El amor
no es lo peor, sino la celebración cursi del amor. El derroche de gestos y
gastos con que se conmemora su poderosa influencia sobre la vida de cada cual.
Y es que el amor se hace y se deshace. Se consume rápido mientras nos consume
y, además, nos obliga a gastar y a consumir. Y, para colmo, el amor se desgasta
como la ropa que nos quitamos para hacerlo.
Las
historias de amor pueden ser despiadadas, como la del santo Valentín, mártir que
derramó sangre virgen para probar que el amor es un asunto antiguo y
complicado. Desde entonces, las victorias del amor, como las derrotas, no son
un secreto íntimo, como sostiene una famosa marca de lencería femenina. A
muchas te las encuentras en la calle deseosas de perpetuar el mecanismo básico de
la vida y a otras instaladas en casa a perpetuidad.
Eros
tiende a favorecer hasta lo ilimitado la atracción tumultuosa entre individuos.
Todas las culturas han tratado de apoderarse para sus fines de ese poder
desbocado, esa energía de fusión improductiva, esa efusión de fluidos, imponiendo
reglas al juego amoroso con intención de controlar su infalible acción venérea
sin anularla.
El amor
es igualitario y no discrimina entre sus fervientes seguidores. La mayoría de seres
humanos lo convierte en un pretexto para enfangarse en la vida terrenal y su
seductor catálogo de tentaciones. El amor hace sufrir a todos pero da más
placer cuanto menos se cree en sus ilusiones y engañifas. El amor entra por los
ojos y sale por orificios innombrables. Para saber de amor, de hecho, basta con
hacerlo con frecuencia. A pelo, si es posible.
El amor
es literatura, una florida retórica del apareamiento y el desfloramiento que
cambia con los tiempos y las modas de temporada. Así lo muestra sin ironía la fantasía
novelesca de las “Cincuenta sombras”, donde la pasión romántica de la pareja
protagonista pretende renovar el contrato sexual entre hombres y mujeres, actualizando
la cláusula sadomasoquista, y tapar los agujeros que los avances en libertad e
igualdad han causado en el corazón de unas relaciones tan atávicas.
Hay algo
inconveniente y transgresor en cualquier forma de amor, desde los antiguos paganos
y los victorianos más pacatos del diecinueve hasta esta nueva era de hedonismo
erótico, capitalismo emocional y porno invasivo, donde la promiscuidad y el
desmadre, aprovechando la expansión social de internet, generan una deriva comercial
del uso amoroso.
Nuestra
visión del amor se ajusta cada vez más a los dictados de la economía
neoliberal. Los genes gobiernan con austeridad nuestros deseos y apetitos, como
ciertos políticos, para eternizarse en el poder. Y en el futuro inmediato
tendremos máquinas dotadas de un cuerpo potente para hacer el amor como nunca
se ha hecho. Máquinas de amar y no, como Grey, amantes máquina.
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