Verne urbi et orbi
Como indica la raíz de su apellido, Julio Verne es vernal, o primaveral, encasillada literatura juvenil que el lector adulto se pasará toda la vida echando de menos, tanto como a la efímera juventud. ¿Será éste, finalmente, el secreto del verdor perenne de Verne? ¿El motivo oculto del placer de su lectura? Su epitafio vernáculo lo sugiere así: “Hacia la inmortalidad y la eterna juventud”. A pesar de la encrespada barba positivista que ostenta en sus retratos más conocidos, Verne es el escritor joven por excelencia. El escritor de la juventud, si entendemos por ésta el placer de descubrir el mundo y la fábula o el mito de que esa aventura primeriza es posible y produce razonable felicidad. En definitiva, es la épica de una época donde el mundo era joven y los jóvenes corrían mundo y el mundo corría con ellos en todos los medios disponibles: globos aerostáticos, ferrocarriles, navíos, diligencias, submarinos y cohetes precursores, etc. Las máquinas más innovadoras del momento se agenciaban con las fuerzas del mundo y el producto de esa ecuación asociativa representaba para los humanos una renovación fenomenal del mundo a través de la aventura y el movimiento continuo del viaje.
Tal vez por eso creyera Verne tanto en el progreso y en la prosaica poesía del progreso. Verne pertenece a un tiempo en que se podía creer firmemente en el progreso y no ser un “progre” redomado, como lo era el gran Zola. Todo lo contrario. Verne, como Chesterton, era un conservador ostensible e inteligente: si hubiera podido, habría ordenado taxidermizar su tiempo para volverlo eterno sin renunciar a su mecánico dinamismo juvenil. El progreso para Verne era el avance puntual e inexorable de la civilización europea, la conquista imperialista (a pesar de todas las críticas a sus excesos vertidas en algunas novelas tardías) de los territorios “bárbaros” por la técnica, la cultura, el comercio y los elevados ideales occidentales. ¿Quiere eso decir que el autor de Cinco semanas en globo, su primera novela publicada, era un apóstol avanzado de la globalización?
En todo caso, en sus últimos años Verne volvería al acusado escepticismo de su primera novela, París en el siglo XX, que un editor sensible a las ventas se negó a publicar por considerarla depresiva. Era una anómala novela realista ambientada en un futuro sombrío donde el dinero y la técnica surgida de sus flujos e influjos monetarios lo dominaban todo. ¿Les suena? Lo curioso es que el editor reacio consiguió con su negativa inducir a Verne a ser más positivo en el futuro, más positivista, si se quiere.
En su siglo, el tiempo había empezado a correr con singular soltura y se necesitaba un narrador superdotado para las peripecias y episodios transnacionales de esa carrera enloquecida contra el reloj de la historia. No por azar, el creador de Miguel Strogoff, el correo del zar es el primer novelista registrado del espacio-tiempo: el narrador plusmarquista que para cumplir con un horario prefijado se marca la conveniencia inicial de alcanzar ciertas estaciones locales o metas geográficas con objeto de enlazar ambas coordenadas dentro de la experiencia vital de sus hiperactivos personajes. Sus fábulas aceleradas contra el cronómetro son apenas un resumen alegórico de la carrera imparable emprendida por la humanidad desde hace dos siglos hacia el horizonte inalcanzable del progreso.
Por desgracia, la empresa técnica del progreso ha agotado una tras otra sus brillantes promesas de bienaventuranza colectiva y nos enfrenta a un futuro repetitivo hasta la náusea, idéntico a sí mismo en su infinita capacidad de renovación y cambio. Así, Verne es el narrador primigenio de un mundo tan envejecido y maltrecho a fuerza de consumirse que ha tenido que pasar muchas veces por el quirófano de la historia para recomponer su imagen triunfal y recuperar así la energía derrochada en el empeño de avanzar a toda costa. Por eso mismo, Verne conserva para nosotros, los lectores del futuro, un atractivo ambiguo, un encanto inevitablemente sospechoso.
Versiones de Verne
Verne tuvo desde el principio magníficos lectores. El más extravagante fue el escritor Raymond Roussel. Tanto admiraba al maestro que viajó alegremente por el mundo como sus héroes, pero su mirada difería en lo esencial de la mirada colonizadora de Verne. A éste jamás se le habría ocurrido enviar a un amigo, durante un viaje, un raro radiador como recuerdo exótico de Oriente. Las aventuras de Verne, precisamente, perseguían la naturalización del uso del radiador en tierra extraña, como acabó sucediendo. Con ese gesto insólito de Roussel se gestó la originalidad de la mirada surrealista, inconcebible para el autor de El rayo verde.
