miércoles, 12 de abril de 2023

CLEPTOCRACIA


  [William Gibson, The Peripheral, Roca Editorial, trad.: Efrén del Valle, 2023, págs. 526] 

      Vivimos desde hace mucho tiempo en un mundo de ciencia ficción. Y no solo porque la ciencia y la tecnología revolucionen de manera permanente la realidad y nuestras ideas sobre la realidad, sino porque una parte fundamental de su eficacia está fundada en la ficción, el poder de la ficción sobre el cerebro humano y las especulaciones sobre la inteligencia artificial.

     William Gibson lideró el movimiento ciberpunk en los años ochenta y a comienzos de este nuevo siglo, tras escribir un puñado de relatos memorables (recogidos en Quemando cromo) y dos trilogías novelescas en los ochenta y noventa (la trilogía “Neuromante” (o del “Sprawl”) y la “Trilogía del Puente”) que cambiaron radicalmente la visión del futuro que hasta entonces se sostenía, dio otro giro drástico a su proyecto literario afrontando en una nueva trilogía (la “Trilogía de la Hormiga Azul”, también conocida como “Hubertus Bigend”) la presencia de los signos del futuro en el presente más intempestivo.

En 2014, pasada más de una década y media del nuevo siglo, Gibson regresó a sus orígenes, retomando planteamientos de sus primeras propuestas y de algunos de sus cómplices más creativos (Bruce Sterling), para abordar la idea del futuro tal como las inteligencias más avanzadas, biológicas o computacionales, superando las barreras cognitivas convencionales, comienzan ya a prefigurar. 

Para complicar el juego de la ficción, en The Peripheral, primera entrega de su nueva trilogía (“Jackpot”, compuesta de una segunda entrega publicada en 2020 y aún no traducida, Agency, y de una tercera entrega inédita) reeditada ahora tras su adaptación televisiva, no hay un solo futuro sino dos, enredados en un bucle perverso. Un futuro situado en torno a 2028, ambientado en una América tercermundista, con una población parada, asociada a la fabricación de drogas u ocupada en supermercados tipo Walmart, sin otro ocio que los videojuegos y los bares cutres. Y un segundo futuro, el principal, ambientado en el sofisticado Londres de 75 años después, donde campan a sus anchas las élites económicas, todos los servicios y caprichos los realizan diversos modelos de androides, entre otros los “periféricos” que dan título a la novela, entes híbridos, orgánicos y cibernéticos, a los que se puede transferir temporalmente la conciencia humana individual.

Gibson organiza la trama para que ambos futuros divergentes se comuniquen, a pesar de sus diferencias, constituyendo uno de ellos, el más atrasado, un pasado alternativo del otro. Porque una de las claves más ingeniosas de la novela, una brillante idea más allá de su aplicación concreta a la ficción, es que el futuro más lejano coloniza los distintos pasados, los utiliza como escenarios para extraer recursos económicos con que financiar las guerras corporativas y conspiraciones políticas del futuro.

En la red de tiempos interconectados concebida por Gibson como un tablero virtual, cada vez que ese futuro dominante explota en su provecho cualquiera de los pasados posibles lo desconecta automáticamente de la red cronológica lineal que solemos llamar historia. Como islas flotando en la corriente del tiempo, o planetas fuera de órbita, esos pretéritos dislocados (los “muñones”) son el campo de maniobras preferido por las élites futuristas.

Gibson no cita a H. G. Wells por casualidad al comienzo del libro. “La máquina del tiempo” ya no es una línea recta inexorable, como pensaba Wells, ni tampoco se compone trazando bifurcaciones constantes que crean un laberinto arborescente al infinito, como fabuló Borges siguiendo a Leibniz en “El jardín de senderos que se bifurcan”. El tiempo, en la demoledora visión de Gibson, se construye desde el futuro. Es el futuro el que impone sobre el pasado la hegemonía de su poder. Tras la catástrofe ecológica que hizo desaparecer al ochenta por ciento de la población, el mundo fue resucitado por la ciencia y la nanotecnología y convertido en una utopía para ricos que viajan al pasado para hacer turismo, divertirse o aumentar su riqueza, mientras esos pasados adquieren el estatus de colonias subsidiarias. Ese estado de cosas universal merece el nombre de “cleptocracia”.

La ironía de Gibson, sobre el presente o sobre el futuro, es tan acerada como glacial.



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