viernes, 5 de febrero de 2016

SHAKESPEARE & SU DOBLE


[William Shakespeare, Tito Andrónico/Coriolano, Meettok, trad.: Jon Bilbao, 2015, págs 300]

        Muchas veces escuchamos denuestos contra una cultura, o un estado cultural, sin reparar en que los rasgos negativos que se le atribuyen no son necesariamente contemporáneos. Por lo general, los espíritus más rancios consideran que la degradación artística del último siglo tiene sus causas en la pérdida de los valores clásicos o la amnesia de los fundamentos antiguos de la cultura occidental.
Si se releyeran las tragedias terribles de Eurípides (“Medea” y “Las bacantes”), o las tragedias estoicas de Séneca, precursoras de “Tito Andrónico”, se vería cómo las semillas de la suprema maldad dramática subyacen reprimidas bajo capas de buenas maneras y prejuicios morales o estéticos hasta que llega un dramaturgo de talento, las saca a la luz de nuevo y las insemina con insólitas aportaciones históricas.
Así actuó el genio salvaje de Shakespeare en su primera tragedia, una farsa sanguinaria plagada de crudezas macabras, atrocidades y anacronismos cuyo exitoso estreno suele fecharse en 1594. Del cuarteto de sus tragedias de ambientación romana es la única que no se inspira ni en la historia ni en la leyenda, sino que combina una fantasía operística sobre la decadente Roma tardía, cercada desde el exterior por los godos y amenazada en el interior por el vicio y la depravación de sus élites, con refinadas exégesis mitológicas de Ovidio.
La acción dramática de “Tito Andrónico” es tan truculenta y cruel (matanzas, mutilaciones, descuartizamientos, decapitaciones, violaciones) que muchos humanistas y críticos biempensantes le volvieron la espalda durante siglos intentando hasta eliminarla del canon shakesperiano. Su descendencia artística, sin embargo, fue prolífica en ese período jacobeo que transformó el teatro inglés posterior a Shakespeare en escenario popular de crueldades sin cuento. Y el siglo XX le permitió ocupar el puesto privilegiado que merecía al entender que su pesimismo y su humor negro, así como la condición de títeres dementes de sus personajes, correspondían perfectamente a la sensibilidad moderna para el horror y la violencia.
Cuando es capturado por sus enemigos, los aliados del general romano Tito, el moro Aarón, el único personaje extraordinario de la obra, un conspirador maquiavélico cuyo instinto malvado solo es igualado por el verbo sublime y la pasión retórica con que se inflama para justificar la avidez sádica de su genio criminal, confiesa bajo presión: “te afligirá el alma oír lo que tengo que decir;/ pues debo hablar de asesinatos, violaciones y masacres,/ de actos al amparo de la noche, hechos abominables,/ complots dañinos, traición, villanía,/ difíciles de oír pero que despertarán la piedad” (Act. V, esc. i).  De ese modo, el maléfico Aarón ofrece un sumario de la trama infernal de “Tito Andrónico” y, además, una advertencia que suena a guiño irónico del autor sobre la intención moral del desenlace inminente.
            Como gran artista de su tiempo, ese Renacimiento europeo que reciclaba los signos de la cultura grecolatina, Shakespeare sabía muy bien lo que hacía al urdir esta tragedia grotesca sobre una antigüedad pagana resucitada por la erudición libresca. Su método creativo consistía en mostrarse perversamente fiel al imperativo aristotélico de que la profusión en el derramamiento de sangre es un medio infalible para obtener la purificación de las pasiones (la catarsis), forzando hasta el límite de lo tolerable su atrevido experimento con la dramaturgia isabelina (un año después de la muerte de Christopher Marlowe, su eximio precursor) y extremando sus recursos escénicos sin temor a incurrir en excesos reprobables por sabios puritanos como Harold Bloom.
Esa intransigencia estética en la pintura del mal, ya propugnada por Sade, los excesos gore de la cultura de masas y el arte minoritario de las últimas décadas han sabido reconocerla como propia.

