Mi
columna de ayer en medios de Vocento.
Los primeros diez días de Trump estremecen al mundo e
indignan a muchos americanos.
Estados
Unidos es un país fracturado. Ahora mismo, en un mundo alternativo, Hillary
Clinton está en el despacho oval firmando decretos en serie ante las cámaras de
televisión con una sonrisa beatífica y tomando decisiones trascendentales para
el futuro de la humanidad. En el mundo real, en cambio, tenemos al bravucón de
Trump, sin caretas ni afeites desodorantes, empeñado en demostrar que puede
superarse y cumplir con creces, a un ritmo agotador, las peores promesas de la
campaña. Se ha quitado la piel de cordero con que nos engañó durante el período
de presidente electo y está dispuesto a llevar hasta las últimas consecuencias
la broma infinita que sus votantes le gastaron a la democracia.
El doble
mandato de Obama debió de ser tan anodino que millones de patriotas, para disipar
el sopor, decidieron inyectarse en vena una sobredosis de testosterona. No se
ha visto una actuación igual desde los tiempos de John Wayne en el viejo oeste
americano. La parodia es un género ambiguo que puede volverse contra quien la
practica sin preservativo. Meter a un bromista de esta envergadura en la Casa
Blanca es un juego muy peligroso.
En el
Kremlin se frotan las manos creyendo que han infiltrado en Washington al candidato
de Siberia, un agente triple a quien activar cuando les convenga a fuerza de
chantajes. En Moscú nunca entendieron el humor negro americano ni pillaron sus
chistes vulgares. Por eso, entre otras cosas, perdieron la Guerra Fría. Estos rusos
ingenuos siguen sin aprender. Con o sin lluvia dorada, cuando una marioneta
cobra vida suele reclamar su parte del pastel. Y la marioneta llamada Trump no
es un juguete en manos de sus enemigos sino un juguetón con ganas de bronca, un
títere de su propia voluntad de poder, y no le gusta nada que otros le tiren de
los hilos. Prefiere entrometerse en las partes más rosadas o sonrosadas de sus adversarios
ideológicos y salirse siempre con la suya.
No
conviene olvidar que Trump ha pagado un precio muy alto por estar donde está.
Antes de meterse en política, con afán de revancha, Trump era ese magnate
omnipotente que vivía en la cúspide de una torre neoyorquina desde la que cada día,
tras levantarse de la cama vigorizado por la tanda de polvos matutinos,
contemplaba la gran ciudad tendida a sus pies como una esclava sexual
sintiéndose el rey del mundo. Ahora lo es sin paliativos, pero para realizar su
fantasía ha debido rebajarse a vivir más cerca del suelo demócrata en una
mansión decimonónica repleta de gente ocupada y preocupada por los hábitos del
nuevo inquilino.
Por lo
visto hasta ahora, la pesadilla promete ser interminable. Cuando los americanos
despierten, el trampantojo de Trump todavía estará allí, como el dinosaurio del
cuento, para recordarles qué caros se pagan los antojos.
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