[Shirley Jackson, La maldición de Hill House, Minúscula, trad.:
Carles Andreu Saburit, 2019, págs. 265]
El género gótico tuvo desde sus
orígenes una propensión por ambientar sus historias de terror y sus maldiciones
milenarias en castillos y mansiones siniestras. El gótico moderno trasladó esa
sensibilidad arquitectónica hacia las mansiones burguesas o las viejas ruinas
aristocráticas. El genio de Henry James, desde planteamientos psicológicos
mucho más perturbadores, dio en “Otra vuelta de tuerca” (1898) un giro definitivo
hacia el lugar donde ocurren, en realidad, todos los fenómenos paranormales y
las apariciones fantásticas: la mente humana enfrentada a sus fantasmas
inconscientes.
Shirley Jackson, siguiendo la estela de James,
publicó en 1959 la que se considera la novela suprema en esta materia oscura.
En el título original no existe referencia a ninguna maldición, sino una
sugerente alusión al encanto o encantamiento de Hill House. El gran acierto de
la novela, precisamente, consiste en sumergir al lector en una experiencia que,
en definitiva, tanto por lo que sucede como por el modo de contarlo, es de una
desconcertante ambigüedad, a pesar del sino terrible que se impone al final.
Shirley Jackson fue una extraña mujer. Una mujer
neurótica recluida en un matrimonio con un célebre profesor y crítico, Stephen
Hyman, que encomendaba todas las tareas domésticas a su esposa mientras se
entregaba a romances y amoríos constantes con sus alumnas. Jackson supo
compaginar su condición de madre y ama de casa con la escritura de ficciones escalofriantes
surgidas de entornos cotidianos.
La experiencia del miedo era la obsesión
dominante en Jackson y el miedo a vivir es uno de los más arraigados en una
especie medrosa como es la humana, un miedo tan poderoso como el miedo a lo
desconocido y peligroso. No por casualidad, la posesión sobrenatural de la casa
se focaliza sobre Eleanor, la ingenua protagonista de psique frágil, y no sobre
los otros tres personajes que comparten con ella la experiencia extraordinaria
de habitar una mansión maligna supuestamente condenada por su pasado
traumático. El doctor Montague, instigador del experimento, y Luke Sanderson,
joven vividor y aspirante a heredar la casa, son desdeñados por esta sin
ambages. Como lo es la bohemia lesbiana Theodora, la presencia más fascinante
de la novela, por su excentricidad y desparpajo, su poder de seducción y su
inteligencia despierta.
La sumisa e hipersensible Eleanor solo tiene dos
posibilidades en la vida, tras haber desperdiciado su tiempo cuidando de una
madre enferma y malviviendo luego en casa de su hermana y su cuñado. O irse a
vivir con Theodora, como desea en un momento de arrebato y esta rechaza de
plano, o quedarse a vivir en Hill House, como la misma casa le propone por
todos los medios efectistas a su alcance. En sintonía con James, todo lo que el
lector experimenta al leer esta historia puede interpretarse como pura fantasía
de Eleanor. Retorcidas elucubraciones de una mente desesperada. La casa es un
ente vivo que habla al inconsciente de Eleanor y le ofrece el espejismo de una
vida feliz que nunca podrá realizar. La muerte real es lo que se agazapa tras
esa promesa ilusoria. La maldad de la casa es una personificación poderosa que
la convierte en uno de los personajes centrales del drama. La malvada arquitectura
tiende sus redes sobre el personaje más débil y lo destruye.
Nadie que lea las memorables primeras líneas de
esta novela puede evitar dejarse arrastrar por ellas, más allá del desnudo
terror que nos aguarda durante su lectura: “Ningún organismo vivo puede mantenerse
cuerdo por mucho tiempo en condiciones de realidad absoluta; incluso las
alondras y los saltamontes, según dicen algunos, sueñan”.
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