Nunca agradeceremos bastante a Sexto Piso la iniciativa de reactualizar en español (con la valiosa colaboración del traductor Mariano Peyrou) la gran literatura de John Barth, tan ignorada en estas resecas tierras por todos los que pontifican a diario, con sospechosa intención y escaso conocimiento, sobre ficción y no ficción. Con sus inmensas novelas, Barth demuestra que la ficción es total, afecta por igual a todos los niveles de la literatura y la vida, y que solo se puede medir por grados de influencia o de impacto sobre la realidad. En literatura, en todo caso, el género de la no ficción (y cualquier forma de biografismo o autobiografismo) es solo el grado cero de la ficción, mientras la metaficción, elevada por Barth a la máxima categoría de la invención, la creatividad y el ingenio, sería el grado superior y, por tanto, la representación más completa de lo que somos en todas las dimensiones de la vida, incluidas aquellas que se ocultan a nuestro yo y a los otros. Como escribe Barth en El final del camino, sobre la que publicaré el próximo post en breve, y no se cansó de repetir en las entrevistas de aquella época: “la ficción no es una mentira en absoluto, sino una verdadera representación de la manera en que todos distorsionamos la vida”.
Por si fuera poco, la poderosa influencia literaria de Barth se deja sentir en escritores de la ambición y originalidad de Salman Rushdie, Carlos Fuentes, Julián Ríos y David Foster Wallace, cuyo conflicto edípico con el maestro de Maryland, por cierto, solo era comparable, según declaró en alguna ocasión, al que sostenía con Pynchon y Coover. El caso de Torrente Ballester, como señalo en el título, merecería como poco una tesis doctoral y, por tanto, quedará para otro día...
[John Barth, La ópera flotante, Sexto Piso, trad.: Mariano Peyrou, 2017]
Sin un ápice de exageración, el debut de un novelista de la envergadura de John Barth es análogo al estallido de una supernova o la aparición de una nueva estrella en una galaxia. En 1956, año de la primera edición de “La ópera flotante”, pocos escritores de su generación podían compararse con el talento portentoso de Barth, a pesar de sus dificultades iniciales para dar voz a sus obsesiones, o con su elevado nivel de comprensión de la situación de la literatura en aquel período cultural de cambios radicales.
Barth tenía 24 años cuando escribe esta primera novela y dos más cuando la publica, con otro final, tras algunos rechazos editoriales. Pero el gran acierto de Barth al escribir esta magnífica novela no reside solo en su capacidad para oler el aire viciado de los tiempos y percibir, a través del Atlántico, el humo nauseabundo del existencialismo parisino o los fétidos residuos del corpus beckettiano, sino en saber transfigurar este espíritu de angustia y decadencia europeas en una extravagante fiesta de humor negro e ingenio nihilista gracias a su combinación con las excentricidades de Cervantes, Rabelais, Sterne y, la gran novedad del lote, el brasileño Machado de Assis, discípulo de todos ellos y maestro posterior de los escritores más creativos en inglés o en español del siglo XX.
En un primer nivel, “La ópera flotante” cuenta en primera persona la historia de Todd Andrews: un virginiano de 54 años que nació con el siglo XX, combatió en la Primera Guerra Mundial, donde vivió un lance crucial con un soldado enemigo y descubrió que padecía una grave enfermedad de corazón, se educó intelectual y sentimentalmente en los locos años veinte, la era dorada de los filósofos y las “flappers” de Scott Fitzgerald, se hizo abogado y ejerció con éxito como tal durante años, comenzó a redactar en 1930 una encuesta (la “Investigación”) para determinar las causas del suicidio de su padre, sus relaciones con él y el sentido de su vida, y luego concibió un plan frustrado por el azar para matarse en junio de 1937 junto con otras setecientas personas, incluyendo a Harrison, Jane y Jeannine, su mejor amigo, su mejor amante y su hija adulterina, respectivamente, mientras asistía en un barco a la representación de un vulgar espectáculo de variedades titulado “La ópera flotante”.
En un segundo nivel, en sintonía con los planteamientos metaficcionales de Barth y los designios filosóficos de una narración enredada a la manera de Sterne y Machado de Assis, “La ópera flotante” logra dar cuenta de una mutación crítica en las estructuras y categorías con que el mundo se describe y reconoce y la naturaleza humana se concibe, certificando así el fin del realismo y el agotamiento de la narrativa convencional.
En “La ópera flotante”, Barth realiza un ejercicio de una suprema inteligencia al parodiar los principios del discurso existencialista, dinamitarlos con humor negro y comicidad blanca, con objeto de escenificar la muerte del sujeto, una idea tradicional del yo y la comunidad, y el comienzo de una era caótica donde la realidad, amenazada por la tecnología más destructiva jamás creada, la energía atómica, ya nunca volverá a ser la misma. Con esto, como si partiera de cero, a pesar de tomar en consideración los episodios menos ortodoxos de la historia literaria, Barth inauguraba la grandiosa renovación de las formas y formatos de la ficción que se consumaría en los años sesenta, con él como baluarte creativo y portavoz teórico del llamado posmodernismo.
Pero “La ópera flotante” es y no es una fábula posmoderna. Como novela, contiene muchos rasgos de una modernidad agonizante y sus recursos paródicos eclipsan la originalidad estética de sus planteamientos. En este sentido, la autobiografía imaginaria de Todd Andrews es, como dijo Daniel Grausam (On Endings), una alegoría de la vida y la muerte del siglo XX.
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