lunes, 24 de marzo de 2014

NIRVANA ADOLESCENTE


El malentendido entre Kurt Cobain (Nirvana) y William Burroughs podría ser uno de los más trascendentales (y significativos) de la cultura de fines del siglo XX, con insólitas prolongaciones en el XXI. El Viejo de la Montaña dijo: “Nada es verdad, todo está permitido”. Y el viejo Burroughs lo completó, constatando la raíz del mal presente y futuro: “Donde todo es verdad, nada está permitido”… 

 

In that moment, he knew its purpose, knew the reason for suffering, fear, sex, and death. It was all intended to keep human slaves imprisoned in physical bodies while a monstrous matador waved his cloth in the sky, sword ready for the kill. 

-William Burroughs, Cities of Red Night- 

[Servando Rocha, Nada es verdad, todo está permitido, Alpha Decay, 2014, págs. 374]

El malentendido manda en el mundo como una maldición genética. Hablas en serio y te toman a broma, decía Lewis Carroll en Sylvie & Bruno, hablas en broma y te toman en serio. El mayor éxito de la carrera de Kurt Cobain, líder de Nirvana, el grupo grunge más emblemático de los noventa, fue la canción “Smells Like Teen Spirit”. El título del himno insurgente provenía de un grafiti (“Kurt Smells like Teen Spirit”) pintado en el dormitorio de Cobain por Kathleen Hanna, vocalista de la banda de punk feminista Bikini Kill. Cobain entendió que Hanna profetizaba la proyección de su música en el siglo veintiuno, cuando lo único que había querido hacer público la irónica cantante y letrista era que Cobain estaba liado con la batería del grupo (Tobi Vail), que perfumaba su esbelto cuerpo con el popular desodorante Teen Spirit. En el vídeo musical de la exitosa canción, para fomentar aún más la confusión y los equívocos, un típico grupo de animadoras deportivas porta en sus jerséis la marca “A” de la anarquía desorganizada y animan con su coreografía insinuante a una sudorosa banda de punk.
Si algo mató a Cobain, pues, fue su malogrado deseo de superar el cinismo y frivolidad de la época con un romanticismo ruidoso y desangelado que suspendiera el peso de los malentendidos y falsedades que corrompían el mundo e impedían soñar con cambiarlo. La gran invención de Cobain fue la terapia musical de un nirvana instantáneo y soluble para adolescentes perpetuos: el nirvana inmanente de los que no soportan crecer ni envejecer pero aspiran, por un tiempo al menos, a “liberarse del dolor y el sufrimiento del mundo exterior”, según consignaría Cobain en sus Diarios. La expansiva e irreverente música de Cobain y Nirvana pretendía funcionar, en vano, como antídoto contra la infecciosa moral de la cultura yuppie de comienzos de los noventa. La cultura extendida del psicópata Patrick Bateman y su clan de clones reaganianos (cf. American Psycho).
 
Otro malentendido necesario fue la creencia de que podían establecerse alianzas con figuras carismáticas de generaciones anteriores. Así Cobain con William Burroughs, el escritor más subversivo e innovador de la literatura norteamericana del siglo veinte, autor, como apunta Rocha, “de una de las mayores óperas literarias jamás escritas”. Sobre el encuentro ocasional de ambos y los testimonios fotográficos conservados del mismo orbita este fascinante libro, creando una productiva red de círculos excéntricos que examinan el acontecimiento desde una enciclopédica multitud de enfoques y líneas de fuga temáticas.
En 1992 ya habían grabado, a iniciativa del cantante, un tema titulado “The Priest They Called Him”, estridente combinación de un siniestro relato de drogadicto recitado por Burroughs como una salmodia criminal y los guitarreos desgarrados de Cobain. El 21 de octubre de 1993 Cobain no pudo reprimir más el deseo de conocer a su héroe cultural y viajó hasta Lawrence (Kansas), donde Burroughs vivía refugiado de todas las asechanzas económicas y políticas del momento. Vista desde fuera, la reunión del viejo patriarca literario, endiosado por la contracultura pop-rock desde los sesenta, y la joven estrella musical fue tan misteriosa como cabía imaginar.
Al despedirse, Burroughs piensa que hay algo disfuncional en Cobain, un desajuste sintomático. En febrero de 1994, Burroughs le envía como regalo de cumpleaños un collage donde las pinceladas rosa enmarcan una fotografía de Cobain encerrado en  la “caja orgónica” diseñada por Wilhelm Reich que Burroughs tenía en su jardín trasero. El biógrafo del cantante lo malinterpreta como un chiste escabroso (retrato de la estrella en el retrete). No está claro, sin embargo, si el angélico Cobain llegaría a entender el guiño afectivo de Burroughs como signo seductor de la vida.
 
Cuando Cobain se suicida en abril, Burroughs, que rechazaba el suicidio como claudicación ante los poderes del enemigo, se sumerge en la música primigenia de su último disco (In Utero) para tratar de comprender el gesto trágico de su amigo y admirador. La incomprensión no pudo ser más terrible: “Matarse no fue para Kurt un acto voluntario. En mi opinión, ya estaba muerto”.

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