[Hélène Cixous, El Vecino de cero, Shangrila, trad.:
Mariel Manrique, 2018, págs. 82]
La escritura de Hélène Cixous es intraducible.
Ya lo dijo Jacques Derrida y se mantiene sea cual sea la lengua a la que se
intente trasladar la singular relación pasional de la escritura de Cixous y el
cuerpo a cuerpo con la lengua francesa y el fetichismo de sus unidades
gramaticales. Cixous le hace el amor al francés y este le devuelve ese gesto erótico
en altas dosis de belleza e inteligencia. No por azar, Cixous prologó con entusiasmo
una creativa versión francesa del dúo de textos más extravagante de la
literatura inglesa: “Alicia a través del espejo” y “La caza del Snark” de Lewis Carroll.
El “cero” del título alude al gran Samuel Beckett,
el escritor irlandés que se parecía a una escultura andante de Giacometti. Cixous,
que se doctoró escribiendo sobre Joyce, escribe en este hermoso libro sobre el
único escritor que realizó una gesta imposible: ir más allá de Joyce. Trascendiendo
su lengua babélica, Beckett es el escritor que esculpió en el silencio y la
oscuridad una lengua literaria resplandeciente y nueva. Obligó a la literatura a
regresar al agujero, la madriguera, el vientre materno. La extraña literatura de
Beckett es la del ser que no ha nacido, la criatura que se resiste o niega a
nacer y, por tanto, no nace al lenguaje. Y si usa este lo hace por espasmos y balbuceos, de
manera abortada o fallida, como si tuviera que expresarse al mismo tiempo que
aprende con dificultad las reglas de la lengua con que aspira a hacerlo. Con
Beckett, como dice Cixous, la representación teatral pasa del escenario a la
cabeza, al interior del cráneo, y la escena se transforma en un residuo de esa
representación mental donde el yo del autor-demiurgo se niega a sí mismo, se
impone la inexistencia, como en “No yo”, la obra beckettiana más amada por
Cixous. Ese no-teatro es un teatro de la negación: teatro negativo y negativo
del teatro.
Cixous se instala en la vecindad de la voz de
Beckett, arrima su voz a la del maestro, busca su complicidad, hace suyas
mediante la cita o la reescritura las sutilezas del tono y la multiplicidad de
sus voces y ecos, y de ahí extrae toda la fuerza que le permite adentrarse en
un discurso tan difícil como evasivo. La escritura sinuosa de Cixous halla en
la homofonía francesa uno de sus recursos brillantes para enunciar un
pensamiento que se registre en una dicción irrepetible. Esta traducción señala
a menudo la originalidad de las expresiones con que Cixous acierta a declinar
su relación con Beckett. Esa relación se funda en una doble intimidad: la
intimidad intelectual con la obra del autor y la intimidad con las palabras con
que esa obra logra existir a pesar de todo y las palabras con que se expresa
esa intimidad de lectora y comentarista.
Gracias al estilo y el pensamiento, este libro
se vuelve inclasificable. Ni un ensayo al uso, ni un comentario académico, ni
una ficción biográfica ni tampoco una evocación convencional. Como dice Cixous sobre
su escritura con un juego verbal ingenioso: yo digo hacer (“je dis faire”) y yo
difiero (“je diffère”). O lo que es lo mismo: yo hago de mi escritura un hacer
que se dice y se hace en el decir, un acto performativo cuyo fin último es
alcanzar al lector, y yo difiero ese acto al infinito, lo suspendo en su
diferir, lo hago diferente de otros y, de ese modo, lo digo y lo hago como
nadie en ninguna otra lengua del mundo.
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