Es injustificable que el verbo
joyciano-rabelesiano de la versión americana no haya sido respetado en la
traducción española, desde luego, pero esta novela de Nicholson Baker (La casa de los agujeros, Duomo, trad.: Carme Font) ofrece aún suficientes
incentivos y estímulos como para leerla incluso en su versión descafeinada. Esta
fantástica y libertina “Casa de Agujeros” (House of Holes) podría incluir, ya desde el título, una alusión
maliciosa a la siniestra “Casa de Hojas” (House of Leaves) del neogótico Danielewski.
“La pornografía es el erotismo de los otros”,
decía el gran Robbe-Grillet para zanjar con ironía el debate que aún hoy
pretende distinguir un registro noble de otro infame en lo que respecta a la
representación de la experiencia sexual. Entre pornografía y erotismo podría
establecerse apenas una distinción de grados. En la primera quizá se dé un
mayor énfasis en la presencia gráfica de los genitales, como signo de franqueza
u obscenidad, mientras el segundo insiste en las insinuaciones y las sensaciones
íntimas. En definitiva, la pornografía se basa en la explotación de la carne en
tanto carne y fascina por su obtusa inmersión en la materia oscura de la que
estamos hechos. El erotismo, en cambio, es un refinamiento sensorial y un
tamizado del instinto por la inteligencia y la cultura, y seduce por su
estilización fetichista de las relaciones carnales.
Esta sugestiva novela de Baker responde a estas cuestiones partiendo de la
convicción de que en una época como esta, donde la máxima permisividad y
exposición del porno coincide en el tiempo con tendencias cada vez más
reaccionarias de control y censura, el virtuosismo estilístico y la
desinhibición verbal son una garantía de singularidad artística. No es
necesario citar a Freud o a Reich, los dos persuasivos maestros del análisis
libidinal, para entender cómo el principio de placer es mucho menos influyente
en la vida humana que su triste antagonista el principio de realidad. La fuerza
de la novela radica en la invención paradójica de un espacio irreal donde la
realización de los deseos y la obtención de una variada gama de placeres están
al alcance de todos los gustos e inclinaciones lúbricas.
La imaginaria “Casa de Agujeros” del título, a
la que acceden los personajes a través de muy diversos orificios, se parece
tanto a un grandioso centro comercial de fantasmas y fantasías sexuales como a un
voluptuoso jardín de las delicias o a una desenfrenada utopía libertina. Este
falansterio orgiástico se rige por principios mercantiles de oferta y demanda y
se organiza con la misma disciplina mecánica que una factoría industrial donde
se producen al infinito refinamientos genésicos y afrodisíacos. Las marionetas
masculinas y femeninas que habitan en esa fábrica consagrada al uso y disfrute
de miembros eréctiles y zonas erógenas se sitúan, en su persecución del orgasmo,
más allá del bien y del mal. Sin embargo, la crueldad y la maldad han sido
excluidas del lugar, así como la homosexualidad, siendo el placer dado y
recibido la única ley que estimula las relaciones que establecen residentes y
visitantes. No hay allí límites invencibles a la satisfacción de la lujuria,
solo estrategias hedónicas o reglas lúdicas para encontrar el objeto idóneo y
no agotar el caudal de fluidos demasiado pronto.
En este sentido, la debilidad de la novela
radicaría en su traslación de los valores neoliberales a la esfera del deseo carnal.
Al excluir el principio de realidad de la trama se fortalece la idea conservadora
de que solo en la fantasía individual es posible realizar los deseos. El
principio victoriano del sistema económico vigente pasa por el derroche de
energía al servicio del trabajo y el consumo y la reducción de la vida erótica
a la reproducción genética o los placeres vicarios del porno. Es evidente que
si el porno banal que se suministra a diario a la población se inspirara en la
imaginación estética de Baker todos, partidarios o detractores, saldríamos
ganando.