miércoles, 24 de julio de 2019

BLANCURA CETÁCEA



 [Herman Melville, Moby-Dick, Penguin Clásicos, trad.: Enrique Pezzoni/Inga Pellissa, 2019, págs. 712]

Mejor fallar siendo original que tener éxito siendo un imitador.


Ahí está Moby-Dick otra vez, la ballena más famosa de la historia, desnuda como el primer día de la creación, reluciente como la espuma, una nube blanca surcando el mar entre chorros de agua salada. Cuando éramos niños, las versiones párvulas la dibujaban en nuestra imaginación con la inocencia de los días felices, la pureza de los sueños diáfanos. Cuando crecimos se transformó en una amenaza terrorífica: esa abominación marina que emerge de las entrañas del abismo para destruir con un golpe brutal a quien pretende darle caza sin entender que Moby-Dick es un animal eterno: una criatura enorme y obstinada nacida para vencer el tiempo y la muerte con su energía inagotable. La única ballena que sobrevivió al período de la masacre industrializada de sus congéneres para ver, muchos siglos después, cómo sus antiguos asesinos cobraban conciencia del crimen imperdonable y decidían proteger la vida asombrosa de esos mamíferos gigantescos.
Nada de esto cruzaba la mente del gran Melville en el momento de concebir esta novela oceánica. Tampoco en la fase posterior, cuando arriesgándolo todo en la aventura de escribirla solo se dejaba conducir por los faros literarios de sus maestros (Shakespeare, Milton, Mary Shelley, Hawthorne) hasta que la oscuridad total lo cegaba y extraviaba. Entonces la escritura de Melville alcanzaba a guiarse por intuición marinera entre las tinieblas de una singladura artística que no siempre fue feliz. No pocas veces, durante la ardua travesía, por más que su prosa se elevara a las alturas de la genialidad y su relato avanzara como un ballenero veloz en pos de la preciosa presa, Melville sintió el aliento gélido del fracaso soplándole en la frente, como dice el prologuista Andrew Delbanco, autor en 2005 de una espléndida monografía sobre Melville (Melville: su mundo y su obra; publicada en español en 2007).
La sombra del fiasco proyecta siempre su amargo filo en toda creación original. Y si Moby-Dick (1851) es no solo la gran novela fundacional americana sino la más innovadora del siglo diecinueve, de una novedad estética precursora de la escritura moderna y posmoderna, eso solo lo sabemos apreciar ahora. Entre el público puritano y la crítica inepta de su época, esta obra monstruosa e inclasificable como el cetáceo homónimo solo provocaba desconcierto e incomprensión absoluta.
No hay en la literatura europea coetánea un novelista más creativo y audaz que Melville. Alguien que sintió que la escritura no podía limitarse a deslizarse sobre raíles preestablecidos, como una locomotora, o transitar por senderos trillados, como una diligencia, o surcar rutas prefijadas, como una goleta, sino crear su propio territorio a medida que lo iba cartografiando con retórica sublime y febril, metáforas deslumbrantes, personajes sobrehumanos y discursos grandilocuentes dignos del Macbeth o el Hamlet de Shakespeare, el Satán de Milton y la horrenda criatura del doctor Frankenstein.
La tradición anglosajona tiene esa grandeza. Así como España transmitió el virus de Cervantes a sus colonias americanas, Inglaterra transmitió el bacilo de Shakespeare a las suyas. Y no es posible leer la literatura norteamericana sin escuchar esa resonancia magnífica, esa música excepcional que desnuda el alma dramática de los personajes al tiempo que encanta el oído con palabras inauditas. Importa poco, en este sentido, si estamos en los lóbregos castillos medievales de Escocia, Inglaterra o Dinamarca, o a bordo de un recio ballenero (el Pequod) en pos de un monstruo marino que ha condenado al demente capitán Ahab a la errancia infinita de su cacería y al resto de la tripulación a perecer con él, excepto el narrador náufrago (“Llamadme Ismael”), el huérfano renacido de las aguas maternas asido a un ataúd flotante.
Eso es también Moby-Dick en el siglo XXI. Un sumario mítico de la historia humana leído por la pupila implacable de una ballena inmortal: una parábola ecológica sobre la encarnizada empresa de los fanáticos que conquistaron el espacio americano a cualquier precio y la tarea interminable con que los humanos se adueñaron de un planeta que, en cuanto quiera, puede devolverlos a la nada con solo un coletazo descomunal.

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