[Benjamin Lacombe, Carmen (Prosper Mérimée), Edelvives, trad.:
Mauro Armiño, 2017, págs. 194]
La mujer
es el síntoma del hombre, dicen que decía Lacan. Carmen es el síntoma de una
cultura. Cambiando el final, o corrompiendo el principio, no importa, Carmen encarnará siempre el
sadomasoquismo atávico de las relaciones y los escenarios heterosexuales, así
en la novela como en la ópera o el cine. Carmen, La
Venus de las pieles, La mujer y el pelele, La caja de Pandora, entre otras obras clave del masoquismo
masculino, son variaciones literarias sobre el mismo mito sexual. Carmen, como dice Camille Paglia, “es una máscara sexual espectacular, una dominatrix carismática posible solo en la cultura
occidental, que ha dado origen a la mujer independiente que habla claro”.
“Los hombres creen ser hombres, mientras que las mujeres
fingen ser mujeres”.
-Alenka Zupančič-
Desde la suntuosa portada del libro, Benjamin
Lacombe anuncia su programa estético. El bello rostro de una mujer aparece en un
desgarrón luminoso con sus grandes ojos fijos y su boca de labios sensuales.
Con los dedos de su mano derecha, donde reposa una araña, sujeta uno de los
pliegues de una mantilla de encaje negro que es también una siniestra tela de
araña. Esa joven glamurosa dirige la mirada al lector, como antes a otros
muchos hombres, para hechizarlo con sus mágicos poderes de seducción. Ya en las
primeras páginas del libro, ese hermoso rostro femenino muestra su atractivo de
nuevo rodeado por la misma mantilla por la que merodea una camada de arañas de
cuerpo rollizo y patas finas.
La romántica novela de Merimée, un extraño
ejercicio de arqueología andaluza mucho más interesante de lo que su apariencia
de fantasía exótica y erótica pudiera prometer, encuentra en Lacombe al artista
visualizador y no solo al ilustrador. La sugestiva Carmen de Lacombe es un
arquetipo intemporal y, como tal, Lacombe la restituye a su lugar de origen: el
inconsciente masculino, esa factoría de imágenes de la feminidad que irrigan la
cultura patriarcal y otorgan una máscara sexual al deseo. Carmen es la personificación
del deseo: la mujer poderosa encargada de realizar los sueños de humillación del
hombre masoquista. La mujer fatal: una creación fetichista de la mente viril. Una
criatura de perdición que encarna la vida en su máxima intensidad.
Páginas más adelante, una Carmen monstruosa, con
múltiples piernas calzadas en botas de cuero, se presenta en una pose mucho más
insolente y dominadora. Envuelta en sus atavíos fúnebres con una enigmática
bola de cristal sostenida por las dos manos a la altura del sexo, Carmen dirige
al lector estupefacto una mirada desafiante en la que se cifra todo su embrujo
carnal. Como en la gran ópera homónima, esta Carmen morenaza de Lacombe reta con
su gesto despectivo al que la mira sin pudor ni temor. Esa maldición del deseo
es la dimensión dionisíaca del mito que encandiló a Nietzsche con la exuberante
música de Bizet.
En la novela, el bandolero José mata por
desesperación a la gitana Carmen, que asume sin resistencia la pulsión
destructiva y el destino trágico de la pasión amorosa. En la inquietante visión
de Lacombe, las arañas son el animal heráldico del fatídico personaje, los
representantes atávicos de su voluntad de enredar y engañar, y ella misma se
transforma, en dos imágenes escalofriantes, en una araña terrorífica que
mantiene cautivo en su tela al incauto “canario” José. La interpretación de
Lacombe es la de un imaginario cultural filtrado por un tamiz freudiano y reinventado
luego con rasgos estéticos contemporáneos.
En otra imagen gráfica, Lacombe suscribe la fragilidad
del personaje, representando a la mujer como fetiche venéreo, encarnación pasiva
del poderío de la libido. Una Carmen indolente, de rostro parecido a Paz Vega o
a Penélope Cruz, esta fémina "diabólica" aguarda a su amado en un precioso tocador decorado con azulejos.
Tumbada entre cojines, con la negra cabellera desmelenada, revestida de seda
roja y descalza, se ofrece como una mujer fácil a la mirada posesiva del posible
amante.
En cada una de estas fascinantes imágenes,
Lacombe muestra a una Carmen nacida para ser amada y no asesinada, aunque la
violencia del mal ronde sus perversos designios y maquinaciones. Con esa imagen final de una
Carmen libertina, inspirada en Aubrey Beardsley, Lacombe nos recuerda que el
amor es también un juego de máscaras, una escenificación erótica, un
espectáculo organizado en función del placer y la seducción, no de la muerte.
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