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        No es posible leer “Coriolano” sin tomar en consideración las implicaciones ideológicas que le asigna Slavoj Žižek en el convulso contexto de la última crisis económica y sus secuelas sociales. Como dice Žižek para justificar la insurgente actualidad de una obra polisémica como esta: “con cada contexto nuevo, una obra clásica de arte parece dirigirse a la muy específica cualidad de cada época” (El año que soñamos peligrosamente, pp. 161-162).
De ese modo, esta extraña tragedia de Shakespeare, la cuarta de temática romana y la más política de sus obras, centrada en el ideario aristocrático de la casta militar, fue considerada irrepresentable durante la segunda posguerra europea por su “mensaje antidemocrático”. Aun así, el poeta T. S. Eliot la juzgaba, para escándalo de Harold Bloom, una tragedia muy superior a la (en opinión del poeta eliotista) fallida “Hamlet”. Por su parte, en la exégesis de Žižek, bastante desenfocada, el sociópata autoritario Coriolano se transfigura en modelo exportable del héroe revolucionario.
Shakespeare la escribió en 1607, durante un período de agotamiento creativo, tras producir una tras otra, entre 1601 y 1606, las cumbres escénicas de su sentido grandilocuente de la vida y la muerte: el mencionado “Hamlet”, “Otelo”, “El rey Lear”, “Macbeth” y “Antonio y Cleopatra”. En este sentido, cabe atribuirle a “Coriolano” la condición de tragedia grotesca que también mereció su primera tragedia, “Tito Andrónico”. Ambas obras, fechadas en décadas diferentes, ponen en el corazón de sus estrategias dramáticas a un militar victorioso (Tito en un caso, Coriolano en el otro) que, a pesar de su grandeza y méritos, se verá arrastrado a la degradación y la ruina tanto por la conspiración de sus enemigos como por los defectos notorios de su carácter.
En el caso de Cayo Marcio (Coriolano), la conjura de senadores, tribunos y pueblo para humillar al héroe militar, fundada en el desprecio fanático de este hacia ellos, halla su mejor aliado en las dos fuerzas antagónicas de su personalidad. La naturaleza de Coriolano es, como declara Menenio Agripa, su anciano valedor, “demasiado noble para este mundo”. Las nocivas consecuencias de ese desajuste moral entre la superioridad del héroe y la corrupción del mundo no son otras que la soberbia y su cómplice la jactancia: soberbia de las cualidades exhibidas con arrojo en la batalla desde la más temprana juventud y jactancia pública por las hazañas bélicas realizadas. [Altanería y elitismo que se expresan en toda su crudeza antidemocrática en el famoso monólogo contra el pueblo de Roma: “Asquerosa jauría cuyo aliento repudio/ como el hedor de la pútrida ciénaga, cuyo afecto estimo como los cadáveres desenterrados/ que corrompen el aire, ¡yo os destierro!...”. (Act. III, esc. iii)]
Pero Coriolano no es solo hijo de sus acciones épicas o de su temperamento arrogante. El colérico Coriolano es un genuino “hijo de su madre”: vástago de la dura matriarca Volumnia, quien lo formó desde la infancia en la idea más exigente del valor y creó una implacable máquina de matar, un guerrero feroz y sangriento contra los innumerables enemigos de Roma. Bloom dice que Volumnia es acaso “la mujer más desagradable de todo Shakespeare” y también la más sorprendente. Mientras el difunto especialista Russell Fraser la considera, con gran ingenio, un híbrido de matrona romana y heroína de estirpe strindbergiana.
En cualquier caso, cuando el tribunal de plebeyos y patricios (“la bestia de muchas cabezas”) proclama a Coriolano “traidor subversivo” y “enemigo del pueblo”, condenándolo a muerte y luego al destierro, la supremacía de su ánimo no le impide cometer la torpeza de dar la razón, con la inmadurez de sus actos, a sus adversarios de clase. Su intransigencia lo conduce a traicionar a Roma, abrazando la causa militar de los volscos, tribu bárbara y belicosa que aguarda cualquier signo de debilidad para atacar la ciudad imperial. [En esa parte de la obra, el Acto IV, donde Coriolano establece una relación de noble rivalidad y admiración con Tulo Aufidio, líder volsco, tildada por muchos estudiosos de “homosexual”.]
Coriolano no consuma, sin embargo, su afán de venganza y, manipulado por su maquiavélica madre, acaba muriendo sin gloria. Como Hamlet, diga lo que diga Žižek, Coriolano es víctima de sus trágicos errores de juicio.

1 comentario:

julian bluff dijo...

¡Hola a todos!

En general los políticos latinos -y más por latinos, como se hace evidente, que por políticos- viven día a día sofocando las ansias del tirano que, desde su entrañas, clama porque hagan lucimiento de su intransigencia. Todos ellos, como también sucede con los eslavos, desconfían del pueblo, al que solo son capaces de ver como "concepto". "Los otros" no va a terminar nunca de convencerles del todo: saben lo que podrían ser capaces de hacer adecuadamente manipulado por la facción adversaria. No, no se sientan a cenar con los pobres, les organizan cenas, lo que resulta, desalentadoramente, distinto. Luego, a los postres... les sonríen. Y se marchan.

Conclusión, no obstante su mundo, su tiempo, Shakeaspeare ¡los clásicos! poseé el don de abismarse como una sanguijuela en el alma latina. ¡Un abrazo!