Enemigo
público no es un grupo de rock fracasado, ni una película de malotes profesionales
empeñados en fastidiar al orden establecido. Enemigo público es un estatus de
privilegio, una condición única, una forma de ser especial y casi un título nobiliario.
Ahora Puigdemont es uno de los nombres que más se repiten como candidato local al
puesto infame. Hasta una chirigota gaditana, en venganza por sus mofas inconstitucionales,
lo ha retratado como personaje grotesco a punto de ser decapitado ondeando una
estelada.
La
peregrinación europea de Puigdemont va a dar motivos de risa durante años. Si
esta tarde aparece de improviso en el parlamento catalán dispuesto a ser
investido para un nuevo simulacro de legislatura, provocará hilaridad máxima,
dentro y fuera de Tabarnia. Si lo hace travestido, todavía más. Si quiere quitarle
el protagonismo a Arrimadas, más le vale hacerlo con vestido de noche y
escotazo, peluca negra y tacones de aguja, que ataviado de oficinista o
enterrador. Sería el disfraz más fotogénico para un político al que tanto preocupa
la imagen. En las puertas del parlamento podría montarse un jolgorio
espectacular, con los miles de fans luciendo la careta del ídolo Puigdemont y
el gran antihéroe del catalanismo huyendo de la policía españolista con faldas
y a lo loco.
Parecemos
condenados a soportar gobiernos ineficientes y alternativas aún más
ineficientes. Y así nos va, como en un esperpento berlanguiano. A Cristiano
Ronaldo lo abuchean con rencor en Mestalla como si fuera el enemigo público
número uno de la comunidad valenciana que los Fabra, las Barberá, los Camps,
los Costa y demás mangantes del partido han saqueado durante décadas, con el aplauso
popular, hasta convertirla en una república folclórica. La justicia es tan científica
que los delitos se cometen a velocidad luz y las sentencias se dictan a cámara
lenta, justificando la sensación de impunidad que corroe a los ciudadanos,
voten o no al partido naranja.
Un amigo
humanista me reprocha mi excesivo pesimismo. Y le replico con la opinión de un
maestro innombrable, enemigo público en la Cuba castrista. No es solo que el
poder corrompa. El problema es que las relaciones humanas están siempre asociadas
al poder. Un vídeo doméstico de la familia real nos lo ha recordado esta semana.
En un ridículo intento por acercarse al pueblo, la realeza ha parodiado la vida
real de sus humildes súbditos, generando una caricatura denigrante. Como una
sopa de cardos. Así ve la monarquía la vida de los españoles que, brecha
salarial aparte, no tienen ni la posición ni el dinero ni el linaje para hacer
otra cosa que salvar el cuello y sobrevivir a la quema diaria de sus esperanzas
e ilusiones.
Qué ganas
tengo ya de que empiece de verdad el carnaval. Ese tiempo mágico en que todo
debe cambiar para que nada cambie.
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