No obstante, un lector tan inteligente como Borges, que amaba y admiraba a Stevenson (que a su vez admiraba la “prosaica y espuria imaginación” de Verne), no amaba ni admiraba la obra ingente ni el talento gentil de Verne, a quien consideraba con ironía despectiva un “jornalero laborioso y risueño”, entregado en exceso a los dictados de la musa adolescente. Las ficciones del autor de Viaje al centro de la tierra, a juicio del autor de Ficciones, “trafican en cosas probables”. Ya se sabe: nada hay menos estimulante para la imaginación moderna que la engañosa categoría de lo “probable”. El inventor de “El Aleph” prefería releer las improbables invenciones de Wells.
Los mejores lectores de Verne, en cambio, han sabido comprender que era algo más y algo menos que un narrador de viajes y exploraciones posibles. Las novelas y relatos que componen la vasta epopeya de los “Viajes extraordinarios” demuestran que Verne era un filósofo peculiar y poseía una visión integral de lo humano que decidió comunicar a sus congéneres mediante el receptivo formato de la novela popular. La evasión emocionante y genuina causada por su trepidante lectura no es sino un efecto secundario de la verdadera intención de Verne: convencer a sus masivos lectores de la plusvalía moral de la aventura sobre una tierra recién descubierta en su totalidad por la mirada occidental (“No son nuevos continentes lo que necesita la Tierra, sino hombres nuevos”, proclamaba Nemo, como un profeta futurista) y observada en sus novelas desde todos los ángulos posibles (el subsuelo telúrico, los abismos marinos, la Antártida magnética, la órbita lunar, el perímetro terrestre, etc.).
La pretensión principal de Verne, vista desde una relectura actual, no parece otra que la de someter a revisión, a la luz de la mentalidad positiva decimonónica, el entero cuerpo de narraciones y mitos que la humanidad había acopiado a lo largo de la historia. Así, desde la antigüedad el hombre había descendido a las entrañas de la tierra a encontrarse con los difuntos, las dolientes generaciones de los antepasados, pero Verne prefirió descubrir a sus contemporáneos un vientre terráqueo que se parecía a un museo subyacente de historia natural, un revuelto resumen de las distintas etapas geológicas y biológicas de ese suelo terrestre que pisaban con tanta ignorancia como presunción. Los relatos de naufragios abundan en todas las tradiciones, desde “El náufrago del Nilo” hasta Robinson Crusoe, pero para el autor de La isla misteriosa (quizá la pieza central del ciclo verniano, como supo ver Michel Butor) o Los hijos del capitán Grant, el naufragio constituía la ocasión de obligar a sus lectores a padecer un extrañamiento respecto de su propia civilización, la oportunidad de acendrar sus valores en un entorno hostil a fin de repoblarlo con los frutos de la razón instrumental y el esfuerzo inventivo, actualizando la línea ideológica inaugurada por Defoe. Las singladuras submarinas y las peregrinaciones estelares también abundan en el imaginario colectivo, pero Verne se aprovecha de los recursos de las primeras para recuperar la historia y la vida sumergidas como un arqueólogo de las profundidades y simas donde también se cifra el legado terrestre, y con las segundas consigue prefigurar la monotonía futurista de 2001: Una odisea del espacio. De ese modo, una novela como Viaje a la luna supone el fin de la exuberante luna de Cyrano de Bergerac y de otros poetas más o menos lunáticos, incluido Jules Laforgue, al ser descrita por Verne como un satélite árido, más propicio a la explotación que a la aventura o el lirismo. Como buen positivista, Verne creía que el conocimiento era limitado y relativo y la capacidad humana para la acción y la determinación resolutiva era el instrumento decisivo y prodigioso para el avance de la sociedad hacia un estadio ideal dominado por la ciencia y la tecnología (como prueba la expedición antártica narrada en La esfinge de los hielos, el correctivo positivista de Verne a la imaginación fantasiosa y desbocada del Poe de Las aventuras de Gordon Pym, a la que sólo el Lovecraft de En las montañas de la locura vindicaría con toda justicia en pleno siglo XX).
Ciencia y ficciones de Verne
En este sentido, las ficciones de Verne pretenden sugerir al lector que la tecnología que el hombre va conquistando con su inteligencia corresponde moralmente a los fines que cada época se propone. Esta interpretación no excluye en ningún momento el convencimiento mítico de que la técnica es la gran aliada del ser humano en su superación de la naturaleza y su creación de un orden alternativo más justo y paritario. De hecho, las únicas notas de pesimismo se desprenden de su convicción paralela de que todo el mal procede, no de la técnica en sí, sino de la inadecuación de ésta con un estadio determinado de la historia. El positivismo de Verne no podría concebirse sin una instancia normativa que evitara la catástrofe o la desgracia. La ingenuidad industrial le hizo suplir la ausencia de una instancia sobrehumana de control por una conciencia y voluntad humanas de autorrestricción.
