sábado, 4 de noviembre de 2017

CINE INCONSCIENTE


[Steve Erickson, Días entre estaciones, Pálido Fuego, trad.: J. L. Amores, 2017, págs. 294]

           En 1985, cuando se publica esta deslumbrante novela de Erickson, el panorama de la narrativa norteamericana comienza a dar signos de agotamiento. Como diagnostica en los ochenta el viejo zorro Tom Wolfe y sentencia Bill Buford años después, la novela no había nacido como género para ensimismarse en el ombligo del escritor o para aguardar con paciencia a que este, aquejado de impotencia, recuperara los sagrados poderes chamánicos de penetración en las entrañas de la realidad. Buford y Wolfe se equivocaban, sin embargo, en el remedio elegido contra la esterilidad literaria. La solución más eficaz no pasaba por incentivar el realismo, reelaborando viejos estereotipos, sino por potenciar la imaginación, inventando nuevas formas de narrar una realidad contemporánea que se había vuelto, a finales de siglo, más compleja y turbulenta.
            Una de las grandes salidas al bloqueo creativo consistía en perder los complejos de arte superior y acercarse sin miedo a las nuevas formas de la cultura de masas y el arte popular. Desde comienzos del siglo XX, el cine había fascinado a los escritores por su forma de redefinir categorías decimonónicas como el manejo de la acción y el tiempo, la descripción del espacio de la naturaleza y las ciudades modernas o la mente de los personajes y el revolucionario montaje narrativo.
            A partir de entonces, abundaron novelas con el mundo del cine como telón de fondo o con las técnicas y motivos del cine como sustancia misma del relato. Entre las más significativas de la primera mitad del siglo, “El día de la langosta”, de Nathanael West, aludida como referente en uno de los episodios más terribles de esta novela.
Erickson es uno de los narradores contemporáneos que ha incluido el cine en sus planteamientos literarios con más originalidad e inteligencia. Ahí está “Zeroville”, una de sus obras maestras, donde se cuenta la historia de un excéntrico quijote posmoderno que interpreta las imágenes cinematográficas como nueva religión revelada.
“Días entre estaciones” revela que la singularidad estética de Erickson al transustanciar la materia oscura del cine en carne narrativa de alto voltaje metafórico se funda en dos principios: en primer lugar, un conocimiento profundo de la historia, la tecnología y la mitología portentosas del cine, y, en segundo lugar, una sensibilidad surrealista para comprender las alucinantes relaciones del psiquismo humano con las imágenes de la pantalla, inscribiendo los traumas familiares en los fotogramas de películas existentes o inexistentes.
El cine es el inconsciente en acción, piensa Erickson, y, por tanto, el inconsciente del cine es una novela romántica y una novela gótica y hasta una novela gnóstica (como exploraría después, hasta las últimas consecuencias, Theodore Roszak en "Flicker", recién publicada por Pálido Fuego como "Parpadeo"). Así que para animar sus tramas y hacer más vibrante la deriva onírica de sus personajes, explota la idea metafísica de que la tecnología cinematográfica pone en comunicación la luminosa superficie del mundo, hecha de simulacros, con su reverso, la sombra o el negativo de la vida, donde los cuerpos y la luz mágica que les confiere falsa realidad en la pantalla acaban disipándose. 
En esta maravillosa primera novela, Erickson construye un mundo apocalíptico entre Kansas, Los Ángeles, París y Venecia para contar dos historias entrelazadas en un bucle imposible. Una: el triángulo pasional entre jóvenes de tortuosa identidad (Lauren, Jason y Michel), donde se rinde homenaje implícito al gran cine francés de Abel Gance, la “Nouvelle Vague” y, en particular, al Jean Eustache de la magnífica “La Maman et la Putain”. Y dos: la ficción folletinesca de una película muda (“La muerte de Marat”) que el abuelo de Michel, el misterioso cineasta Adolphe Sarre, trasunto de Gance, rodó pagando el precio más alto que puede pagar un creador a cambio de consumar su talento. El amor. 

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