[Texto leído en la presentación
de La democracia sentimental (Página
Indómita) de Manuel Arias Maldonado.]
Cuando la ingeniería genética y la inteligencia artificial
revelen todo su potencial, el liberalismo, la democracia y el mercado libre
podrían quedar tan obsoletos como los cuchillos de pedernal, los casetes, el
islamismo y el comunismo.
-Y. N. Harari, Homo
Deus, pág. 307-
Para
preservar el valor de la inteligencia en el mundo, el filósofo Slavoj Žižek nos
recomienda conversar con un conservador inteligente antes que con un
progresista obnubilado por las ilusiones de la izquierda sentimental. Manuel
Arias Maldonado encarna esa figura paradójica a la perfección. Es un liberal en
el sentido genuino del término, firme partidario de las libertades públicas y
de la racionalidad cívica de la democracia frente al populismo efusivo, el
fanatismo
religioso y la irracionalidad doctrinaria.
“La
democracia sentimental” es un ejercicio de inteligencia analítica, bien
informado y documentado, que desborda lo que cabe esperar de un ensayo
académico para irrumpir sin complejos en el debate ideológico que debe presidir
la vida pública en las sociedades abiertas. Constituyendo así un semillero intelectual
para la discusión y el debate.
Mucho más
que un sesudo tratado de ciencia política es un excelente compendio de ideas y
teorías sobre los modos posibles de organización de la vida comunitaria en
democracia y sobre el giro afectivo o emocional que ha dado la política a
partir de la irrupción del capitalismo emocional.
Esta
atención predominante a la dimensión instintiva o irracional del ser humano y a
la complejidad neuronal de las decisiones que gobiernan su conducta se produce
en un contexto político de opciones limitadas, donde el poder democrático se
disputa entre tecnócratas de izquierda y derecha, que solo pretenden una
gestión neutra y eficaz del espacio público, y líderes populistas,
reaccionarios o no, que aportan el suplemento pasional que puede encandilar
ocasionalmente a la masa descontenta.
Tengo una
visión de la democracia menos complaciente que Arias Maldonado. La entiendo y
asumo como fracaso real, como mal menor, no como gran apoteosis de las formas
de organización de la sociedad. Producto de nuestra incapacidad innata para
cambiar de manera justa
y racional las deficiencias del orden social.
Suscribimos el pacto democrático y la forma burguesa parlamentaria, obviando su origen decimonónico como
sistema de protección de privilegios clasistas, con objeto de evitar males
mayores, catástrofes históricas como las vividas en el siglo XX. La democracia
es un medio para neutralizar los conflictos más traumáticos, pero no es en
absoluto un modo de gobierno inocente o exento de ideología efectiva.
El
sistema capitalista se alimenta de la plusvalía emocional de la masa. Primero
convierte a la población en masa, estandariza sus deseos y gustos y, más tarde,
explota sus emociones. Por otra parte, necesita tener ese test espontáneo que
las pasiones masivas le proporcionan para gestionar la economía, anticipar tendencias, atisbar posibilidades y, sobre todo,
mantener controlada la realidad y preservar el dominio sobre sus posibles
competidores.
La
máquina capitalista y los diversos instrumentos tecnológicos del sistema
necesitan construir entornos afectivos y cognitivos acogedores con objeto de
poder extraer de los sujetos una plusvalía de energía, emociones, sentimientos
o deseos. El glaciar del capitalismo envuelve a los consumidores y se contamina
de sus impurezas afectivas y emocionales. El frío del cálculo económico se
contrapone a un clima de consumo cálido y sensual, emotivo y familiar,
doméstico y sentimental.
La
democracia debe negociar con la masa de ciudadanos, que es fundamentalmente
sentimental, o se mueve sobre todo por afectos y emociones que escapan al
control de la razón pura e incluso de la razón práctica. Antes que nada, el
sujeto contemporáneo es consumidor y el grado de consumo no responde tan solo a
su disponibilidad monetaria sino también a sus gustos y preferencias. Estas,
por otra parte, surgen de los estímulos de la publicidad y de la influencia de
los medios y las opiniones de otros consumidores.
Como
“ironista melancólico”, la figura ideal para Arias Maldonado de este tiempo de
valores crepusculares, me atrevería a decir que vivimos un período crítico de
la historia: desbancada de momento la opción de los totalitarismos, la
democracia neoliberal es la encargada de dirigir esta
fase de transición histórica hasta que la economía y la técnica sometan la
realidad a su racionalidad digital o cibernética.
Según Žižek,
sin embargo, lo universal solo puede sostenerse sobre la singularidad. Si
olvidamos esto, la
democracia se hunde. Y, en este sentido, debería
haber una pedagogía democrática que enseñe al sujeto postsoberano una disciplina de doble efecto: aprender a someter las
pasiones del corazón a la fuerza de la razón y refinar esta, como postula Arias
Maldonado, mediante el diálogo entrañable con aquellas.
Es
evidente, en todo caso, como concluye Arias Maldonado, citando esta vez a
Jonathan Rowson, eximio ajedrecista y experto en cerebro y educación, que “la
concepción de la naturaleza humana que está emergiendo en estos inicios de
siglo no dispone todavía de los mecanismos institucionales ni de las políticas
públicas adecuados a ellas”.
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