martes, 14 de abril de 2020

PERVERSA PERFORMANCE



            Como sabe todo el que me conoce, considero a Bret Easton Ellis no solo uno de los grandes escritores norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX, sino uno de los más representativos del tiempo posmoderno. Si en el futuro, o en el más inmediato presente, alguien quiere saber lo que fue la jungla de neón, sexo y coca de los años ochenta, no encontrará mejor referencia que las novelas Menos que cero y Las leyes de la atracción, publicadas en 1985 y 1987, respectivamente. Pero si quiere adentrarse en el esplendor libidinal del glamour y las pasarelas y la orgía tecno-financiera de los noventa, ahí estarán siempre aguardando a los lectores inteligentes novelas como American Psycho (publicada en 1991 y reeditada ahora como celebración anticipada de su trigésimo aniversario) y esa obra suprema que es Glamourama, en 1999, compendio de una década turbulenta y casi de todo un siglo en su final, que fue como un nuevo principio traumático. Y luego vendría Lunar Park, en 2005, pero esa es otra historia que ya conté aquí.
Hace diez años, con motivo de la publicación de Suites imperiales, novela menor para los lectores fáciles y comodones, la mayoría, pero radiografía espectacular del Hollywood íntimo para los fans, dediqué un múltiple homenaje (puede leerse también aquí y aquí) a la figura de este malo irónico de la literatura americana. En tiempos donde la única pandemia incurable es la de la cursilería y el sentimentalismo, la maliciosa mirada de Ellis es un revulsivo moral. Como la navaja de Buñuel o el hacha de Kafka...

[Bret Easton Ellis, Blanco, Random House, trad.: Cruz Rodríguez Juiz, 2020, págs. 251]

Este libro es tantas cosas que espero no dejar ninguna sin mencionar. La parte obvia es que se trata de las memorias parciales del niño malo más mimado de la literatura norteamericana de finales del siglo XX. La parte menos evidente, aunque explícita, es que se trata de un alegato contra la censura, en sus antiguas formas y en sus nuevas variantes, contra el puritanismo, contra la neutralidad expresiva impuesta por las redes sociales y la grosería y vulgaridad correlativas, y, por último, un manifiesto político en favor de la libertad de expresión, sin ambages ni concesiones. Ellis es un furibundo defensor de cualquier opinión por ofensiva o incisiva que pueda resultar respecto de individuos y grupos que han hecho de la victimización un medio de blindarse contra la crítica, el descrédito o el ridículo.
La grandeza literaria de Ellis es inversamente proporcional a la simpatía que pueda suscitar la personalidad de su autor. Así que la ambigüedad de su actitud, esa frialdad mundana o esa negatividad aséptica con que los narradores de Ellis seducen y asquean al lector arrastrándolo a su mundo de obsesiones y fascinaciones banales, constituye uno de los indudables encantos de su escritura. Sería imposible escribir sobre la celebridad y la fama, y las gloriosas imágenes que las difunden por todos los medios, con la artificiosa naturalidad y el desbordante realismo con que Ellis lo hace en sus novelas, y también aquí, sin conocer íntimamente cómo se urden a diario sus orgías publicitarias y cuál es el código maestro con que ese mundo suele regular el juego promocional de sus rutinas, negocios y placeres.
Ahora es el escritor Ellis quien se pone en el centro equívoco de la representación, ocupa el escenario como un actor de sí mismo, con su voz minimalista, sus gestos lacónicos y sus juicios estridentes y maximalistas, y aplica sus técnicas de escalpelo literario a su persona y a todo cuanto la rodea: desde sus novios y amantes, con especial énfasis en su última pareja, un “socialista milenial”, como lo caracteriza Ellis, que no puede soportar vivir en una realidad donde existe una abominación presidencial como Trump, hasta sus amistades, escindidas en dos bandos inconciliables, las que votaron a Trump en 2016 y las que votaron a Clinton pensando que lo contrario era un acto aberrante.
Ellis consigue retratarse sin amaños cosméticos y retratar de paso a una América devastada por el partidismo, la corrección política, la hipocresía, la represión y la persecución en nombre de la superioridad moral de los progresistas. Puede leerse este libro como una novela disfrazada de autobiografía, partiendo de la idea de que la ficción, como decía John Barth, “no es una mentira en absoluto, sino una verdadera representación de la manera en que todos distorsionamos la vida”. De ese modo, vemos que Ellis recurre a la no ficción, como antes hiciera con la ficción en “American Psycho” o “Lunar Park” con similar finalidad estética, para describir su acendrada confusión existencial y expresar lo que no logra entender sobre sí mismo y el mundo bipolar que lo celebró y encumbró siendo un veinteañero para luego darle de palos.
En estas páginas, Ellis encarna con maestría el papel de quejica ocasional, así como el de abusón histriónico, para revelarse a continuación un agudo y corrosivo analista de la América postimperial de las últimas décadas y su espiral mediática, mientras revisa las condiciones especiales por las cuales un personaje irónico como él pudo transformarse, tras morir Andy Warhol, en paradigmático de la vida y la cultura de su tiempo. 

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