[John Gray, Siete tipos de ateísmo, Sexto Piso, trad.:
Albino Santos Mosquera, 2019, págs. 228]
Dios ha muerto, sentenció Nietzsche, y resucitó poco
después bajo múltiples apariencias. Dios eliminó antes a sus rivales
politeístas al proclamarse el único dios verdadero. Los dioses paganos se
murieron literalmente de risa, como dijo Klossowski, el discípulo más sadiano de Nietzsche. Es por eso que no se me ocurre un libro de
lectura más pertinente en estas fechas especiales del calendario que este iluminador
ensayo de Gray sobre la cuestión esencial de la divinidad. En Semana Santa,
precisamente, se pone a prueba lo que define el marchamo mediterráneo de la creencia
católica. La fascinación pasional y el culto fervoroso a las imágenes del culto
no encuentran su fundamento en la existencia necesaria de un ser superior, una divinidad
única.
Como anunciara Nietzsche, el ateísmo solo puede analizarse
una vez que la sentencia de muerte contra Dios ha sido ejecutada con todas las
consecuencias, no todas beneficiosas. Gray, un lúcido analista del presente,
con su lote de falacias e infundios, es también un gran conocedor de la
historia y la cultura humanas. En ensayos anteriores, donde abordaba cuestiones
trascendentales como el progreso, la libertad, la mortalidad, la animalidad, la
conciencia, la utopía o el humanismo, ya había establecido una posición intelectual igualmente
incómoda para conservadores y progresistas. La conciencia convierte al humano, como
creía el novelista Conrad, en un animal fallido, incapaz de disfrutar de la
plenitud vital que nace del hecho de identificarse con lo que uno es desde el
principio, sin mediaciones tecnológicas, simbólicas ni lingüísticas.
El problema del ateísmo se plantea, pues, como
conclusión a estas especulaciones y clausura posible de un sistema de
pensamiento escéptico, que no pretende basar su ideario ni en la creencia absoluta
en Dios ni en su negación radical, partiendo de la tesis de que “ateo es
alguien para quien la idea de una mente divina creadora del mundo no tiene
utilidad ni sentido alguno”. Para delimitar el marco de las complejas relaciones
de la mente humana con la divinidad, Gray escoge siete especies ateas de filósofos
y escritores. De todas estas visiones de Dios, Gray considera inaceptables, por
diversas razones, las cinco presentadas en primer lugar y retiene, con
diferentes matices, ciertos argumentos de las otras dos.
Las peores especies de ateísmo son, según Gray, las
que han sustituido a Dios por el endiosamiento de la humanidad y la fe ciega en
el progreso. El humanismo laico y las ideologías totalitarias (nazi-fascismo,
comunismo) que han causado tanto dolor y destrucción como el cristianismo al imponer
su credo mediante el poder y la violencia. Otra especie de ateísmo es la visión
gnóstica de Sade, que concibe a Dios como un demiurgo maligno. O la que
pretende suplantar la mitología religiosa por la pura ciencia.
Lo irónico de Gray, en su análisis crítico de
Nietzsche, a quien caracteriza como un feroz exaltado contra el platonismo religioso,
es que le atribuye el mérito de haber diagnosticado (en un parágrafo de La Gaya Ciencia) el declive de la fe en el dios
cristiano y el triunfo del ateísmo científico causados por la moral judeocristiana
y su relación ascética con la verdad. A los incisivos postulados de Nietzsche,
Gray prefiere, de modo harto discutible, el panteísmo ético de Spinoza, el
existencialismo místico de Shestov, la serenidad descreída de Santayana o la distancia
contemplativa del genesíaco Schopenhauer, defensor de una divinidad inmanente a
los fenómenos del mundo.
Gray concluye su brillante ensayo advirtiendo
sobre los peligros del tiempo contemporáneo donde la técnica progresa sin fin,
como el capitalismo y las fantasías poshumanas, mientras las religiones resurgen
bajo sus disfraces más terribles, como negación de la vida en pro de
divinidades sedientas de sangre.
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