Cuánto
envidio a Francia. Allí las nuevas generaciones de inmigrantes, sobreviviendo
en suburbios abandonados, han puesto en cuestión los valores republicanos de la
nación porque no sienten que sean otra cosa que una vieja fachada en ruinas.
Aquí, en cambio, cada vez que alguien cuestiona nuestro país lo hace solo para
poner en valor su raída bandera nacionalista o su deseo de separarse de España.
Triste destino el de quienes no profesamos la fe españolista ni la credulidad
de los periféricos en sus procesos de emancipación de la casa paterna. Triste
destino o, más bien, destino irónico. Al menos podemos seguir contemplando el
panorama con un punto de sarcasmo.
No
hablaré, no, de los ERE. Ya la sentencia puso en su sitio a unos líderes
socialistas que, una de dos, o eran los más tontos de la historia, o los más
listos, o las dos cosas a la vez, que también es posible. El dúo Chaves y
Griñán y sus secuaces ya son carne judicial y han dejado de interesarme. Si su
castigo es la infamia o algo peor, no me concierne. Aprendamos otra lección.
Nadie es perfecto. Así en la política como en el fútbol. Hace unos meses
veíamos a un Sánchez insomne reprobar a Iglesias como socio y desdeñar el apoyo
de ERC y ahora, superado el desengaño electoral, lo vemos simular que claudica
ante ellos. En la selección española de fútbol el problema es más ridículo.
Ningún experto en comunicación no verbal podría decir qué es mejor, a día de
hoy, si el ataque de celos patológicos de Luis Enrique, o la ambición
inmerecida de Moreno. Qué incierto mundo este.
Con todo,
Sánchez sigue empeñado, como sus negociadores, en batir el récord de
provisionalidad al frente de un gobierno difunto. No vaya a ser que otra
investidura fallida amargue las Navidades a sus votantes. En este último mes,
Sánchez ha hecho el descubrimiento de su vida. Ha dado con la fórmula genial
para eternizarse en el poder. Su idea es simple pero eficaz. Lo que España
necesita ahora, en estas circunstancias de fragmentación y conflicto, es un
presidente interino que convoque elecciones cada seis meses. Elecciones que
funcionen como un plebiscito sobre su propia condición transitoria mientras los
españoles no se den por vencidos en el pulso y lo voten en masa. El precio es
la inestabilidad permanente. Eso importa poco si el objetivo es tener a Sánchez
de presidente perpetuo y a Iglesias ablandándose como la plastilina con el
calor de los focos hasta perder consistencia y fuerza. Como Sánchez y sus
asesores solo estudian encuestas engañosas y estrategias de videojuego, se han
olvidado de lo que es un Estado. Y no se enteran de que un Estado serio nunca
se pone en cuestión a sí mismo. Un Estado moderno no se enreda en bucles
absurdos y pactos imposibles.
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