[Roberto Bolaño, El espíritu de la ciencia-ficción,
Alfaguara, págs. 224]
Esta curiosa novela merece ser leída por diversas
razones. Es verdad que, si no fuera una obra primeriza, podríamos pensar que “El
espíritu de la ciencia-ficción” es la novela de un imitador vocacional de
Bolaño, un émulo desmañado si se quiere pero fiel al espíritu bolañesco.
Atendiendo a la importancia que la obra concede
a la ciencia-ficción diríase que es, más bien, la novela con que un doble cuántico
de Bolaño hubiera debutado en un mundo alternativo para generar después una
carrera consecuente de autor hispano de novelas especulativas escritas con
profusión de metáforas tecnológicas y científicas e imaginación poética para
denunciar el impacto destructivo del imperialismo norteamericano en su
colonización del planeta Latinoamérica. En cualquier caso, solo por esto ya valdría
la pena resolver el galimatías narrativo y jugar a recomponer el puzle con las
piezas restantes.
La ciencia-ficción es el género que permite al
escritor ajustar las lentes con que va a observar la realidad. Si no las
incorpora, el escritor se arriesga a obtener una visión bidimensional y un mapa
repleto de tópicos. Cuando las lleva puestas, la ficción entra en curvaturas
espaciales y bucles cronológicos que responden a la lógica demente del mundo
real. La ciencia-ficción es una metáfora y una tecnología. Una metáfora de la
aproximación a la realidad por medio de los poderes científicos de la ficción y
una tecnología verbal para plasmarla en mitos y fábulas de alcance universal.
Bolaño sabía esto y no es extraño que en esta
novela juvenil ponga en evidencia su relación con ese género que apenas practicó
pero que siempre condicionó su mirada de escritor. Por otra parte, uno de los
escritores predilectos de Bolaño era el gran Philip K. Dick, a quien se
encomendó durante la escritura interminable de la novela y a quien quizá aluda ese
polisémico “espíritu” del título bajo el que se acoge la amalgama
esquizofrénica que la conforma.
A través de sus dos protagonistas, Bolaño
retrata su bicefalia como escritor y lo hace antes de saber con certeza cuál de
los dos modelos literarios se impondrá al otro. Si el Remo Morán taciturno frecuentador
de talleres de escritura, observador romántico de la realidad mexicana y tímido
enamoradizo, o su alter ego y compañero de piso Jan Schrella, lector compulsivo
de ciencia-ficción, escritor de fabulosas cartas a sus escritores favoritos del
género y amante intrépido.
Bolaño juega a confundir al lector en la última carta
escrita a Philip José Farmer, el más utópico y libidinal de los narradores de la
nueva ola de ciencia-ficción de los sesenta y setenta, declarando que el nombre
de Jan Schrella es un alias de Roberto Bolaño. Con ese gesto, Bolaño señala que
él, en realidad, era el otro, Remo, y nunca sería Jan, aunque su excéntrico espíritu
le insuflara aliento creativo y vital. Por eso, la novela concluye con el
“Manifiesto mexicano” donde Morán hace realidad carnal las provocativas palabras
de su cómplice sobre la revolución sexual de la literatura hispana contando su turbio
periplo por los baños públicos del DF en la juguetona compañía de su amada
Laura.
Y es Remo quizá (y no Jan) quien gana el importante
premio literario con que Bolaño satiriza el mundillo de las letras mexicanas del
siglo pasado. Y es Remo, además, usando información filtrada por Jan, quien
deja caer una bomba devastadora en el mundillo de los tétricos talleres
literarios y las mortecinas revistas de poesía al anunciar la noticia de que
los videojuegos representan el futuro, así en la cultura como en la realidad.
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