[Publicado en medios de Vocento el martes 30 de noviembre]
La palabra fetiche es control. El
efecto principal de la droga del poder en el nuevo orden mundial. El narcótico
más poderoso inventado para consumo privado de los políticos. Lo absorben por
todas las vías disponibles, en cuantas dosis sea necesario, para mantenerse en
el privilegio del cargo el máximo tiempo posible. En una sociedad de verdad
libre los poderes tienen un papel secundario. En una sociedad amordazada,
dominada por el pánico a la infección mortal y el error ideológico, los poderes
se creen entes omnipotentes frente a una colectividad medrosa y desarmada. Las
medidas arbitrarias sirven para confirmarles el grado de popularidad alcanzado
en la oscilante bolsa de los valores electorales.
Omnipotencia del gobernante, impotencia del
ciudadano. Cualquier político mediocre se cree un titán cuando decreta medidas
ilegales para frenar el impulso libertino de sus súbditos, su peligrosa tendencia
a la promiscuidad de trato en casa o en la calle, su irresponsable deseo de
cenar, beber o bailar en locales abarrotados. Estamos acostumbrados, por
desgracia, a que gobernantes impunes nos amenacen con acortar los horarios del ocio
nocturno, o decidan cuándo podemos liberarnos del asfixiante bozal que deshumaniza
los rostros.
Cuánto tiempo vamos a pasarnos pronosticando lo
peor, sin atrevernos a asumir la endemia con inteligencia en nuestras vidas, mientras
las vacunas se debilitan y las dosis se multiplican, así como las variantes
letales que el mundo global produce en masa como si fueran su mercancía
estrella. Llegará el día de juzgar como se merece a esta indigna casta política
que nos trata como a menores de edad, continuando la tradición despótica más
antigua. Los mismos que no previeron la pandemia y luego la gestionaron con
incompetencia se sienten autorizados a imponernos de nuevo restricciones
inicuas, manipulando cifras científicas, con tal de salvar las apariencias.
La droga del poder es muy poderosa. La ebriedad del control total. Pienso ahora en el difunto Antonio Escohotado, filósofo de inteligencia insobornable y ética libertaria. Lo conocía todo de las drogas, de las mentiras e imposturas del poder sobre las drogas y del dinero y el poder como únicas drogas legales del sistema. Y supo disponer de su vida, gracias a ellas, cuando ya no valía la pena prolongarla más de lo razonable, como recomendaba Plinio el Viejo. Mucho menos en un mundo donde la libertad, guiada por el miedo del pueblo, estaba deslizándose progresivamente hacia la servidumbre.
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