[Ben Marcus y Rubén Martín Giráldez, Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a
Jonathan Franzen, y la vida tal y como la conocemos, Jekyll & Jill,
págs. 151]
En memoria del gran Marcel
(no Duchamp, no Proust)
2015-2019
Este libro parte de la convicción de
que la literatura vive de la polémica y la provocación. El texto principal es
la diatriba de Ben Marcus contra Jonathan Franzen, publicada en la revista
Harper´s en 2005, en respuesta a su ataque a William Gaddis como representante
del elitismo literario y la dificultad estilística, publicado en el New Yorker en
2002.
Este choque dialéctico entre Marcus y Franzen es
uno de los signos equívocos bajo los que la literatura del siglo XXI ha
aprendido a desarrollarse. Sabiendo que no ocupa ya la primacía cultural que
tuvo hasta muy entrado el siglo XX y que fue perdiendo a medida que la sociedad
de consumo, con sus cómplices mediáticos, acaparaba los escaparates más
visibles. De este modo, la literatura comenzó a moverse entre el mercado y el
arte, entre minorías y mayorías, entre lectores inexistentes y lectores
posibles, entre escritores fáciles y escritores difíciles, entre una literatura
que siga estando a la altura de su historia de invención y renovación
permanentes y una literatura que busca complacer los gustos menos exigentes de
los lectores. El filisteo Franzen acierta en el diagnóstico del contexto, aunque se
equivoque en el objeto de ataque (el gran Gaddis), mientras el ingenuo Marcus se limita a defender con
brillantez la posición de la literatura experimental, la que apuesta por la novedad
estética y la dicción compleja.
En una situación social, económica, política y
cultural como la del mundo occidental desde hace treinta años, el lugar de la
literatura ha ido desplazándose hacia el margen, como señala Franzen, a pesar
de los avances educativos evidentes, y transformándose en un discurso progresivamente
minoritario, al tiempo que la tabla rasa cultural hacía su trabajo en pro de la ignorancia y la analfabetización de los lectores. Frente a este panorama crítico, caben dos estrategias igualmente
legítimas: o replegarse hacia el encierro y la soledad, como de algún modo
propone Marcus adoptando a Beckett como santo patrón, a fin de preservar la
esencia intransferible de la literatura, con los peligros consecuentes del
autismo y la insignificancia; o entrar en diálogo con la promiscuidad y
extrañeza del mundo contemporáneo y forzar la literatura a desbordar sus límites
comunicativos para afrontar el desafío, como a su manera inimitable defendía David Foster Wallace. La
única posición honesta en esta situación es la de sostener la impureza y el
eclecticismo como medios para no caer en el puritanismo del arte a toda costa,
con el riesgo de la esterilidad, y la claudicación de la comercialidad a
ultranza, con la secuela de fomentar la banalidad sociológica y la necedad de
los clichés.
Pero el gran acierto de este libro
consiste en haber incorporado al debate, como interferencia local, un texto de
Rubén Martín Giráldez, uno de nuestros jóvenes escritores más creativos y
deslenguados, para darle unas cuantas vueltas de tuerca a los argumentos de
Marcus, demostrar la viveza retórica de la lengua literaria actual cuando la
maneja un ingenio quevediano, bien formado e informado, dotado de un sentido del humor incomparable,
ironía barroca y una retranca a prueba de depresiones neoyorquinas y pesimismo
anglosajón. La escritura de Martín Giráldez, aquí y en otras partes, demuestra
que la literatura es un discurso singular y cuando habla de sí misma está
hablando, en realidad, de la vida del lenguaje, algo esencial para los seres
humanos. Del lenguaje y la vida, en suma, y sus complejas relaciones, en
mutación perpetua, de esto habla siempre la literatura. Hablar por hablar, la
única forma de ser en el mundo que tiene todo el sentido, como sabían los
románticos Novalis y Kleist.
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