde estuvo el Stork Club hasta 1966, despidiéndose
así, en cierto modo, de su juventud perdida.
Beigbeder manipula con inteligencia la relación de
Salinger y Oona para escrutar su rostro descarnado en el espejo, hurgar en las
heridas superfluas de su vida adulta y de la generación de jóvenes malcriados que
no aceptan envejecer porque lo consideran un síntoma de fracaso. Solo el que
está perdidamente enamorado de la juventud como Beigbeder podría querer
entender, desde la madurez, las razones de que alguna criatura joven se enamore
de él, como Oona de Chaplin.
“Oona y Salinger” es, en este sentido, una
novela memorable sobre los dilemas del tiempo perdido o recuperado: “Nuestras
vidas no tienen importancia, se hunden en el fondo del tiempo, pero hemos
existido y eso nada lo puede impedir: por muy líquidas que sean, nuestras
alegrías no se evaporan nunca”.