miércoles, 7 de febrero de 2018

FRANKENSTEIN REVISITADO


Es posible explicar algunas características de Frankenstein a la luz de la vida de su creadora, Mary Wollstonecraft Shelley (1797-1851). Una vida romántica, con su lado bohemio y libertino, desde luego, y su lado burgués, por supuesto, pero una vida terrible sobre la que la sombra de la muerte proyectaba una y otra vez la misma figura alargada y siniestra, un fantasma compuesto de carne muerta reanimada con galvanismo blasfemo. No es extraño, por tanto, que Mary, mucho antes de completar la tragedia de su vida, ya tuviera los componentes necesarios para engendrar a su horrible criatura. El monstruo sin nombre, o con el nombre prestado por su creador como una hipoteca simbólica sobre su tormentosa identidad.
Como las grandes tragedias griegas, Frankenstein toma la apariencia de una “novela familiar” (con precursoras resonancias freudianas), una novela que convierte en motivo sangrante de su escritura los dramas vitales de la maternidad, la paternidad, el parentesco y la filiación, regados con un espectacular despliegue de carne y de vísceras palpitantes. Con ello quizá sólo pretendiera demostrar que la privilegiada hija de dos filósofos ilustrados no tenía por qué crear su novela con ideales biempensantes y valores progresistas, sino dando cuerpo monstruoso e insuflando vida maligna a una visión pesimista y en extremo cruel de la existencia humana.
El monstruo de Frankenstein representa así, con su gestación patológica, no sólo el horror de la vida material, sino el horror de cuanto el ser humano, con los instrumentos de la violencia política o la violencia científica aplicadas a la transformación de la realidad, pueda producir en nombre del progreso, la explotación o la racionalidad absoluta. El nuevo génesis de la vida surgido del pudridero de la carne, como soñaba, ebrio de poder, Victor Frankenstein.

[Mary Shelley, Frankenstein, o el Moderno Prometeo (Edición anotada para científicos, creadores y curiosos en general), trad.: José C. Vales (texto) y Vicente Campos (notas y apéndices), Ariel, 2017, págs. 342]


            Nadie hubiera imaginado en 1818 que la obra anónima que apareció en librerías inglesas bajo el sonoro título de “Frankenstein, o el moderno Prometeo”, iba a convertirse con el transcurso de los siglos en una obra mítica. Y nadie lo hubiera imaginado por la sencilla razón de que la progenie de esta novela, como la llama Mary, su creadora, es tan monstruosa en sus trazas creativas como lo es la criatura engendrada en un laboratorio por Victor Frankenstein, encarnación novelesca de la voluntad de poder de la ciencia y la tecnología. Si Victor es en la ficción el progenitor masculino de una criatura deforme y abominable, aunque de alma cultivada y sensible, Mary, su homóloga en la realidad, es una narradora repleta de imaginación y talento que fue capaz de dar a luz a un nuevo género (la ciencia ficción) a partir de los restos muertos de un cadáver cultural como la novela gótica.
Esta edición del libro de Mary, realizada por egregios estudiosos, tenía la intención inicial de dirigirse por una vez no al hombre o a la mujer de letras sino a los estudiantes de ciencia y tecnología. Y por eso mismo la publicó el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) para celebrar el bicentenario de su primera edición. Pero los editores (David H. Guston, Ed Finn y Jason Scott Robert) se dieron cuenta, mientras la preparaban, de que la obra de Mary, como conviene llamar a la autora para resolver los conflictos de sus apellidos de soltera y de casada, era capaz de rebasar fronteras cognitivas y permitir una comunicación esencial entre las dos culturas, la humanista y la científica. Como expresa Charles Robinson, prologuista, gran especialista en la obra e impecable revisor del texto, “Frankenstein” y las ciencias humanas y la cultura que hacen posible esta obra “ofrecen una representación del mundo que es tan válida como el proyecto de un ingeniero”.
Para demostrar esta sugestiva tesis, esta edición incluye la versión original de la novela que la veinteañera Mary entregó a los editores y que se publicó de forma anónima en enero de 1818 y un impresionante aparato de notas elaborado por los editores con la colaboración activa de una multitud de lectores académicos (profesores y estudiantes de posgrado). Recuperar esta versión es también una forma de corregir a la autora, que la revisó con celo para evitar los excesos reprochados por una crítica inepta y machista. Una experta como Anne K. Mellor, en uno de los mejores ensayos de la documentada sección final del libro, la reconoce como la transcripción genuina del sueño que se apoderó de Mary durante la noche del 16 de junio de 1816 en la célebre Villa Diodati donde “Frankenstein” fue concebido.
Uno de los aspectos más abordados de la novela es la responsabilidad de la ciencia y la tecnología en el devenir del mundo. Mary engendra “Frankenstein” en plena revolución industrial, cuando aparecen las primeras máquinas diseñadas por la mente humana con criterios científicos y fines utilitarios revolucionando la realidad del siglo y la mentalidad y costumbres de sus habitantes. Es bajo los efectos perturbadores de tal mutación histórica como se debe comprender la fuerza incontrolable de la creación de la obra y el impacto que tuvo desde el principio en la imaginación de sus lectores. Si no fuera por un arraigado prejuicio misógino, Mary tendría que haber sido reconocida desde entonces como una de los genios más agudos y precoces de la historia de la literatura universal. Y, sin embargo, la sombra monstruosa de la obra, como señalan diversos especialistas en el libro, devoró durante mucho tiempo la frágil figura de su creadora. Esa joven mujer a la que se retrata en el Prefacio de los editores “leyendo literatura, filosofía e historia junto a la tumba de su madre”.
No obstante, Mary tuvo el acierto de crear un mito que admite múltiples interpretaciones. Una de los más originales y actuales se refiere al papel de la mujer en el mundo patriarcal y, en especial, al tema de la procreación y la familia. Como inteligencia ilustrada, Mary era de un pesimismo extremo y apenas si podía aceptar que existiera una posibilidad de crear un mundo mejor mientras las mujeres vieran limitadas sus capacidades y los hombres manifestaran a diario, en cada uno de sus actos y decisiones, una envidia profunda hacia las cualidades femeninas. Solo por esto, una escritora de sensibilidad feminista como Virginia Woolf tendría que haber incorporado a Mary a su panteón de grandes precursoras. Pero esa es otra historia. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hace poco descubrí que mientras estaba terminando de escribir F., Mary y Percy traducían el Tratado Teológico-Político de Spinoza. Por qué? Porque los fascinaba. Cómo aparece el pensamiento spinozista en la novela? IDK. Es bueno revisarla con otras claves de lectura.