El devenir del mundo le ha dado la razón a su visión más oscura y pesimista del progreso, anticipada en su primera novela inédita y refrendada parcialmente en algunas de sus fábulas tardías (Robur el conquistador o La misión Barsac, su última novela, publicada póstumamente en 1919). Verne, sin embargo, fue incapaz de prever cómo el futuro daría origen a las peores pesadillas de la historia. El optimismo racional que rezuman sus novelas excluía necesariamente la consideración del infierno a la medida humana que la técnica aliada ahora con el totalitarismo estaba a punto de construir para encarcelar a sus súbditos. Así, cuando escritores como el ruso Zamyatin o los ingleses Huxley y Orwell quisieron retratar ese infierno ideológico y tecnocrático, Verne no era ya el modelo infalible, sino Wells de nuevo.
Tampoco para los novelistas posteriores, enfrentados a los desafíos de la sociedad de consumo y el mundo capitalista, Verne podía representar una influencia fecunda. Pienso especialmente en Philip K. Dick, el gran autor de ciencia-ficción de la segunda mitad del siglo pasado, cuyas pesadillas entrópicas sobre sociedades terrestres y extraterrestres habrían horrorizado al maestro. Por no hablar de Gibson y la revolución cultural del ciberpunk. La huella literaria de Verne se fue diluyendo del género progresivamente hasta quedar reducida a un guiño amable o una cita amistosa.
En los últimos años, quizá sólo los rentables autores de best-sellers han reciclado a Verne y le han restituido, desde ese formato comercial limitado, una parte de la acuciante contemporaneidad que caracterizó a las pragmáticas extrapolaciones de su obra. Especialmente Michael Crichton, cuya intención de divulgar las bondades de la tecnología y la ciencia como tutoras supremas de la especie humana en tramas enrevesadas que las ponen constantemente a prueba a partir de sus errores y fallos, como en un test narrativo diseñado por Popper, es tan afín al espíritu de Verne como lo pueda ser la teoría del caos a la termodinámica decimonónica.
Verne y Cervantes
No me parece arriesgado plantear hoy una asimilación entre estos escritores aparentemente antagónicos. Para Cervantes, en efecto, la realidad padece un estancamiento y una inmovilidad de tal envergadura que ni las ensoñaciones grandilocuentes de su héroe taciturno y vacilante bastan para sacarla de su hechizo y ensimismamiento. Para Verne, en cambio, el mundo está condenado al movimiento y la velocidad crecientes, y los hombres y sus creaciones mecánicas incorporan su pequeño movimiento a esa agitación incesante, su propia inquietud tumultuosa. La invención constante de máquinas y aparatos de transporte responde, por tanto, al deseo humano de sumarse al movimiento global e incrementarlo con su incontrolable contribución. Cervantes es el cronista cómico de un tiempo histórico extenuado e irredimible por la acción; Verne, por el contrario, es el cronista mitológico de la Revolución Industrial, el gran enemigo narrativo de la entropía moderna.
La Mancha de El Quijote, como la vida actual, representa el grado cero de la aventura entendida como expansión afectiva de las posibilidades vitales. Es ahí, por tanto, en ese territorio desertizado de lo real en el que se desenvuelven tanto el caótico personaje cervantino como la catódica subjetividad posmoderna donde se origina necesariamente la dimensión de lo virtual y lo espectacular que amenaza con totalizar la esfera social contemporánea. Sería aquí donde ambos escritores, a su pesar, coincidirían finalmente: Cervantes y Verne acertaron a profetizar, cada uno a su manera, los fundamentos morales y materiales de la “sociedad del espectáculo”.
Verne en el multicine
El cine es el medio tecnológico cuyo alcance mundial concedió a la obra de Verne, desde el principio, un protagonismo portentoso. Sorprendentemente, es también el medio artístico que prueba la caducidad y el agotamiento literal de esas fabulaciones, mientras se nos impone la lógica espectacular de la visión “Verne” del mundo. Las ficciones probables de Verne han perdido gran parte de su animada fotogenia, sin perder un ápice de fascinación intelectual, en un mundo demográficamente saturado donde la mayor aventura consiste, para casi todo el mundo, en sobrevivir a otra jornada de tedio laboral, viajar equivale a hacer anodino turismo de agencia y los países y paisajes exóticos y remotos se han transformado en parques temáticos de explotación regional o folclórica (conceptualmente similares a los exhaustivos inventarios de tantas novelas de Verne).
Es probable que Verne, gracias a este paradójico desprestigio de su expansiva imaginación, se haya convertido en un gran maestro literario de la nostalgia y la melancolía. Un Proust de estilo dinámico y eficaz y desmedidas ambiciones empresariales que no ha perdido el tiempo ociosamente en los salones mundanos, sino que lo ha perseguido y acosado por todas partes, como a un enemigo ideológico, hasta encerrarlo en la esfera exacta de un reloj que ha acabado por confundirse con el formato panorámico del mundo.