[Publicado en medios de Vocento el martes 25 de enero]
La geopolítica no es una ciencia sino un juego.
Un juego estratégico como el ajedrez, pero mucho más peligroso y destructivo.
En el tablero de piezas, el jugador solo arriesga la inteligencia y la ruina de
su ejército lo humilla ante los otros. La geopolítica, por el contrario, se
funda en la simulación de movimientos y el cálculo táctico de las intenciones
del adversario. Por eso reconforta ver a SuperSánchez liderar las operaciones militares
en el conflicto ucraniano, blandiendo el teléfono como arma infalible y examinando
los grandes datos en pantalla con agudeza aguileña.
Imagino que Biden, más inquieto por lo que
sucede en los Mares de China que por la exhibición de musculatura del púgil Putin,
duerme tranquilo la siesta presidencial sabiendo que el aliado español está al
mando de la delicada situación. Biden no conoce un clímax de popularidad,
precisamente, y la crisis ucraniana le sirve, como a su rival moscovita, para
recuperar el pulso perdido de los votantes. A Sánchez, por su parte, le
conviene esta jugada espectacular, oponiéndose a la ambigüedad de sus amigos
franceses y alemanes y alineándose, al mismo tiempo, con las políticas
agresivas del juerguista Johnson, también criticado por la opinión pública.
Nadie experto descarta que Putin persiga otros
fines además de ratificar con gesto belicoso su antagonismo a la alianza de
Ucrania con la UE y la OTAN. Europa demuestra, sin embargo, que no ha revisado su
posición geopolítica con rigor desde el colapso soviético. Eso explica el
pleonasmo podemita del “no a la guerra”. Como ajedrecista de élite, el zar Putin
es astuto y ha sabido ganarse la simpatía de los izquierdistas hispanos, los islamistas
y los fachas europeos, acaparando así la complicidad global de los enemigos del
imperio americano, incluida China.
Los asesores de Putin deben ser fans de las series yanquis y se han tragado los infundios que difunden como publicidad encubierta. La vida americana tiene un discreto encanto que no se aprecia en directo, pero sí en televisión. En el Kremlin creen que los americanos padecen una degeneración moral generada por la pesadilla cotidiana del capitalismo neoliberal. Las series transmiten el trampantojo de que el imperio de la Coca-Cola está en decadencia total, como sostenía la propaganda comunista durante la Guerra Fría. Los europeos, en cambio, son fariseos. Para no ser detectados por el enemigo, prefieren ocultar sus vicios bajo una fachada de perfección ética que solo engaña a los más ciegos.
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