[Herman Melville, Moby-Dick, Penguin Clásicos, trad.:
Enrique Pezzoni/Inga Pellissa, 2019, págs. 712]
Mejor fallar siendo
original que tener éxito siendo un imitador.
Ahí está Moby-Dick otra vez, la ballena más
famosa de la historia, desnuda como el primer día de la creación, reluciente
como la espuma, una nube blanca surcando el mar entre chorros de agua salada. Cuando
éramos niños, las versiones párvulas la dibujaban en nuestra imaginación con la
inocencia de los días felices, la pureza de los sueños diáfanos. Cuando
crecimos se transformó en una amenaza terrorífica: esa abominación marina que
emerge de las entrañas del abismo para destruir con un golpe brutal a quien pretende
darle caza sin entender que Moby-Dick es un animal eterno: una criatura enorme y obstinada nacida para vencer el tiempo y la muerte con su energía inagotable.
La única ballena que sobrevivió al período de la masacre industrializada de sus
congéneres para ver, muchos siglos después, cómo sus antiguos asesinos cobraban
conciencia del crimen imperdonable y decidían proteger la vida asombrosa de
esos mamíferos gigantescos.
Nada de esto cruzaba la mente del gran Melville
en el momento de concebir esta novela oceánica. Tampoco en la fase posterior,
cuando arriesgándolo todo en la aventura de escribirla solo se dejaba conducir por
los faros literarios de sus maestros (Shakespeare, Milton, Mary Shelley,
Hawthorne) hasta que la oscuridad total lo cegaba y extraviaba. Entonces la
escritura de Melville alcanzaba a guiarse por intuición marinera entre las
tinieblas de una singladura artística que no siempre fue feliz. No pocas veces,
durante la ardua travesía, por más que su prosa se elevara a las alturas de la
genialidad y su relato avanzara como un ballenero veloz en pos de la preciosa
presa, Melville sintió el aliento gélido del fracaso soplándole en la frente,
como dice el prologuista Andrew Delbanco, autor en 2005 de una espléndida
monografía sobre Melville (Melville: su mundo y su obra; publicada en español en 2007).
La sombra del fiasco proyecta siempre su amargo
filo en toda creación original. Y si Moby-Dick
(1851) es no solo la gran novela fundacional americana sino la más innovadora del
siglo diecinueve, de una novedad estética precursora de la escritura moderna y
posmoderna, eso solo lo sabemos apreciar ahora. Entre el público puritano y la
crítica inepta de su época, esta obra monstruosa e inclasificable como el
cetáceo homónimo solo provocaba desconcierto e incomprensión absoluta.
No hay en la literatura europea coetánea un
novelista más creativo y audaz que Melville. Alguien que sintió que la
escritura no podía limitarse a deslizarse sobre raíles preestablecidos, como
una locomotora, o transitar por senderos trillados, como una diligencia, o surcar
rutas prefijadas, como una goleta, sino crear su propio territorio a medida que
lo iba cartografiando con retórica sublime y febril, metáforas deslumbrantes,
personajes sobrehumanos y discursos grandilocuentes dignos del Macbeth o el
Hamlet de Shakespeare, el Satán de Milton y la horrenda criatura del doctor Frankenstein.
La tradición anglosajona tiene esa grandeza. Así
como España transmitió el virus de Cervantes a sus colonias americanas,
Inglaterra transmitió el bacilo de Shakespeare a las suyas. Y no es posible leer
la literatura norteamericana sin escuchar esa resonancia magnífica, esa música
excepcional que desnuda el alma dramática de los personajes al tiempo que
encanta el oído con palabras inauditas. Importa poco, en este sentido, si
estamos en los lóbregos castillos medievales de Escocia, Inglaterra o Dinamarca,
o a bordo de un recio ballenero (el Pequod) en pos de un monstruo marino que ha
condenado al demente capitán Ahab a la errancia infinita de su cacería y al
resto de la tripulación a perecer con él, excepto el narrador náufrago (“Llamadme
Ismael”), el huérfano renacido de las aguas maternas asido a un ataúd
flotante.
Eso es también Moby-Dick en el siglo XXI. Un sumario mítico de la historia humana leído por la
pupila implacable de una ballena inmortal: una parábola ecológica sobre la encarnizada empresa
de los fanáticos que conquistaron el espacio americano a cualquier precio y la tarea
interminable con que los humanos se adueñaron de un planeta que, en cuanto
quiera, puede devolverlos a la nada con solo un coletazo descomunal.
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